para Egidio Colón Archilla
A pesar del delirante aplauso que les habían
dedicado los lectores de The New Yorker, el primer libro de Micaela vendió
tan solo cinco mil ejemplares. Un trauma
para quien debe satisfacer no menos de cuatro mercados, además del gusto local de
esa nación llamada nuevapueblaistanbulyolkpostcataclismo. Cada vez que pasaba
frente a alguna librería reconstruida buscaba su libro en las mesas de remate. Fue
comprándolos como los abolicionistas de otra época en un planeta que era otro compraban
esclavos para liberarlos. Con los libros rescatados hizo una torre. Encima
colocó su queridísimo cactus batracio. Los libros y el cactus ocupaban un
rincón del apartamento, encumbrados en un altar de las desgracias de las criaturas
híbridas y malqueridas. Micaela se encargaba de amar el libro cada vez que
hacía sus ejercicios matutinos, de sonreírle y llenar con la luz de las palabras despreciadas sus órganos internos.
Algunos
críticos fueron clementes, pero el del New
York Times Book Review, además de acusarla de plagiar un viejo film de
Werner Herzog que ella nunca había visto, le sacó en cara digresiones
aburridas. El pecado mortal es perder la atención del lector. Algún efecto tuvo
la despiadada reseña en su ensimismamiento. Micaela se propuso escribir un libro irresistible. Leyó manuales de métodos y recetas para escribir novelas. Se
repetía que la ingeniería de la trama no es un capricho, sino la marca de un auténtico
narrador. Aprendió a desviarse sólo cuando el editor le pedía que añadiera peso
a sus libros. En adelante, con la regularidad de una menstruación de los tiempos de
una campesina sanota, Micaela producía una novela al año, grandes éxitos de
crítica y de ventas. La fórmula pegó cinco veces. El séptimo libro volvió a la
mesa de remate. Todavía le apestaba el fracaso. No entendía la decadencia de la
fórmula. La trama era perfecta. En los bajos mundos del metro de París, en la
parada de la ópera, un holograma minucioso del teatro original, habita el chozno del
fantasma aquél, casado con uno de los personajes secundarios de Mansfield Park.
Caníbales, vampiros ultra poli sexuales, coprófagos, carniceros, en fin “the works”.
– Culpa
tuya. Al crítico no le gustó el restaurante donde lo llevaste. Mi novela no era
peor ni más descabellada que la de Lin Ma y a él le dieron un Pulitzer. Además,
siempre escribí mejor que Junot Díaz, en eso estarás de acuerdo.
Nora la
miró con expresión de cariño. La muchacha era una marsopa gentil, pero cuando
bebía enseñaba los dientes. Sin personalidad abrasiva no hay escritura, y hasta cierto
punto tenía razón Micaela. Otorgar la razón al enemigo nos exime de luchas
innecesarias. Nora contaba con todo un refranero para explicar lo que valía la
pena explicar. Era humano cagar, follar, mear, parir y morirse. Era de nuevos
humanos follar, gozar y vivir para siempre. Hay tantas variables en una reseña
como en la historia. Por un clavo se perdió una batalla y el diablo está en los
detalles, pero en esa batalla había mil soldados, y algunos tenían úlceras estomacales,
otros mujeres o maridos infieles y otros amores imposibles y todos por igual pasaban
hambre. Las batallas no dependen de un clavo nada más y los críticos también se
deprimen de polvos frustrados y madres endemoniadas, pero sobre todo, del mal
dormir. La amargura del crítico del New
York Times Book Review nada tenía que ver con la comida. En lugar de invertir en un
decoroso restaurante francés lo había llevado a un lugar carísimo de menú
pretencioso, por no decir sin sentido, una fusión de haute cuisine vietnamita y
palestina. Además, la opinión de un crítico no es determinante. La opinión de
los lectores, ese monstruo de un millón de cabezas, generalmente obediente pero
impredecible cuando menos se esperaba su desobediencia, es veleidosa.
Micaela
había sido una máquina de ganar dinero, y esa máquina bien aceitada le había garantizado la vida. El agotamiento de los mercados forma parte de la lucha de
clases, para no hablar de la selección natural, mucho más ahora, desde que la
naturaleza misma perdió la guerra. Su caso no era extraordinario en los
escritores de éxito. Desde los veinte años había publicado una novela cada año,
siempre la misma, pero de apariencia distinta. Esa novela ya estaba a punto de
agotarse. Y el trabajo de Nora era la reinvención de lo evidente.
– Dichosos
ustedes los modelos híbridos, bebé, que tienen la capacidad de reinventarse. Sobre
todo ustedes, los híbridos étnicos. Quizás se agotó la vertiente vietnamita-palestina,
la franco-japonesa, y la paquistaní, pero hay un pueblo en tu sangre que no se
ha contado de la manera en que ahora quieren que lo cuentes.
–¿Qué
es eso de ustedes los étnicos? ¿Y ustedes? No hay nada más étnico que un
gefiltefish. Tú también procedes de un grupo étnico- respondió la niña con un
bostezo y entonación borrosa. Parece una borracha de cuadro de Hals, demasiado
gruesa, con los labios encendidos.
Nora no
se quedó callada.
–Y
aportamos a Mailer, Roth, Kafka, Woody Allen, Hannah Arendt, Babel, Spinoza,
Benjamin, la lista es infinita. Bastante tuvimos que chuparnos esa proyección
agónica. Sabes de lo que hablo. El mercado es racista, pero existe. Si no existieran
los nichos no se vendería nada, porque sería imposible distinguir un producto
del otro. Lo que existe, existe, lo que es, es. Mira, te dejo aquí un mensaje
del editor de The New Yorker. Quiere
que le contestes para establecer el rapport nostálgico de tus 18 años. Le
interesa que escribas un artículo de 7,000 palabras sobre el Plan Tenesí, quien
sabe con qué intenciones.
–Es el
mismo.
–Sí,
nada menos que el legendario enigma. Roger Cole. Ya no se deja ver. Tuvo un
accidente, dicen que quedó desfigurado. Es de esos hombres que rinden culto al
machismo existencial, un héroe de Hemingway en estos tiempos deprimidos. Con lo
que le pagan no puede hacerse una cara nueva. Por mí, después que haya alcanzado
cierto equilibrio vital puede ser un monstruo, siempre que no invada mi campo
visual. Parece que la fealdad le ha dado una segunda vida. Y está interesado en
ti. Me voy, tengo una cita, por supuesto lo que te comas va por mí, te aconsejo
que no devores toda la langosta de una sentada. Ah, y no dejes propina. ¿Te
fijaste en las uñas del mozo?
Y se
fue, bamboleando caderas, como la dueña del mundo.
Micaela
se quedó con el babero puesto. Leyó la nota de Cole sin entender, murmuró las
letras por separado. Con dificultad reconoció unas palabras sin que tuvieran
más resonancia que el recuerdo de la voz de una de sus abuelas, la madre de su
madre, la vieja que le dio su nombre. Nada de recuerdos, olores y sabores. Sólo
las letras, pasadas por la garganta de Abue, un timbre parecido al de otra de
sus abuelas: la abuela vietnamita.
P-u-e-l-t-o
J-j-r-i-c-o.
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