viernes, 2 de mayo de 2008

San Juan en la literatura (1)

Foto © Frank Vélez Quiñones

(Primera entrega de un ensayo escrito en 1997. Revisado hoy, 2 de mayo, en la puerta del mall)



Para Yvonne Ochart, poeta de la ciudad

Para José Ramón Piñeiro, queridísimo




El hilo


Emilio Belaval, en el prólogo a un libro de José Alegría, comentaba que a principios del siglo 20 los “jíbaros letrados” de “la isla” ocuparon la capital, aligerándole el peso autoritario y burocrático.[1] San Juan siempre fue el producto de oleadas de migraciones, no sólo de jíbaros letrados sino de jíbaros asediados; no sólo de viajeros del exterior, sino de barrios desplazados del corazón de la geografía insular que sumaban sus vivos y sus muertos a la corriente de visiones que arman la ciudad, desde el fragmento al mosaico propenso a descomponerse y a liberarse, como una casa que no encuentra lugar en el mercado de bienes inmobiliarios.

Ciudades imaginarias

Sabemos que las ciudades son lugares imaginarios. Por eso es posible impartir instrucciones sobre la mejor forma de construirlas, como si el espacio fuera un tapiz que se llenara hasta producir una figura preconcebida, aunque sujeta al azar que es el arte del tiempo. Incluso los asentamientos espontáneos obedecen a unas secretas y aterradoras normas de belleza.

También sabemos que la realidad de las ciudades no está en sus estructuras concretas; fascinan más las relaciones que la componen, la oculta visión que dio pie a su fundación, el recuerdo que sigue a sus transformaciones y destrucciones.

La tensa interlocución entre las partes constitutivas es el jugo vital del monstruo. La ordenación territorial propone la mínima estabilidad de un espacio poblado de voces e intereses heterogéneos: visión planificadora, poder, memoria, desconcierto, utopía.

La imaginación permite asir la ciudad, comunicarla y comunicarse con ella; llorarla, edificarle altares nostálgicos, combatirla, menospreciarla. Leemos a la ciudad en los cuerpos de sus habitantes y visitantes, en los sentidos y lamentos de sus poetas, en las notas descriptivas de los rasguños originales y en otras hablas, pues la ciudad es el lugar de la palabra y del intercambio de la palabra.

La invención palabrera es anterior a las ciudades. Pero desde el momento en que la ciudad se convierte en lugar de la memoria, patria chica siempre cercana y perdida, la construcción de mundos textuales encuentra lo que Lezama Lima llamaría un centro de imantación. La literatura colonial de la América hispana, en sus primeros años no es más que una relación del descubrimiento, fundación y fatal destrucción de ciudades, así como de las riquezas naturales que la ciudad permitirá transformar en bienes económicos. Garcilaso el Inca cantó a las ruinas de un imperio para traducir lo entrañable de la pérdida y la pérdida de lo entrañable.

El tejido de la épica y el de la ciudad responden a planes semejantes, a núcleos ordenadores y ritmos vivos —la viveza de las ciudades también se exige al texto literario— cerrando el ciclo que une los episodios de la ciudad con las armas de la literatura y del mito visionario.

Panoramas


En la isleta donde se fundó San Juan hubo un poblado indígena. Las aldeas precolimbinas se evocan en la literatura puertorriqueña al cabo de los siglos con absoluta libertad de estilos. Los indios de La palma del cacique, de Alejandro Tapia, declaman sus parlamentos como si fueran personajes de Zorrilla; en Los dos indios, la leyenda de Ramón Emeterio Betances, uno de los protagonistas comparte la pasión patriótica y libertaria de un héroe del siglo 19; sin olvidar la transfiguración mítica de la sociedad aborigen en la épica contemporánea, en los pueblos tutelares del poeta Corretjer.

