La cicatriz de la frontera
Por Vanessa Vilches Norat
(Presentación de La frontera más distante de Cristina Rivera Garza, en la 23 Feria Internacional del Libro en Guadalajara, México, 1 de diciembre 2008)
Una frontera es un lugar peligroso. Una frontera es sitiar el movimiento. Borde y centro a la vez, movimiento y quietud, una frontera es una línea delgadísima como palabras tendidas en la nieve que es la página. Divide la frontera. Sueña con acercarnos. Nos mantiene al vilo de la otredad. Frente a ella dejamos de ser uno. Todo deseo es, pues, la frontera. Pura promesa, la frontera nos ilusiona con tierra, lugar, familia, con ser otros. Echa raíces y se vuelve cicatriz, profundidad. Entonces nos marea.
La frontera más distante, último libro de relatos de Cristina Rivera Garza publicado por Tusquets Editores, se escribe bajo la promesa y el desafío de la frontera. Los once cuentos nos sitúan en el abismo que supone toda línea divisoria. La escritura, entre ellas. Narrados con la maestría con que la firma Rivera Garza nos convoca, estos relatos nos acercan a la línea divisoria, para dejarnos allí plantados, hurgando en su verticalidad. En conjunto proponen divisiones, repeticiones de la frontera fundamental y principal para el libro, Yo- Tú, como ecos que se continúan en las peripecias de estos personajes sin nombres. Lo hermoso del libro es que prima el respeto a la frontera, en cuanto figura intraspasable, intransferible. Todos los cuentos repiten la dificultad de situarse respecto al otro, ya sea un hombre que llora, un rehén, un nativo, un amante, un extraño, una familia, la ciudad de los hombres, la forajida que se adentra en el bosque huyendo de la ciudad y el forastero que la observa, un chef criminal, una desaparecida mujer china, un viejo que profetiza el destino, la detective.
Ya desde su primer cuento, “El rehén”, el libro nos sitúa en la región límite. Un hombre llora en una sala de un aeropuerto y desata el recuerdo de otro llanto masculino para la narradora. Nada más aterrador para ella que esas lágrimas trasgresoras de una ley casi bíblica: “los hombres no lloran”. Frente a ellas qué hacer sino ofrecer un vaso de agua, un reconfortante oído y un cálido relato a otro rehén que también llora. La casa materna, con sus pasillos, cuartos y laberintos se convierte en la estructura del cuento. Pero la casa es una cárcel de la cual hay que salir.”Soñaba con salir de ahí: soñaba con convertirme en la hormiga que por fin se pierde dentro de la grieta correcta o el pájaro que logra, por casualidad o convicción, zafar la pata del pegamento.”, nos dice la narradora (21). En este juego de historias, la casa que es sala de aeropuerto, cueva y pasillo es el estar siempre en la frontera esperando llegar o salir con “el dedo índice deslizándose por la pared que lleva al último cuarto” (16).
¿Será posible escribir al otro? Esa es la pregunta que organiza el cuento “Autoetnografía con otro”, el cual reflexiona sobre la posibilidad de la disciplina etnográfica, aquella que pretende traducir en escritura el mundo que desparece. De nuevo frente a la imposibilidad del borde, una etnóloga se apropia de un nativo y lo hospeda en su casa desafiando la ética académica. La escritura por excelencia sobre el otro - la etnografía- se vuelve disfraz para los textos del yo. Este cuento dialógico, imbricación de diversas hablas, de diferentes registros, de disímiles perspectivas disciplinarias, retoma una de las líneas más importantes de la escritura de Rivera Garza y recordemos sus anteriores libros Nadie me verá llorar y La muerte me da. Esto es el problema de la representación, pues el otro es un enigma y sólo una estructura narrativa dialógica podría atisbar la dificultad de asirlo.
El riesgo de asumir la frontera se presenta en el libro. A veces cruzar implica quedarse, desaparecer, ser absorbido por el mundo distante. Tal le ocurre a la periodista en el terrorífico cuento “La ciudad de los hombres”, obligada a hacer un reportaje sobre la ciudad masculina. Ella cruza esa frontera inabordable del género y tal como le avisa uno de sus habitantes: “Las puertas de entradas no van a ser necesariamente las de salida”(62). El costo del traspaso fue alto, la periodista se queda sin palabras, desaparece en esa ciudad mortífera.
