para Lizette Cabrera Salcedo
La invasión y apropiación de un territorio exótico, que además traía el estigma de barbarie ligado al imperio de España en América, otorgó a los propagandistas de los invasores estadounidenses cierta licencia para escribir a sus antojos en la página en blanco de un lugar sin méritos. Sin embargo, la percepción de la isla como espacio virgen de iniciativas empresariales no hubiera dado pie ni a la invasión ni a las ambiciones de los hombres de negocios que acompañaron a los militares. En aquel tiempo las firmas de banqueros no jugaban, como ahora, a los dados. Los cónsules estadounidenses habían mantenido al tanto de las condiciones económicas y políticas del país a su gobierno y a sus empresarios. Las colonias de extranjeros domiciliadas en las principales ciudades mercantiles se relacionaban con comerciantes en azúcares de las ciudades del norte, que conocían bien el estado de la economía agrícola y la política proteccionista española, enemiga de sus propias colonias.
Se ha estudiado la
situación de la industria azucarera en Puerto Rico en el último tercio del siglo
XIX. De todas las causas de su encogimiento, la que menos se sostiene para explicar
la decadencia del negocio del azúcar es, quizás, la abolición de la esclavitud. Los
hacendados recibieron buenas, aunque tardías reparaciones, a cambio de la
manumisión de los esclavos. Otra de las causas señalaba la incompetencia de los
productores y la baja calidad del producto. En informes de la época, no se da la misma importancia a los
mercados como estímulo para la producción, la situación adversa impuesta por la
política española de aranceles y la imposición de tarifas de parte de Estados
Unidos.
Un informe sobre
factorías centrales publicado en 1882 recogió datos de muchas
áreas productoras. En el documento se destacaba la pobre
calidad del azúcar moscabada producida en Puerto Rico, incapaz de competir. Ademas, contenía los resultados de un estudio sobre las zonas productoras de
azúcar en las Antillas que eran colonias de otras potencias, e insistía en la necesidad de establecer una red de factorías para procesar el
azúcar sin refinar:
A propósito de
la pregonada abulia de los hacendados “de la provincia”, así como de la negrura
e impureza del azúcar producida en los ingenios locales, la historia registra
una fascinante y desdichada discrepancia: Leonardo
Igaravídez, marqués de Cabo Caribe, propietario de la Central San Vicente. El
personaje pudo haber figurado en la gran novela del capital que Tapia quizás
pensó escribir y dejó en el tintero cuando murió de un ataque de rabia en una
reunión de socios del Ateneo. Igaravídez personifica una visión de expansión
capitalista con raros -y arriesgados- destellos visionarios. Sobre él escribió un poeta
visitante; al estudio de su figura se ha dedicado fervorosamente algún
investigador de su pueblo, además de historiadores académicos. Parece haber una especie de culto en su región a la memoria de Igaravídez, sustentado en investigaciones documentales.
Se informa que su
padre era español y su madre puertorriqueña. Nació en Puerto Rico, fue senador en las cortes españolas, y recibió el título de marqués de Cabo Caribe. Fundó en tierras de su esposa,
viuda de un tal López, en Vega Baja, la primera factoría central de la isla:
San Vicente.
Entre 1878 y 1880 visitó San Vicente Carlos Peñaranda, periodista y poeta liberal español que entonces era funcionario de Hacienda en Puerto Rico. Peñaranda dejó en sus cartas puertorriqueñas la descripción de las instalaciones de San Vicente. La central contaba con su propio muelle en la ensenada de Cerro Gordo, y con medios de transporte privados: las goletas Hortensia y Laura y el vapor Enrique, nombres de los hijos de la esposa del propietario. El paisaje agroindustrial que describe Peñaranda vale por la foto panorámica que seguramente se tomó, y acaso existe, innombrada, en algún archivo, aguja en un pajar.
Entre 1878 y 1880 visitó San Vicente Carlos Peñaranda, periodista y poeta liberal español que entonces era funcionario de Hacienda en Puerto Rico. Peñaranda dejó en sus cartas puertorriqueñas la descripción de las instalaciones de San Vicente. La central contaba con su propio muelle en la ensenada de Cerro Gordo, y con medios de transporte privados: las goletas Hortensia y Laura y el vapor Enrique, nombres de los hijos de la esposa del propietario. El paisaje agroindustrial que describe Peñaranda vale por la foto panorámica que seguramente se tomó, y acaso existe, innombrada, en algún archivo, aguja en un pajar.