La situación de avanzada de la isleta como el punto de la isla más cercano a África y Europa, además de su relación con la “isla grande”, está presente en los primeros registros literarios de la Conquista y persiste en la poesía de Gautier Benítez, cuando compara a la ciudad con una “barquilla anclada/muy cerca de la ribera”.[2]

Una sensación de libertad y deleite provocaría la vista panorámica que abarcaba desde la punta del Morro hasta el Yunque. Las visiones panorámicas denotan la sustitución de la mirada medieval por la infinita concepción del espacio que, tanto en las artes como en las ciencias europeas, engendraría el contacto con el nuevo mundo americano. Antes de que los ataques de piratas, holandeses, ingleses y caribes provocaran la reacción de amurallarse, esa visión armoniosa de la ciudad con su entorno se encuentra en los cronistas. A una generación de fundada, persiste la idea de un núcleo poblacional cuyo sentido empresarial y estético va cuajando un decir que, al recoger las lenguas constitutivas, no puede desligarse de su región:

"De la ciudad de Puerto Rico a la parte del es sueste della está una sierra muy grande que haze tres abras y es muy alta. Llamaré toda ella... la sierra de Loquillo. A la más alta la llaman la sierra de Fuzudi, puesto este nombre por negros, que en su lengua quiere dezir cosa que siempre está llena de nublados."[3]


La vista panorámica de la escala regional sigue siendo un tópico literario en la escritura de los naturalistas. Uno de los textos más hermosos del género es el testimonio de André Pierre Ledrú, escrito a fines del siglo 18.

Partiendo San Juan, donde se recibe a los viajeros con pompa oficial, Ledrú y sus compañeros incursionan en las inmediaciones de la isleta. Visitan la hacienda llamada San Patricio, en honor del santo irlandés que por sorteo realizado en los albores de la colonización española se convirtió en patrón de la yuca y máximo combatiente de hormigas. Llegan por el río Puerto Nuevo —una de las vías fluviales de fértiles riberas (las otras son el Bayamón y el Toa) dedicadas a transportar, en barcazas cargadas de frutos menores, el comercio entre el hinterland y la capital— a la entonces exuberante jungla de San Patricio, donde hoy se intenta rescatar de la conurbación los restos del último mogote.

San Patricio se describe, en el cuaderno de este viajero naturalista, bajo el aspecto de un edén; fue justamente el deseo de violar los secretos del “edén” la pasión que llevaría al jefe de la expedición de Ledrú, Nicolás Baudin, a capitanear, cuatro años después del viaje a Puerto Rico, una expedición que circunvalará las costas australianas, empresa en la cual perecerán dos de los actores del viaje al Caribe, Riedlé y Maugé.[4] Pero la naturaleza de la isla caribeña, sin ser del todo benévola, muestra a los viajeros su lado más blando. Así se establece, en un efecto de cajas chinas, una correspondencia entre el hinterland de la ciudad tropical y el trazado de París en su jardín botánico:

"La permanencia en las ciudades es poco conveniente a los naturalistas: en el campo, a la entrada de los bosques, es donde deben fijarse para observar y recoger a su satisfacción las más bellas producciones del suelo. San Juan de Puerto Rico, situado a la extremidad de una lengua de tierra, entre la mar y una rada, era poco propio para el género de trabajos que debíamos emprender: el comisario París, viendo la necesidad de procurarnos un alojamiento en otra parte, obtuvo permiso del Sr. O’Daly, negociante irlandés y propietario de una hacienda situada a tres leguas de la ciudad, para que pasáramos en esta algunos meses.... Armados de un fusil y de una redecilla muy fina, el Capitán y Maugé recorrían los campos para cazar pájaros e insectos... Con frecuencia Riedlé no podía traer solo los árboles nuevos que había desarraigado; entonces sus colegas volaban a su socorro; y no sin grandes dificultades llegaron a transportar, desde los bosques hasta el jardín de (la hacienda) San Patricio, el helecho, el coco y las palmas que adornan al presente los invernáculos nacionales de París."[5]


Coincide la llegada de la expedición con unas fiestas populares. Las mujeres a caballo se apropian de las calles, incorporando en su “seductor porte” y “amable locura” la fuerte presencia de la isla, superando incluso en gallardía la presencia masculina de los batallones de la plaza militar. San Juan, donde llegó a predominar la población femenina, será, en más de un sentido, una ciudad de mujeres: “Dudo”, escribe Ledru, “que nuestras bellas de París puedan disputar con las amazonas de Puerto Rico el arte de manejar un caballo con tanta gracia como atrevimiento”.[6]

