miércoles, 12 de abril de 2017

Invasores




Robert Louis Stevenson en Samoa

para Julio Ramos

Escribir es abrir cicatrices, hurgar heridas, volver a cerrarlas, esperar que sanen de nuevo. La cicatriz que en Henry James dejaron las ciudades de su infancia deberíamos entenderla los puertorriqueños. Él las perdió una vez. Nosotros las hemos perdido muchas, no como el autor que deja un registro escrito de pérdidas, sino como quienes -de tanto vivir en  silencio- tuvieron que usurpar cuerpos de brujas y atravesar el ruido para comunicarse con sus muertos.

Inmigrantes italianos en Boston
En Boston, en 1904, un año antes de la muerte de William Sturgis Hooper Lothrop, Henry James escuchó voces de inmigrantes del sur de Italia. Aquellos acentos no eran los que su oído recibía en Venecia. Aturdido, interrumpió su paseo. Se prohibió  la entrada al Boston Athenaum, a los placeres de la biblioteca. Angustiado por la brutalidad de los edificios altos que iban remplazando las casas elegantes y austeras, James, cuyos huesos reposan en Cambridge, a unos pasos de Boston, no tan lejos de los huesos de los indígenas de Las Mareas, Puerto Rico, predijo algunos efectos secundarios de los rumbos globales del capital:
What prevails, what sets the tune is the American scale of gain, more magnificent than any other, and the fact that the whole assumption, the whole theory of life, is that of the individual´s participation in it, that of his being more or less punctually and most or less effectually “squared”. To make so much money that you won´t, that you don´t “mind”, don´t mind anything  - that is absolutely, I think, the main American formula.
James intentó cambiar la “fórmula” por el artificio de las culturas europeas. Condenó la prepotencia imperialista, pero no pudo ver en Londres lo que sí vio Joseph Conrad: una estación central en la ruta del saqueo de las riquezas de África. Como el hombre rico que no fue, prefirió levantar altares a la belleza trágica. En su país natal hubiera estado condenado a presenciar demoliciones.
Pienso en James y en Puerto Rico, donde vivimos bajo los efectos del imperialismo que le inspiraba pavor al artista. Tampoco han variado los nombres  de las familias adineradas criollas y de sus mayordomos. Se adhirieron al nuevo régimen del 1898 sin lealtad a la tierra y a la gente que les producían la riqueza. Pienso en nosotros y en James y, sin pretender hacer patria de manera deshonesta, pienso en el libro que sobre su Henry James escribió Nilita Vientós Gastón.
A la altura de la entrada al barrio Puente de Jobos, intentando dejar en el plato la mitad de una pizza, la dieta de lujo de los vecinos, pienso en Henry James y en Nilita Vientós Gastón. Las mesas de la pizzería, los mostradores y la pantalla del televisor brillan. En la pizzería de Puente de Jobos la higiene es un mandamiento. No sirven licores. La limpieza y la sobriedad son leyes de cristianos nuevos.


A Henry James le hubiera asombrado el libro que Nilita Vientós escribió sobre él. Me interesa imaginar la calidad de su asombro, qué hubiera pensado James sobre el libro que Nilita Vientós le dedicó. En algún día de buen sol, de paseo en automóvil con Edith Wharton por las afueras de París, Edith le mencionaría la muerte del pobre Frank Dumaresq. Henry hubiera recordado con un suspiro al pobre Frank. La última vez que lo vi, llevaba la muerte pintada en el rostro. ¿Lo has visto, en Londres, cómo no cruzó el canal para visitarme? No, querida. La última vez que lo vi fue en un lugar que mejor ni te cuento. Frank era un viejo melancólico. Y tú un viejo desconsiderado, Henry James, como se te ocurre no contarme tus lugares. Ese lugar no es mío, señora novelista.
De vuelta al piso de Edith, donde se hospedaba, a Henry se le ocurrió que no era justo que la mujer acaparara tantos lectores y que él tuviera tan pocos. Acarició el libro de Nilita sin abrir las páginas y le envió a la puertorriqueña una tarjeta de agradecimiento. (Eso hubiera hecho, sin duda. Si no le alcanzó el tiempo para hacerlo fue porque Introducción a Henry James se publicó cuarenta años después de la muerte de Henry).


Figurar como personaje en este libro sobre Aguirre, no le hubiera cruzado por la mente. Solo nos previó a los puertorriqueños en su sensibilidad lastimada por los obreros italianos, aquellos invasores del Commons, que en su visita de 1904 le impidieron recuperar una estampa de la infancia, el vecindario donde su familia residía antes de la Guerra civil. Para Henry los inmigrantes eran ilegibles, confusas series de gritos, de niños harapientos, de incomprensibles vidas cotidianas que intentaban reproducir en el Commons de Boston la algarabía de sus solares natales. Los imperialistas que asumían como un deber moral la posesión del mundo no habían anticipado las consecuencias: ser invadidos a su vez por las multitudes pobretonas y chillonas del mundo. Convenía volver atrás, no reconocer la proximidad de los migrantes invasores que mancillaban la democrática austeridad del Commons.
Llegué a Punta Pozuelo en 2016, después de viajar a Boston. También llegó del norte Henry James, en el mencionado año de 1904. Será invocado en las próximas líneas. No se ha descubierto aún la carta donde su editor le propuso que hiciera escala en una de las nuevas posesiones de los Estados Unidos, pero qué importa.

Alice Bacon Lothrop

La casa grande me impresiona incluso a mí, que la vi desde que era solo dibujos y planos, dice Alice. Parece una fortaleza. Alice es la esposa de uno de los accionistas propietarios de Aguirre. A su corta edad conocía mejor los países principales de Europa occidental que a su país natal, los Estados Unidos. Nunca había visitado una plantación sureña. En la veranda de la casa grande, Henry James, vestido de punta en blanco desde los zapatos hasta la chalina, se abanica con un patético sombrero de paja. Bebe por primera vez,  cautelosamente, a sorbos, un cóctel de ron con limón adornado con hojas de menta  escandalosamente abundantes. En Florida había sufrido la transformación radical del Sur poético en “an ugly, wintering, waiting world”. Quizás por eso le atrajo viajar a Puerto Rico, en busca de un auténtico nuevo sur, una extensión de la nación que, en el paisaje virgen y la lentitud de la vida, ofreciera un reencuentro con la placidez de los modales gentiles, la sociedad vegetativa de las señoras lánguidas. Él, que no había salido de dos continentes, que no viajó al sur del Pacífico, como sí lo habían hecho tantos de sus amigos, como sí lo hicieron Henry Adams y Robert Louis Stevenson, añoraba olvidar a los migrantes napolitanos alborotosos. ¿Por qué no hacer escala en una isla poseída por la alegría de bárbaros inocentes?

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