Ocupa la Central un punto equidistante de todos los
extremos de la dilatada vega, que semeja un vasto mar con sus rumorosas cañas
mecidas por el viento: desde las más distantes convergen al centro, donde se
cruzan, combinan y unen, numerosas redes de vías férreas, sistema Bass, que
oprimen diariamente, durante la zafra, pesados trenes cargados del riquísimo fruto.
Antes de llegar al molino pasan todos por encima de un aparato de romana, donde
dejan como tributo el curioso dato de su peso y el neto de la caña, adelantándose
después hacia la máquina. El salón de las máquinas ocupa 42 metros de frente, 17
de fondo y 15 de alto : su fachada principal da al Oriente: rodéalo por los
costados Norte y Sur el caserío reformado de la primitiva hacienda : en su parte
posterior se alza la robusta chimenea que expele la respiración de aquel
monstruo de hierro, mide una altura de 130 pies: un ferrocarril aéreo, que
parte del molino o trapiche en forma de herradura, cuyos extremos se unen luego
y forman una sola línea, conduce los wagones encargados de recoger el bagazo o
residuo de la caña, y llevarlo a sus almacenes: la caja de estos wagones es
giratoria en sentido lateral, lo que facilita en gran manera la carga y
descarga.
Las cifras subrayan el arrebato del cronista, pero el golpe maestro lo
provoca el blanqueamiento, o proceso de dar transparencia al cristal oscuro: “… depurada de
toda miel, que filtra a otro depósito exterior, lavada por el vapor, y seca y
compacta por la rapidez del aire que la despide con fuerza a las paredes
laterales del tambor, forma apretadas masas, y es conducida en andas de blanca
madera al almacén general, dando envidia con su pureza y transparencia al
cristal y a la nieve”.
Salvadas las diferencias del lenguaje lírico y el tono
maravillado, y sustituyendo el vapor por energía eléctrica, la de Peñaranda podría
ser una descripción de los trabajos de la central Aguirre en la primera década
del siglo XX. Aunque tampoco el pragmatismo yanqui se conformaba con relaciones
secas. El tono de exaltación, pavor y vasallaje ante la máquina podría ser un
tópico de las descripciones literarias del XIX. La inquietud
de Peñaranda y su reiterada devoción ante la máquina (“cree en Dios,
arrodíllate y ora, calla y admira”) es comparable a la inquietud del viejo Henry Adams, cuando describe la potencia del
imperio nuevo en su autobiografía The
Education of Henry Adams.
¿De dónde entonces, la nota pesarosa insistente en aquellos años posteriores a la abolición de la esclavitud, sobre la calidad inferior del azúcar puertorriqueña, sin refinar, en
lugar de señalar que las políticas tributarias y de aranceles de España, de
Estados Unidos e incluso la del libre comercio de Inglaterra, hirieron de muerte la industria azucarera de la isla? El
ejemplo de Igaravídez, marqués de Cabo Caribe y opulento dueño de aquella
factoría” (Peñaranda) podría estudiarse como caso típico de quien asume un
destino de independencia y grandeza incompatible con la fatalidad de la
historia.
Quizás Peñaranda doblaba como propagandista "de izquierdas", pues las
cartas, dirigidas a un poeta mayor, Ventura Aguilera, se publicaron en la
prensa madrileña. En todo caso, menciona que en los planes de Igaravídez figuraba un poblado de compañía gestionado por comunidades de obreros organizados:
Pruébanlo la
exuberancia de vida que allí se observa, los proyectos de dicho señor de fundar
un centro de población en escogido sitio de la vega, sus propósitos de formar
asociaciones obreras para construcción de casas, adquisición de tierras y otros
fines análogos destinados a promover el mejoramiento de la clase proletaria. La Central del
Sr. Igaravídez no es sólo una vasta ó magnífica posesión de un individuo
favorecido por la suerte; es la promesa de prosperidad para su comarca; es el
adelanto sobrepuesto a la rutina; es el talento venciendo a la impotencia; es
el renacimiento de la muerta industria sacarina en Puerto Rico.