Meses después, en un recorrido por el litoral del norte, los expedicionarios llegan a boca de Cangrejos, cuyos habitantes, “casi todos negros o mulatos, han comprado con su industria la libertad de que gozan”.[7] Para evocar su paso por un lugar que el autor llama Aibonito y el encuentro con la seductora criolla Francisca, Ledrú escribirá pasajes de un romanticismo bucólico, estrenando en las quimbambas literarias de la islita una escritura que daría paso a la novela indianista, desprendimiento de la mirada europea sobre el “buen salvaje”, fantasía contemporánea de Rousseau, Goethe, Humboldt.

El testimonio de Ledrú propone una refundición del tópico de menosprecio de corte y alabanza de aldea desde la perspectiva ilustrada del autor. Ese motivo de la narrativa del naturalista, tiende uno de sus lianas hacia las veredas del Jardin des Plantes, donde fue a dar con sus esporas el helecho de San Patricio; el cordón umbilical entre ciudad y naturaleza dispersa sus redes hacia lugares distantes e impredecibles, en amorosa búsqueda de universos gemelos.

Uno de los polos de la visión panorámica es la bahía de San Juan, el cuerpo central y sus tributarios: lagunas, manglares y ríos. Objeto del deseo para el ánimo del poeta, la estrategia del militar y la vía abierta del comercio, la bahía es, por extensión, espejo de las aguas que cercan a la ciudad (garza, doncella, perla dormida, en los tropos fijados por Gautier), tanto apertura al trasiego caribeño y americano como cinturón que aprisiona (cerrazón de la plaza fuerte militar). En todo caso, es la joya de la ciudad. Así la describe casi un siglo después de Ledrú otro visitante: Carlos Peñaranda, dramaturgo y periodista español, que viaja por mar desde La Habana. Su crónica esboza una imagen digna de un diorama, máquina que articulaba visiones totalizantes en simulacro de tridimensionalidad:

"La dilatada costa, que desde algunas horas puede observar el navegante, sembrada está de los prodigios de vegetación propios del suelo tropical... a dos pasos del mar, como mirándose en las transparentes aguas, cual si estuvieran absortos en la contemplación de sus frondosas cabelleras, las arboledas espesísimas alzan y unen sus nutridas copas, se mecen con gallardo movimiento, al soplo de las brisas, ceibas y palmeras de gigantesca altura, que han resistido en el transcurso de los ríos los más violentos huracanes... Pero nada de esto es comparable a la bahía de la capital, en donde se encuentra reunido, en donde se ostenta con mayor aparato, el lujo de la naturaleza... "[8]

Añade valor al testimonio de Peñaranda el año de su publicación, 1885, fecha que marca el intento de abrir un hueco en el poderío monolítico de los militares respecto al diseño urbano y de alterar la función de la ciudad: de plaza militar a emporio comercial. Poco antes se fundaron el Ateneo Puertorriqueño y el Gabinete de Lectura de Ponce, instituciones que extraen de su nomadismo clandestino a la cultura letrada y le crean un espacio en la vida pública de la ciudad.

La relación armoniosa o conflictiva entre naturaleza y cultura, campo y ciudad, civilización y barbarie, urbe y hinterland, en suma, es un tópico literario persistente, que incluso reaparece en las propuestas contemporáneas propulsoras de un renacimiento de las utopías en el marco de una ciudad sostenible.

El ondergraun mítico


La isla de la “perpetua primavera” alabada por el canónigo Diego de Torres Vargas; la garza dormida en el bello jardín de Gautier; la ciudad patria de Alonso Ramírez, que “entre el seno mexicano y el mar Atlántico divide términos”, célebre por su hermosa bahía y “los refrescos que hallan en su deleitosa aguada cuantos desde la antigua navegan sedientos a la Nueva España”[9] ; la “Cordelia amarga” de Gabriela Mistral; la princesa encantada que cautivará a dos viajeros tan distanciados en sensibilidad como José Olivares, redactor de Our Islands and their People y el poeta José Santos Chocano: delirios imaginarios, personificaciones de la ciudad que descubren el subsuelo mítico de su función histórica.

