La ciudad letrada: institucionalización de
la capital colonial
Si la ciudad del mito y la leyenda, uno de
los lugares de la memoria colectiva, cuenta ya con varios siglos de existencia
a fines del siglo 18, la ciudad letrada, ágora abierta a la libre expresión de
sus ciudadanos y sede de instituciones, apenas comienza a sustentarse en el
siglo 19. Es una ironía que el producto de un acto de violencia oficial
signifique la introducción del instrumento de la cultura letrada:
La más antigua empresa editora que funcionó
en el país lo fue el propio Gobierno de la colonia, el cual, bajo el mandato
del gobernador don Toribio Montes, determina en 1806 la expropiación de la
imprenta que trae consigo en dicho año un refugiado francés de nombre Delarue y
dispone su inmediato aprovechamiento y organización funcional, como dependencia
directa del Gobierno....
El primer director de dicha imprenta, el
gallego Juan Rodríguez Calderón, no perdió la oportunidad de publicar un
poemario propio, Ocios de la juventud, y fue ese según Rivera de Alvarez, “el
libro de mayor antigüedad que se sepa hasta la fecha que haya salido de prensas
en Puerto Rico”. Sobre este personaje
contrabandista de negros, versificador cortesano y empresario inescrupuloso,
cuenta Tapia una anécdota que contiene los elementos de una novela. Rodríguez
Calderón desembarcó en Filadelfia con un cargamento de esclavos “y pasó o trató
de pasar los negros en carros cubiertos por aquel estado”. Sorprendido por las
autoridades, se salvó por un pelo de la horca y regresó a Puerto Rico, donde
escribió un poema que merece leerse, pues incluye tópicos que persistirán en
los cantos a Puerto Rico de Gautier Benítez:
No se ven en tu tierra
Los reptiles mortíferos fatales,
Cuyo tósigo encierra
Los más funestos males;
Y que en el Continente
Son el más inminente
Peligro del pacífico aldeano...
Tras las guerras de independencia en
América Latina, las Antillas españolas, salvo en breves y accidentados períodos
liberales propiciados por los regímenes constitucionales de la Península, se
vieron sometidas a un régimen autoritario que Betances caracterizó con la frase
siguiente: “España no puede dar lo que no tiene”. Si en la misma España no
llegaron a desarrollarse plenamente las instituciones civiles de la burguesía y
la clase obrera, en las colonias el irracionalismo totalitario fue llevado a la
desmesura. La práctica de la censura, que documenta Tapia en sus Memorias,
adobó el caldo nutricio de esa ciudad letrada, comparable a una marisma
alucinante de la cual surgió y en la cual se hundía ocasionalmente como un
castillo de espantos. Sin embargo, favorecidos por la institucionalización que
exigía la política de desarrollo impulsada por la metrópoli desde el siglo 18 y
el surgimiento de una clase de profesionales letrados que soñaban con sus
propias instituciones, se fundan algunos espacios culturales como la Sociedad
Económica de Amigos del País, además de librerías y pequeñas editoriales.
Rivera de Álvarez menciona en su recuento de estas últimas a la Tipografía
Fraternidad, fundada en 1821 por Julián Blanco, abuelo del periodista y político
del mismo nombre. Le siguen a lo largo del siglo la imprenta y librería de
Dalmau (1836), denominada luego imprenta de Gimbernat y Dalmau, de cuyas
prensas sale en 1843 el primer Aguinaldo puertorriqueño, colección de
narraciones y poemas escritos por “hijos del país” y peninsulares. A partir de
1857, el viejo taller de Dalmau se convierte en la Imprenta y Editorial de
Acosta, y es ahí donde se imprimen, con la colaboración del escritor y
tipógrafo Pascasio Sancerrit, los Almanaques aguinaldos que se publican hasta
1880, a los cuales se suman los trabajos de erudición del propio Acosta,
incluyendo su edición anotada de la Historia geográfica, civil y natural de la
isla de San Juan Bautista de Puerto Rico, de Abbad y Lasierra. Ya para esa
época se distinguía el establecimiento de González, luego Imprenta y Librería
de José González Font, con un extenso catálogo de publicaciones, entre ellas
todos los libros de Alejandro Tapia que se publicaron en el país.
Digna
de atención es la editorial hermana del semanario satírico El buscapié, fundado
por Manuel Fernández Juncos en 1877.
