Leo esta novela buscando comparables. Se dice que es un libro excepcional, acaso único, en la literatura de Sinaloa, la región natal del autor. No lo sé. Pero sí creo que los años transcurridos desde 2005 han sido quizás los más sangrientos en la violenta historia de México, y que hay regiones de ese querido e inmenso país donde ya ni siquiera rige la ley del narco. Esas coordenadas infernales, sin embargo, no carecen de antecedentes en la escritura de la identidad y la violencia en unos lienzos narrativos que pueden ser mínimos, como los libros de Juan Rulfo, o situados en panoramas históricos y míticos, como en Cambio de piel, de Fuentes.
A la manera de Rulfo, en El libro de nuestras ausencias las voces componen un personaje colectivo. No hay lugar para la transformación de personajes, ni espacio para crisis individuales, como en Cambio de piel. Ante las cifras de la matanza y el peso de los muertos, se levanta un caótico cuerpo colectivo.
A diferencia del libro de cuentos anterior del autor, Eduardo Ruiz Sosa, aquí no siempre se narra la violencia más atroz directamente. Más bien hablan los muertos y sus seguidores; habla el pasado abierto e incesante, como herida abierta. Las voces que claman desde el desconcierto son cabezas tronchadas, regidas si acaso por el deseo de encontrar a sus muertos. El tono y el ritmo narrativos, escrito como para leer en voz alta, me recuerda la frase distendida y limpia de Garcia Márquez. Ese fraseo ancho favorece la lectura de un libro inmenso.
Es inevitable un eterno retorno de lo invisible en una cultura que ha intentado aplastar, sin lograrlo, la memoria de los pueblos que la habitaron y la habitan, pues la estructura de castas y clases que fragmenta cualquier discurso de nación parece impedirlo. Quizás ante ese campo de batalla constante, se explica la fuerza enorme de las literaturas de México. No creo que tenga comparables en la historia de la novela hispanoamericana. Pero hay diferencias, y de ahí lo que significa, para mí, lo que suma a mi juicio, esta novela de Eduardo Ruiz Sosa,
Habrá que leerla como lo que sin duda es. En ella la violencia no es alarde efectista sino cuerpo normal; lo anormal es nuestra mentira: la convivencia en una deseada paz social. Tampoco hay miradas distantes a la violencia. Su autor, que fue animador cultural, vivió muy de cerca ese baile de la muerte: las matanzas, las desapariciones, la búsqueda de desaparecidos; las madres husmeando los cadáveres de sus hijos sin la asistencia del reconocimiento global y la publicidad que fortaleció al maravilloso movimiento de las abuelas de la Plaza de Mayo. Si la muerte y lo fantasmal marcan tan profundamente cada latido de los corazones dolientes, por dónde la tregua, por dónde reponerse de esa lujuria de sangre.
El libro de nuestras ausencias apuesta a la representación. En un principio sus personajes son actores y actrices que buscan a una actriz principal de su compañía, desaparecida sin dejar rastros. Mientras buscan, como quien va pensando una puesta en escena, descubren lugares adecuados que podrían servir como escenarios para la representación. En ese lugar de la geografía del mundo la gente huye, respirar cuesta, llevar la cuenta de tantos muertos es tarea titánica y absurda. Pero en las ruinas, como en un edificio que tuviera muchas funciones antes de convertirse en una prisión, queda en el vacío el rastro de cuerpos ausentes, como si el caudal de sangres y cuerpos fuera imposible de borrar, y por lo tanto, legible y elocuente.
Esta es una gran novela. Trascendida la época en que podíamos escribir todos los lugres comunes de la violencia sin mancharnos las manos, El libro de nuestras ausencias ocupa el espacio que resta para una literatura sin hipocresía. Tampoco nos priva de la palabra y el remedio. Me parece que le devuelve a la literatura una de sus potencias olvidadas, pues hay que ser muy valiente para no callarse ya; para intuir que queda mucho por decir en tiempos de crueldad:
“Decía Marte Argüello que el recuerdo del barrio de la infancia
Y las inundaciones le entregó la posibilidad, la forma, de cambiar el cuerpo sin modificar la carne
O no era cambiar el cuerpo:
Si la prisión era un organismo, lo que había que transformarle era el sentimiento
Que se pueda pensar otra cosa aquí, decía Marte.”
La representación en esos teatros que se construyen en ruinas, y que se va desdibujando, dejando rastros de voz; la construcción de ese teatro de sombras, como exacerbando los escenarios de Diamela Eltit, esa puesta en escena de los preparativos de una puesta en escena que permita “pensar otra cosa aquí”, es el método de El libro de nuestras ausencias.
Me parece que a pesar de todo su patetismo y excesiva humanidad, la literatura salva, porque representa y conserva. Así se libera, como un cuerpo que sobrevive a la matanza. En suma, la representación no es real. Solo se puede contar la irrealidad de lo monstruoso, pero es necesario contarla.
(El libro de nuestras ausencias, Candaya 2022)
Marta Aponte Alsina, Cayey, 2 de julio de 2022
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