La literatura, madre e hija de la ciudad, produce y reproduce un repertorio de visiones. Para una lectora de La noche oscura del niño Avilés, de Edgardo Rodríguez Juliá, la Boca del Morro será un espacio reconquistado por negros que edifican torres demenciales, versión sandunguera y orgiástica de las cárceles de Piranesi, vida secreta del contrabando y la ilegalidad corruptora del orden militar. Estos “embustes y cuentos”, parodiando a Palés, corroboran la impresión que causaron en Iñigo Abbad y Lasierra los habitantes de la isla:

Con la misma facilidad emprenden sus viajes de mar a tierra; con una canoa y un racimo de plátanos se pasan a cualquier Isla que diste cuarenta o cincuenta leguas. Van por las islas desiertas, alli cogen marisco, encienden fuego, recogen agua, y en viendo la mar en bonanza pasan a otra, hasta llegar a su destino.[10]


En su Alabanza a la torre de Ciales, Juan Antonio Corretjer habló de un mar “demasiado grande para un Ulises de gramática”. Desbordamiento que inunda los versos palesianos:

Estás, en pirata y negro,
mi isla verde estilizada,
el negro te da la sombra,
te da la línea el pirata.
Tambor y arcabuz a un tiempo
tu morena gloria exaltan,
con rojas flores de pólvora
y bravos ritmos de bámbula.

....

Podrías ir de mantilla,
si tu ardiente sangre ñáñiga
no trocara por madrás
la leve espuma de España.[11]

Y los cantos santurcinos, neoyorquinos y caribeños, que rememoran igualmente el siglo del corso, como en una letra de salsa de Tite Curet Alonso:

En tiempo de España corrí
siete mares y uno más
el Rey decía que a mí
me iban a condecorar.

Los tres mosqueteros
y Ricardo Corazón
decían que este grifo era
fuego e cañón.[12]

(Continuará….)


1. Belaval, Emilio. Prólogo a El alma de la aldea, de José Alegría. San Juan: Colección de Estudios Puertorriqueños, 1972.
[2]. Gautier Benítez, José. “A Puerto Rico (ausencia)”. En José Gautier Benítez: vida y obra poética. San Juan: Editorial Edil, 1975: 124.
[3]. Memoria de Melgarejo. En Crónicas de Puerto Rico desde la Conquista hasta nuestros días, Eugenio Fernández Méndez, editor. San Juan: Ediciones El Cemí, 1995.
[4]. Brosse, Jacques. Great Voyages of Exploration: The Golden Age of Discovery in the Pacific. Doubleday and Company, 1983: 95-107.
[5]. Ledrú, André Pierre. Viaje a la isla de Puerto Rico en el año 1797. San Juan: Ediciones del Instituto de Literatura Puertorriqueña, 1957: 36-37.
[6]. Ledru, Op.Cit: 33.
[7]. Ibid: 40.
[8]. Peñaranda, Carlos. Cartas puertorriqueñas: Madrid: Tipografía Sucesores de Rivadeneyra, 1885:34-35.
[9]. Sigüenza y Góngora, Carlos. Los infortunios de Alonso Ramírez. Edición de Estelle Irizarry. Río Piedras, Editorial Cultural, 1990:95-96.
[10]. Abbad y Lasierra, Iñigo. Primer tomo de las Memorias de Pedro Tomás de Córdova. San Juan: Instituto de Cultura, 1968: 189.
[11]. Palés Matos, Luis. “Ten con Ten”, en Poesía (1915-1956). San Juan, Editorial de la Universidad de Puerto Rico, 1968, p. 241.
[12]. Tite Curet Alonso. “Pirata de la mar”. En el disco de Bobby Valentín Soy boricua, Fania Records, 1972.

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