Empresas pequeñas como ésta consolidaban gestiones y mecanismos para la
creación, producción y distribución del libro. La editorial de El buscapié, por
ejemplo, publicó y promovió en forma de libro los artículos de sátira social
del mismo Fernández Juncos (Costumbres y tradiciones) previamente difundidos en
el semanario, además de libros de otros autores y de la Revista Puertorriqueña.
La cultura del libro comienza a
manifestarse con renovado ahínco en el último tercio del siglo, sobre todo a
partir de 1870, cuando se permite la fundación de los partidos políticos en la
isla y ciertas manifestaciones, siempre frágiles, de libertad de expresión. En
1876 se fundó en San Juan el Ateneo Puertorriqueño, institución posibilitada
por una estrategia de los partidos metropolitanos que inevitablemente repercute
en la vida cultural de Puerto Rico. Ya no era posible justificar un despotismo
absoluto tras el crecimiento de las fuerzas liberales que llevaron a la breve,
pero influyente gestión de la Segunda República española, aunque no fuera
completa la concesión de libertades, pues siguieron vigentes las facultades
omnímodas y quedan en el subconsciente colectivo los compontes ejecutados contra
el Partido Autonomista en 1887, más aplastantes que la represión siguiente al
Grito de Lares en 1868.
La fundación del Ateneo es un hito en la
institucionalización de la cultura letrada: facilita la apertura de un espacio
civil para una actividad intelectual que hasta entonces había subsistido
amarrada por la censura, desde el exilio o desde el clandestinaje, impedido su
desarrollo por la ausencia de un sistema de instrucción pública que no
alcanzaban a subsanar los establecimientos privados, entre ellos la escuelita
del maestro tabaquero y alfabetizador Rafael Cordero, situada en la calle Luna,
bajo un trozo de cielo que Tapia bautizó cariñosamente “el cielo del maestro
Rafael”.
La importancia del Ateneo fue valorada por
el más destacado de los presidentes de la institución en esta primera época,
Manuel Elzaburu, traductor de poetas franceses, abogado, ensayista e
investigador. Conocedor de Talleyrand y estudioso del método positivista para
el estudio sistemático de las sociedades y las artes, Elzaburu señaló en una de
sus conferencias que entre 1831 y 1876 se habían publicado en Puerto Rico
alrededor de cien libros. En contraste, durante la primera década del Ateneo,
de 1877 a 1886, aparecieron publicados en el país 155 libros, lo que Elzaburu
atribuye en buena medida a las conferencias, sesiones literarias y certámenes
auspiciados por la institución, amén de la biblioteca que ya empieza a formarse
y que cuando se publicó su primer catálogo en 1897 constaba de más de mil
volúmenes. Hombre visionario
precisamente por su conocimiento del momento histórico que atraviesa la isla,
describe con cuánto pesimismo fue acogida la fundación del enclave libresco:
El objeto al que hemos querido dedicar
nuestra actividad es el interés más grande de hoy en los más cultos pueblos de
la tierra... eso podemos decir a los que protestan la dureza del clima para
ocultar su falta de vigoroso aliento; eso podemos decir nosotros que hemos
emprendido esta obra para nuestra cultura, según se nos decía, anticipada, para
nuestro estado de atraso, inverosímil, para nuestro suelo, según se nos
apuntaba, exótica, y la hemos visto nacer, y vemos cómo se aclimata y subsiste
con esperanzas de larga vida...
El
interés en rescatar el terruño mediante las herramientas del conocimiento
científico demandaba la constitución de acervos, prácticas y normas académicas
en un país desprovisto de academias y amparado en el clandestinaje del
contrabando y la jaibería política. La gestión del Ateneo, aunque vigilada por
las autoridades censoras, significó, no obstante, la expresión institucional de
la cultura letrada criolla, y por lo tanto la reducción del nomadismo precario
que hasta entonces la había caracterizado, al potenciar la apertura pública del
espíritu erudito, hasta entonces limitado prácticamente a la compilación
documental de la Biblioteca histórica de Tapia y los trabajos de Acosta. No es
accidental que una de sus gestiones iniciales haya sido premiar la primera
bibliografía puertorriqueña, compilada por el mayagüezano Manuel María Sama.
