Marta Aponte Alsina
Los géneros góticos y la novela histórica alentaron la industria del libro en Europa y sus colonias culturales. Se leían incluso en el San Juan de Tapia, que menciona a Ann Radcliffe en sus memorias. Dieron vida al desajuste de la fantasía gozosamente engañada. El terror atrapado en una página desata placeres morbosos y aumenta el aprecio al círculo doméstico de la casa protectora.
Hace unos años estuvieron de moda las carnes más crudas del gótico. Ahora Lovecraft, el padre literario de ciertas corrientes delirantes, ha trascendido a las teleseries, cercanas en su estética a las revistas populares que publicaron sus relatos hace un siglo.
En La última testigo (2021, La Secta de los Perros), de René Duchesne Sotomayor, se trazan nuevas derivas del gótico. Los relatos de La última testigo se afinan en el temperamento claramente desengañado de este tiempo. Una manera de leerlos es pensando en lo que Josefina Ludmer hubiera llamado los procesos constructores y Piglia los núcleos de los textos. La figura podría ser una antítesis: la casa y sus atmósferas y el exterior desamparado dominado por la mala muerte. De la casa se desprenden dos versiones: la propia, construida para el placer del juego o la defensa contra un mundo exterior deseoso de invadirla y la casa de unos abuelos, solar de una familia extendida.
La casa de los primeros cuentos del libro pretende ser hermética. Engaña con la utilería de la arquitectura gótica en sus representaciones literarias: trampantojos, puertas escondidas, funciones alteradas, muros cegados, una ventana que nunca se abre. Asegurada contra invasiones, que podrían ser benignas o atroces, termina devorando a sus habitantes, porque el personaje solitario siempre es más de uno. No hay asideros en el mar sin orillas de los sueños. No hay costas donde naufragar ni salidas de una casa en dos dimensiones, pues entre las palabras y los dibujos arquitectónicos que ilustran el libro se tiende una correspondencia. La casa se cuenta, y también nos cuenta. Tras el punto final, cuando asimile lo que acaba de leer, la lectora de este libro verá una ventana como pocas veces ha visto una ventana. La ventana enmarca la visión trunca del mundo exterior, siendo a la vez motivo de seducción y misterio para quien la ve desde afuera. Las páginas del libro son análogas a las hojas de una ventana. El libro es un objeto seductor en movimiento.
La otra casa que se cuenta, la de los abuelos, está rodeada de un patio tropical fértil. La excesiva vitalidad del entorno y la distribución interior de la casa se recuerdan entre las voces de la abuela que contaba sus experiencias infantiles misteriosas, como todas las madres y abuelas que yo recuerdo. La casa familiar no lo es del todo, pues alberga los silencios y enigmas de los mayores. Están los lugares sellados por la muerte, el árbol mutilado por la inquina de los vecinos, las llaves perdidas, la reinita extraviada en su interior, la conexión vibrante con la tumba del abuelo.
La personificación de la casa es un tópico de la literatura de horror. En La última testigo la casa de los primeros cuentos es obra de una restauración reciente, que parte de un deseo: conservar el misterio de sus interiores. Protegerla. El desconcierto de los intrusos potenciales es una medida del éxito de la casa. Hay que pensar que una casa es un descaro, una cara que pretende tener derecho a una presencia y a la vez ser la defensa de una intimidad. La colocación de una ventana basta para que un ojo enterado crea que entiende la distribución de los espacios personales; la intimidad de sus habitantes. Por eso en las casas de este libro se alteran las funciones tradicionales de los espacios y el sótano se llena de luz y el lugar del cuarto de juego se desplaza y se comunica con un cuarto de cuna. Si una de las ventanas se cierra siempre, la casa se hace indescifrable.
Con la lógica precisa de los cuentos de Poe se va tejiendo la verosimilitud de las obsesiones. Todo en regla, no se admiten desvíos, pues los desvíos no tienen fondo, como los extremos de la vida: nada y muerte. Hay en la sobria construcción de un relato en forma de casa y de un libro como paraje poblado de casas y rodeado de enigmas, toda una poética de la lectura. El tono controlado e inquietante seduce y desconcierta. Se reescribe a Poe sin concesiones al melodrama, valiéndose de dos medios visuales inmóviles, que componen un monólogo vestido de diálogo entre ambas formas y una atmósfera irónica (¿decimos kafkiana?), pues la perfección tiene sus errores que no dejan de guiñar. La casa, como en aquella genial película de Buster Keaton, puede abocar a la autodestrucción. O al eterno retorno de la vida sencila, como en el final del mismo corto de Keaton.
La continuidad entre los relatos encadena una secuencia de miradas, desde el interior, desde el exterior y en el desamparo de los lugares abiertos, las calles, los bosques, el vecindario. En las afueras está el mundo atroz que nos hemos fabricado como especie: la destrucción de ciudades, el salvaje exterminio de inocentes, las deudas que se pagan con la vida. A propósito del enemigo interior: en las afueras de otras casas, aquella invadida de Cortázar, o la casa de Usher y desde luego la del aleph, la forma de la casa tomada es también una representación de la soledad.
La hermosa práctica de ilustrar los relatos, recuerda viejas ediciones, y también al arte del cómic y la novela gráfica. En esta época de la plaga de imágenes y la reproducción digital no se trata ya de ilustrar palabras sino de situar dos medios en un solo soporte.
Desde la casa cerrada el libro asume el riesgo del lenguaje que se atreve a publicarse, a ser leído. El final es un envío a lectoras, y lectores: la condición humana, no obstante sus vacíos, merece memorizarse y compartirse. El breve “Tinta, agua y luz” deja la impresión de una soledad compartida en esta casa libro que deben frecuentar muchos lectores, pues se trata de una literatura “sobre lo que nos mira” (Rafael Acevedo) y que añade valor a una nueva generación de narradores jóvenes: “ahora estas palabras provenientes de tiempos y espacios remotos o extintos, sirven para echar luz sobre esos mundos marchitos que el azar le entregó al vacío.”
Un libro tan sugerente y bien escrito como La última testigo enriquece una de las marcas de la literatura boricua y caribeña actual: la que se corresponde con la literatura misma y sus revelaciones; la que con su sola existencia llama a la protección de la vida que nos sustenta.
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