La frontera en el libro es también una quebrada extraña, una cicatriz que se marca en el cuerpo. Aquí, ni el erotismo se salva de la grieta. A contrapelo de la idea mística del encuentro amoroso y lejos del erotismo de Bataille, se confrontan dos amantes que gozan sin encontrarse. Perturbador, el cuento propone que, ni aún en la escena erótica, el tú logra unirse al otro. Siempre hay una línea intraspasable en el forcejeo de los cuerpos. Así lo traduce el lenguaje: “Me gustaría verte otra vez, le susurró al oído. Me gustaría matarte otra vez, escuchó ella y le dio un largo trago a la taza de café. Sonriendo”. El intento de traspasar, de atravesar al otro implica literalmente devorárselo, matarlo.
De eso darán cuenta los relatos de ese personaje que se me ha vuelto entrañable, la detective. Cuatro enigmas: el cuerpo sin cabeza de “Simple placer, Puro placer”, la mujer sin mano de “Estar a mano”, la poeta asesinada en “El perfil de él” y la mujer china desaparecida en “El último signo” nos proponen el abordar al otro como un crimen. El cuerpo deseado es un enigma que termina en muerte. Tanto en los relatos como en esa espléndida novela de Cristina, La muerte me da, el singular personaje de la detective, mujer poeta y audaz lectora, intenta resolver las transgresiones sobre los cuerpos haciendo lectura poética de los fragmentos de los cuerpos, de las escenas macabras, de lo dicho entre palabras, de los perfiles, de los silencios. El límite mismo es la última frontera, la vida, y los cadáveres confirman la imposibilidad de poseer al otro sino es en la muerte. Pero incluso aquí el Yo se vuelve un borde insondable, como nos recuerda la narradora al hablar de la detective: “Estuvo a punto de dirigirse hacia ella cuando se dio cuenta de que no podía dirigirse hacia el lugar donde ya estaba” (175).
Frente a la frontera estamos siempre dislocados. Nunca logramos cruzarla verdaderamente. Sucede así en “Fuera de lugar” el cuento de una mujer varada en la frontera, sin combustible, en una estación de paso. Ella cree haber echado raíces al tener hijos con el hombre de la gasolinera. Pero los hijos también le parecían extraños, herméticos. Y, si una madre no puede reconocer a sus hijos, ninguna identificación es posible.
Hay una imagen que se repite y que me gusta para pensar el hermoso edificio de palabras que es este libro: la ventana. Las fronteras son una ventana a la dificultad del traspasar. Casi todos los personajes se han asomado a alguna. Tantas ventanas hay, que es un ventanal todo, este libro. Esa frontera tan conveniente de la casa, que procura el paso de los vientos, nos permite aún adentro mirar el afuera, colocar allí la mirada. El signo cifra la ilusión del deseo. Jugar con el aquí-allá es jugar con el Yo-Tú. Son cómodas y seguras las ventanas; son terribles y ominosas, también. Dan al muro, a la abertura. Intentan comunicar el interior con el exterior. ¿Me pregunto, qué sería de este edificio con palabras sin esas ventanas, sin esos resquicios?
¿Cuál será la frontera más distante? Pudo haber sido Assiut, la ciudad de los muertos del último cuento de la colección “Raro es el pájaro que puede atravesar el río Pripiat”. Allí se narra, tras el fondo de música electrónica, el periplo de una mujer joven, un niño y un viejo hacia la promesa, esa tierra hermosa que organiza la ilusión del límite. Al llegar los personajes descubren que la promesa, para serlo, no puede cumplirse y Assiut se derrite como nieve en una mano; el destino desaparece como el pájaro en el cielo.
Tengo para mí que la frontera más distante es el blanco de la página frente a la escritora, el blanco de la pantalla que la asoma como una ventana a los ojos de un posible lector, de una lectora distante. Desde allí, como un gato con estilete, Cristina Rivera Garza atisba ese tú distante, para aruñarlo con estos cuentos dolorosos, fragmentados, poéticos, enigmáticos.
Acá, desde esta otra frontera, al otro lado del mar, yo como lectora, igual que el hombre del primer cuento que llora en el aeropuerto, “mantengo un silencio palpitante para invitar a la continuación de los relatos”, los por venir de Cristina Rivera Garza.