La mirada retrospectiva desde la ciudad
letrada echa los cimientos de una visión patriótica, tanto en el discurso de
adhesión superficial al orden de la colonia expresado por los liberales
reformistas como en el de los criollos independentistas. Exponente del primero
es toda una familia de poetas, los Benítez. María Bibiana Benítez, la matriarca
del núcleo familiar, es autora de un curioso ensayo teatral donde la fantasía
mítica vence al dato histórico de la invasión de los holandeses en 1625. Lo
notable es que el reconocimiento del héroe criollo Amézquita, funciona como una
especie de escritura en palimpsesto, disminuyendo la carga explosiva de la
expresión de una identidad local bajo ostensibles manifestaciones de lealtad a
la Corona española:
Ya mi pecho está calmado
Y tan sólo queda en él,
La imagen querida y fiel
de mi Amézquita adorado.
Mañana vendrá el instante,
el instante, sí vendrá,
en que mi patria será
Puerto Rico la triunfante.
Sí, Amézquita, ya me enseña
su eterno buril la Gloria
que en ti principia la historia
de la tierra borinqueña.
Alejandrina Benítez, sobrina nieta de María
Bibiana y madre de José Gautier Benítez, es la otra lírica que, en unión a Lola
Rodríguez de Tió, configura la primera trilogía de mujeres poetas notables en
la historia literaria puertorriqueña. Existe una continuidad entre la escasa
obra de Alejandrina y la poesía de su hijo, evidente en el poema en prosa
“Canto a Puerto Rico”, donde la poeta se aproxima a la ciudad nostálgicamente,
como si lo hiciera desde un exilio impreciso, adelantándose al tono acuciante
que marcó lo mejores momentos de Gautier:
¡Blanca
ciudad que te elevas de las ondas como un cándido lirio de los frescos prados!
¡Perfumado oasis de verdura, que pareces colocado por la mano de Dios entre las
revueltas olas, para recordar al navegante la tierra prometida después del
azaroso torbellino de la humana existencia!
Fue precisamente Gautier el poeta por
excelencia de la ciudad en el siglo 19 y uno de sus máximos mitificadores. Si
bien el tópico del jardín del edén llega, como la viruela, con los
conquistadores, la variante insular criolla se forja en la literatura del 19,
particularmente en la escritura de Gautier, que incita, en su constante
aproximación de los términos isla/mujer virgen, a una lectura sentimental del
paisaje, donde se oponen las virtudes de la naturaleza y de la paz civil a los
“peligros” de la vida ciudadana y las revoluciones. No olvidemos que en vida de
Gautier la imagen y el nombre de la isla se confunden con los de la ciudad; en
todo caso ni la una ni la otra se han
contagiado con el ritmo de la urbe “moderna”. Aunque en la visión gauteriana de
la capital colonial resuene el eco de cierta calma voluptuosa, no asoma en ella
el denso cuerpo de la masa fascinante que sirvió de tema a Baudelaire y de musa
a la moderna poesía urbana. La ciudad de Gautier es un recinto cerrado e
incorruptible; virginal, en suma:
Puerto Rico, patria mía,
la de blancos almenares,
la de los verdes palmares,
la de la extensa bahía;
¡Qué hermosa estás en las brumas
del mar que tu playa azota,
como una blanca gaviota.
dormida entre las espumas!
Gautier
escribió sus más sentidos versos a la ciudad patria desde el exilio, durante
una breve estancia en Madrid. Textos importantes de la literatura
puertorriqueña se han escrito en esa situación de distanciamiento apasionado.
Ausentes de la isla escribieron Hostos, Lola, Betances y Antonio Cortón en el
siglo pasado, el mismo Tapia en ocasiones y el “excéntrico” Luis Bonafoux. Las
transformaciones provocadas por los movimientos migratorios de este siglo,
profundizan aún más esa dimensión a un tiempo cosmopolita y comprometida con
una reapropiación de los orígenes a través de la literatura.
No importa que el escritor hable desde el
exilio o en la isla, conviene destacar dos tendencias de la literatura
puertorriqueña en su relación con la ciudad. Por una parte la óptica
idealizadora que representa la lírica gauteriana, cuyos tropos rebasan el
tiempo histórico para fijar una presencia mítica de la ciudad patria como
Arcadia tropical. De otra, el humor negro de la sátira, corriente que puede
rastrearse a la citada carta de López de Haro, y que invierte la anterior al
ser un reflejo paródico de la imagen de la ciudad jardín. Un texto de Tapia
suscribe esa visión caótica de la ciudad:
“Esto aconteció con la pobre Sanjuanópolis.