Tanto el
entusiasmo del visitante como el presagio melancólico de Igaravídez de lo que
sería su suerte, se recogen en esta carta:
La noche del 6
era clara y hermosa: nos habíamos sentado en la galería exterior de la casa de
recreo Rosario, donde estábamos alojados; formaba nuestro techo un espeso emparrado,
entre cuyas movibles y anchas hojas se deslizaban furtivamente algunos rayos de
luna, que venían á alumbrar las tazas, prontas á recibir el aromático café y á
convidarnos á las delicias de los aficionados á esta semilla. Al destapar el
blanco azucarero para servirse, el señor Igaravídez, mostrándonos el
trasparente grano, no pudo menos de exclamar: «Sea la que fuere la suerte reservada
á las Centrales en Puerto-Rico, siempre tendré la satisfacción de haber sido el
primero en fabricar este azúcar en la Isla.» Noble frase que envuelve un mundo
de pasadas contrariedades, de presentes luchas y positivas y venideras
victorias.
San Vicente funcionaba
a capacidad cuando la visitó Peñaranda. No tardó en paralizarse. Requería
inversiones cuantiosas que el marqués no pudo afrontar, porque una producción necesita, desde el principio, mercados accesibles y suficientes. Tan ambicioso como idealista, Igaravídez adquirió más tierras de las que fue capaz de cultivar y se endeudó irreparablemente. No solo
se fue a la quiebra sino que fue a dar al calabozo. Allí firmó un documento
que podría llamarse, en léxico actual, un plan de reestructuración de sus deudas.
La realización
del sueño o la pesadilla de Igaravídez le correspondería a las centrales de
capital estadounidense. Los pueblos invasores no se interesan mucho en leer el paisaje de marcado por sus antecesores, y menos las desventuras de un empresario insensato. A juicio de los nuevos colonizadores, en la isla todo estaba por hacer. Henry De Ford, como el anciano del grupo de los cuatro inversionistas bostonianos, y custodio del
presupuesto del ejército, fue otro personaje en el relato de la incapacidad de los
hacendados criollos y el altruismo del capital estadounidense. Sabía, no
obstante, que todo el ingenio y la tecnología yanquis no levantarían la industria
sin la eliminación de los aranceles sobre las importaciones de azúcar a los mercados
de Estados Unidos, como antes hubiera sido necesaria la eliminación de los
aranceles españoles. También sabía que si querían allegar los capitales necesarios para reanimar
una industria que al estancamiento sumaba la desolación de un monstruoso
huracán, él y sus socios necesitarían el respaldo del gobierno de su país, el
mismo apoyo que no había sabido proporcionarles el estado español a los empresarios
cañeros de Puerto Rico. Además del respaldo que supuso para DeFord and Company la encomienda de administrar la nómina del
gobierno militar, la inclusión de la isla en el mercado de Estados Unidos, garantizaba la recuperación total de la inversión y
potenciaba ganancias. El puertorriqueño marqués de Cabo Caribe no contó con
acceso equitativo al mercado español. En Andalucía también se cultivaba caña de
azúcar.
Después de su
muerte, sus familiares heredaron el acoso de los acreedores. Tal parece que San
Vicente se fue despedazando y que sus solares se fueron repartiendo en litigios, a juzgar por
un recurso presentado por Julián Blanco, hombre capaz de redactar documentos
ininteligibles: “Recurso gubernativo establecido por don Julián
E. Blanco contra dos notas denegatorias de anotación preventiva puestas por el
registrador de San Juan de Puerto Rico al pie de dos mandamientos judiciales
expedidos en el juicio que sigue contra los sucesores de don Leonardo Igaravídez”. El arquetipo de un capitalista soñador de comunidades utópicas e inspirador
de poetas, titular de un marquesado puertorriqueño
llamado Cabo Caribe, nunca ha viajado bien las largas distancias que se enfrentan cuando desaparece la silueta de la isla en
el horizonte.
Barrio Cabo Caribe
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