Una frontera es un lugar peligroso. Una frontera es sitiar el movimiento. Borde y centro a la vez, movimiento y quietud, una frontera es una línea delgadísima como palabras tendidas en la nieve que es la página. Divide la frontera. Sueña con acercarnos. Nos mantiene al vilo de la otredad. Frente a ella dejamos de ser uno. Todo deseo es, pues, la frontera. Pura promesa, la frontera nos ilusiona con tierra, lugar, familia, con ser otros. Echa raíces y se vuelve cicatriz, profundidad. Entonces nos marea.
La frontera más distante, último libro de relatos de Cristina Rivera Garza publicado por Tusquets Editores, se escribe bajo la promesa y el desafío de la frontera. Los once cuentos nos sitúan en el abismo que supone toda línea divisoria. La escritura, entre ellas. Narrados con la maestría con que la firma Rivera Garza nos convoca, estos relatos nos acercan a la línea divisoria, para dejarnos allí plantados, hurgando en su verticalidad. En conjunto proponen divisiones, repeticiones de la frontera fundamental y principal para el libro, Yo- Tú, como ecos que se continúan en las peripecias de estos personajes sin nombres. Lo hermoso del libro es que prima el respeto a la frontera, en cuanto figura intraspasable, intransferible. Todos los cuentos repiten la dificultad de situarse respecto al otro, ya sea un hombre que llora, un rehén, un nativo, un amante, un extraño, una familia, la ciudad de los hombres, la forajida que se adentra en el bosque huyendo de la ciudad y el forastero que la observa, un chef criminal, una desaparecida mujer china, un viejo que profetiza el destino, la detective.
Ya desde su primer cuento, “El rehén”, el libro nos sitúa en la región límite. Un hombre llora en una sala de un aeropuerto y desata el recuerdo de otro llanto masculino para la narradora. Nada más aterrador para ella que esas lágrimas trasgresoras de una ley casi bíblica: “los hombres no lloran”. Frente a ellas qué hacer sino ofrecer un vaso de agua, un reconfortante oído y un cálido relato a otro rehén que también llora. La casa materna, con sus pasillos, cuartos y laberintos se convierte en la estructura del cuento. Pero la casa es una cárcel de la cual hay que salir.”Soñaba con salir de ahí: soñaba con convertirme en la hormiga que por fin se pierde dentro de la grieta correcta o el pájaro que logra, por casualidad o convicción, zafar la pata del pegamento.”, nos dice la narradora (21). En este juego de historias, la casa que es sala de aeropuerto, cueva y pasillo es el estar siempre en la frontera esperando llegar o salir con “el dedo índice deslizándose por la pared que lleva al último cuarto” (16).
¿Será posible escribir al otro? Esa es la pregunta que organiza el cuento “Autoetnografía con otro”, el cual reflexiona sobre la posibilidad de la disciplina etnográfica, aquella que pretende traducir en escritura el mundo que desparece. De nuevo frente a la imposibilidad del borde, una etnóloga se apropia de un nativo y lo hospeda en su casa desafiando la ética académica. La escritura por excelencia sobre el otro - la etnografía- se vuelve disfraz para los textos del yo. Este cuento dialógico, imbricación de diversas hablas, de diferentes registros, de disímiles perspectivas disciplinarias, retoma una de las líneas más importantes de la escritura de Rivera Garza y recordemos sus anteriores libros Nadie me verá llorar y La muerte me da. Esto es el problema de la representación, pues el otro es un enigma y sólo una estructura narrativa dialógica podría atisbar la dificultad de asirlo.
El riesgo de asumir la frontera se presenta en el libro. A veces cruzar implica quedarse, desaparecer, ser absorbido por el mundo distante. Tal le ocurre a la periodista en el terrorífico cuento “La ciudad de los hombres”, obligada a hacer un reportaje sobre la ciudad masculina. Ella cruza esa frontera inabordable del género y tal como le avisa uno de sus habitantes: “Las puertas de entradas no van a ser necesariamente las de salida”(62). El costo del traspaso fue alto, la periodista se queda sin palabras, desaparece en esa ciudad mortífera.