Supóngase el lector que la situaron en un islote largo y estrecho como no sé
qué, sin agua corriente y sin más espacio que el que podía necesitar allá en su
origen; y para mayor desgracia suya, eran tales los asaltos de corsarios y
otros enemigos extranjeros, que hubieron de considerar los vecinos de antaño,
como salvación, las murallas con que se vieron precisados a cercarla.
....
(Cuando) veía disputarse y pujar como en
subasta para llevarse una destartalada habitación, cual si se tratase de una
mansión olímpica, porque no había casas; etc., etc., concluyó por decirse:
“Pero, señor... ¡Qué diablo de ciudad es ésta que todo lo tiene: pulgas,
sabandijas, zánganos, patios húmedos, agua de aljibes, (sucios hoy, mañana
secos), letrinas horribles, focos de infección y de otras cosas, y no tiene
casas?”
El loco de Sanjuanópolis presenta un corte
transversal de la típica casa capitalina, con los zaguanes, plantas bajas y
corrales habitados por familias obreras y las plantas superiores por familias
de clase media, a la vez que revela los prejuicios de una clase letrada que,
intentando establecer diferencias a pesar de la miseria y la necesidad que le
pisan siempre los talones, deplora “esa mescolanza de clases tan desacertada,
en que los de abajo no mejoran y los de arriba pierden”.
Pareja intención satírica anima los
artículos y crónicas de Federico Asenjo, Fernández Juncos y algún escrito de
Manuel Alonso. Extremista de la sátira, Luis Bonafoux levantó un avispero con
la publicación de “El carnaval de las Antillas”, un artículo cargado de racismo
que, sin embargo, comprueba, sin proponer sus virtudes, la fuerte presencia
africana en la vida social de la ciudad y que por eso mismo ofendió a los
liberales, propulsores de una puertorriqueñidad distante del espíritu de
Cangrejos:
“La gente que allí se dice de color celebra
asimismo el Carnaval, teniendo el baile un lugar preferente en las diversiones
de aquellos danzantes que nacen con la pierna derecha en actitud de bailar y
mueren con la pierna izquierda en idéntica actitud.“
Para Manuel Fernández Juncos, fundador de
la Revista Puertorriqueña, una de las publicaciones literarias más cosmopolitas
del diecinueve insular, la nostálgica evocación propia del cuadro de costumbres
criollista queda desplazada por la ironía volteriana como instrumento de
crítica ante las absurdas situaciones del subdesarrollo, ejercicio del
periodismo literario que ya entonces estaba arraigado en un recurso cotidiano
de los puertorriqueños: enfrentar la violencia y la insensatez con la lógica
del humor.
Fernández Juncos describe vívidamente los
hitos de la ciudad y su vida social: la Plaza de Santiago, hoy de Colón, lugar
de tertulia en los intermedios del vecino teatro y escenario de juegos
infantiles; el inexistente o ya entonces desaparecido Jardín Botánico en el
Paseo de la Princesa; el Teatro Municipal, que lleva el sello característico de
la época en que se construyó, descrito como lo haría en su libreta de apuntes
un curioso e impertinente viajero:
“Puerto Rico.—Teatro.—Edificio en forma
antigua y particular, término medio entre convento y fortaleza, que ofrece a la
vista del observador el caprichoso conjunto de una gran jaula con honores de
polvorín”.
Como una mole igualmente marcada por la
ideología de sus edificadores, pero corrompida además por la decadencia moral
de sus ocupantes, caracteriza Federico Asenjo una de las estructuras oficiales
que rodean a la Plaza de Armas:
“En esto de edificios públicos tengo yo una
opinión un tanto estrambótica; figúraseme que son como la parte física, que se
resiente del estado moral en que se encuentran las Corporaciones que los
ocupan. Allá tienes la Intendencia, o sea la Casa del Tesoro Público. Esbelta
fachada del orden compuesto, pero que, en el abandono y suciedad en que se
encuentra se asemeja a uno de esos ricos arruinados que conservan los raídos
trajes de su pasada opulencia.”