jueves, 9 de marzo de 2017

La fórmula (o el plan Tenesí)




para Egidio Colón Archilla


A  pesar del delirante aplauso que les habían dedicado los lectores de The New Yorker, el primer libro de Micaela vendió tan solo cinco mil ejemplares.  Un trauma para quien debe satisfacer no menos de cuatro mercados, además del gusto local de esa nación llamada nuevapueblaistanbulyolkpostcataclismo. Cada vez que pasaba frente a alguna librería reconstruida buscaba su libro en las mesas de remate. Fue comprándolos como los abolicionistas de otra época en un planeta que era otro compraban esclavos para liberarlos. Con los libros rescatados hizo una torre. Encima colocó su queridísimo cactus batracio. Los libros y el cactus ocupaban un rincón del apartamento, encumbrados en un altar de las desgracias de las criaturas híbridas y malqueridas. Micaela se encargaba de amar el libro cada vez que hacía sus ejercicios matutinos, de sonreírle y llenar con la luz de las palabras despreciadas sus órganos internos.
Algunos críticos fueron clementes, pero el del New York Times Book Review, además de acusarla de plagiar un viejo film de Werner Herzog que ella nunca había visto, le sacó en cara digresiones aburridas. El pecado mortal es perder la atención del lector. Algún efecto tuvo la despiadada reseña en su ensimismamiento. Micaela se propuso escribir un libro irresistible. Leyó manuales de métodos y recetas para escribir novelas. Se repetía que la ingeniería de la trama no es un capricho, sino la marca de un auténtico narrador. Aprendió a desviarse sólo cuando el editor le pedía que añadiera peso a sus libros. En adelante, con la regularidad de una menstruación de los tiempos de una campesina sanota, Micaela producía una novela al año, grandes éxitos de crítica y de ventas. La fórmula pegó cinco veces. El séptimo libro volvió a la mesa de remate. Todavía le apestaba el fracaso. No entendía la decadencia de la fórmula. La trama era perfecta. En los bajos mundos del metro de París, en la parada de la ópera, un holograma minucioso del teatro original, habita el chozno del fantasma aquél, casado con uno de los personajes secundarios de Mansfield Park. Caníbales, vampiros ultra poli sexuales, coprófagos, carniceros, en fin “the works”.
– Culpa tuya. Al crítico no le gustó el restaurante donde lo llevaste. Mi novela no era peor ni más descabellada que la de Lin Ma y a él le dieron un Pulitzer. Además, siempre escribí mejor que Junot Díaz, en eso estarás de acuerdo.
Nora la miró con expresión de cariño. La muchacha era una marsopa gentil, pero cuando bebía enseñaba los dientes. Sin personalidad abrasiva no hay escritura, y hasta cierto punto tenía razón Micaela. Otorgar la razón al enemigo nos exime de luchas innecesarias. Nora contaba con todo un refranero para explicar lo que valía la pena explicar. Era humano cagar, follar, mear, parir y morirse. Era de nuevos humanos follar, gozar y vivir para siempre. Hay tantas variables en una reseña como en la historia. Por un clavo se perdió una batalla y el diablo está en los detalles, pero en esa batalla había mil soldados, y algunos tenían úlceras estomacales, otros mujeres o maridos infieles y otros amores imposibles y todos por igual pasaban hambre. Las batallas no dependen de un clavo nada más y los críticos también se deprimen de polvos frustrados y madres endemoniadas, pero sobre todo, del mal dormir. La amargura del crítico del New York Times Book Review nada tenía que ver con la comida. En lugar de invertir en un decoroso restaurante francés lo había llevado a un lugar carísimo de menú pretencioso, por no decir sin sentido, una fusión de haute cuisine vietnamita y palestina. Además, la opinión de un crítico no es determinante. La opinión de los lectores, ese monstruo de un millón de cabezas, generalmente obediente pero impredecible cuando menos se esperaba su desobediencia, es veleidosa.
Micaela había sido una máquina de ganar dinero, y esa máquina bien aceitada le había garantizado la vida. El agotamiento de los mercados forma parte de la lucha de clases, para no hablar de la selección natural, mucho más ahora, desde que la naturaleza misma perdió la guerra. Su caso no era extraordinario en los escritores de éxito. Desde los veinte años había publicado una novela cada año, siempre la misma, pero de apariencia distinta. Esa novela ya estaba a punto de agotarse. Y el trabajo de Nora era la reinvención de lo evidente. 
– Dichosos ustedes los modelos híbridos, bebé, que tienen la capacidad de reinventarse. Sobre todo ustedes, los híbridos étnicos. Quizás se agotó la vertiente vietnamita-palestina, la franco-japonesa, y la paquistaní, pero hay un pueblo en tu sangre que no se ha contado de la manera en que ahora quieren que lo cuentes.
–¿Qué es eso de ustedes los étnicos? ¿Y ustedes? No hay nada más étnico que un gefiltefish. Tú también procedes de un grupo étnico- respondió la niña con un bostezo y entonación borrosa. Parece una borracha de cuadro de Hals, demasiado gruesa, con los labios encendidos.
Nora no se quedó callada.
–Y aportamos a Mailer, Roth, Kafka, Woody Allen, Hannah Arendt, Babel, Spinoza, Benjamin, la lista es infinita. Bastante tuvimos que chuparnos esa proyección agónica. Sabes de lo que hablo. El mercado es racista, pero existe. Si no existieran los nichos no se vendería nada, porque sería imposible distinguir un producto del otro. Lo que existe, existe, lo que es, es. Mira, te dejo aquí un mensaje del editor de The New Yorker. Quiere que le contestes para establecer el rapport nostálgico de tus 18 años. Le interesa que escribas un artículo de 7,000 palabras sobre el Plan Tenesí, quien sabe con qué intenciones.
–Es el mismo.
–Sí, nada menos que el legendario enigma. Roger Cole. Ya no se deja ver. Tuvo un accidente, dicen que quedó desfigurado. Es de esos hombres que rinden culto al machismo existencial, un héroe de Hemingway en estos tiempos deprimidos. Con lo que le pagan no puede hacerse una cara nueva. Por mí, después que haya alcanzado cierto equilibrio vital puede ser un monstruo, siempre que no invada mi campo visual. Parece que la fealdad le ha dado una segunda vida. Y está interesado en ti. Me voy, tengo una cita, por supuesto lo que te comas va por mí, te aconsejo que no devores toda la langosta de una sentada. Ah, y no dejes propina. ¿Te fijaste en las uñas del mozo?
Y se fue, bamboleando caderas, como la dueña del mundo.
Micaela se quedó con el babero puesto. Leyó la nota de Cole sin entender, murmuró las letras por separado. Con dificultad reconoció unas palabras sin que tuvieran más resonancia que el recuerdo de la voz de una de sus abuelas, la madre de su madre, la vieja que le dio su nombre. Nada de recuerdos, olores y sabores. Sólo las letras, pasadas por la garganta de Abue, un timbre parecido al de otra de sus abuelas: la abuela vietnamita.

P-u-e-l-t-o J-j-r-i-c-o.

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