La frontera en el libro es también una quebrada extraña, una cicatriz que se marca en el cuerpo. Aquí, ni el erotismo se salva de la grieta. A contrapelo de la idea mística del encuentro amoroso y lejos del erotismo de Bataille, se confrontan dos amantes que gozan sin encontrarse. Perturbador, el cuento propone que, ni aún en la escena erótica, el tú logra unirse al otro. Siempre hay una línea intraspasable en el forcejeo de los cuerpos. Así lo traduce el lenguaje: “Me gustaría verte otra vez, le susurró al oído. Me gustaría matarte otra vez, escuchó ella y le dio un largo trago a la taza de café. Sonriendo”. El intento de traspasar, de atravesar al otro implica literalmente devorárselo, matarlo.
De eso darán cuenta los relatos de ese personaje que se me ha vuelto entrañable, la detective. Cuatro enigmas: el cuerpo sin cabeza de “Simple placer, Puro placer”, la mujer sin mano de “Estar a mano”, la poeta asesinada en “El perfil de él” y la mujer china desaparecida en “El último signo” nos proponen el abordar al otro como un crimen. El cuerpo deseado es un enigma que termina en muerte. Tanto en los relatos como en esa espléndida novela de Cristina, La muerte me da, el singular personaje de la detective, mujer poeta y audaz lectora, intenta resolver las transgresiones sobre los cuerpos haciendo lectura poética de los fragmentos de los cuerpos, de las escenas macabras, de lo dicho entre palabras, de los perfiles, de los silencios. El límite mismo es la última frontera, la vida, y los cadáveres confirman la imposibilidad de poseer al otro sino es en la muerte. Pero incluso aquí el Yo se vuelve un borde insondable, como nos recuerda la narradora al hablar de la detective: “Estuvo a punto de dirigirse hacia ella cuando se dio cuenta de que no podía dirigirse hacia el lugar donde ya estaba” (175).
Frente a la frontera estamos siempre dislocados. Nunca logramos cruzarla verdaderamente. Sucede así en “Fuera de lugar” el cuento de una mujer varada en la frontera, sin combustible, en una estación de paso. Ella cree haber echado raíces al tener hijos con el hombre de la gasolinera. Pero los hijos también le parecían extraños, herméticos. Y, si una madre no puede reconocer a sus hijos, ninguna identificación es posible.
Hay una imagen que se repite y que me gusta para pensar el hermoso edificio de palabras que es este libro: la ventana. Las fronteras son una ventana a la dificultad del traspasar. Casi todos los personajes se han asomado a alguna. Tantas ventanas hay, que es un ventanal todo, este libro. Esa frontera tan conveniente de la casa, que procura el paso de los vientos, nos permite aún adentro mirar el afuera, colocar allí la mirada. El signo cifra la ilusión del deseo. Jugar con el aquí-allá es jugar con el Yo-Tú. Son cómodas y seguras las ventanas; son terribles y ominosas, también. Dan al muro, a la abertura. Intentan comunicar el interior con el exterior. ¿Me pregunto, qué sería de este edificio con palabras sin esas ventanas, sin esos resquicios?
¿Cuál será la frontera más distante? Pudo haber sido Assiut, la ciudad de los muertos del último cuento de la colección “Raro es el pájaro que puede atravesar el río Pripiat”. Allí se narra, tras el fondo de música electrónica, el periplo de una mujer joven, un niño y un viejo hacia la promesa, esa tierra hermosa que organiza la ilusión del límite. Al llegar los personajes descubren que la promesa, para serlo, no puede cumplirse y Assiut se derrite como nieve en una mano; el destino desaparece como el pájaro en el cielo.
Tengo para mí que la frontera más distante es el blanco de la página frente a la escritora, el blanco de la pantalla que la asoma como una ventana a los ojos de un posible lector, de una lectora distante. Desde allí, como un gato con estilete, Cristina Rivera Garza atisba ese tú distante, para aruñarlo con estos cuentos dolorosos, fragmentados, poéticos, enigmáticos.
Acá, desde esta otra frontera, al otro lado del mar, yo como lectora, igual que el hombre del primer cuento que llora en el aeropuerto, “mantengo un silencio palpitante para invitar a la continuación de los relatos”, los por venir de Cristina Rivera Garza.