lunes, 6 de octubre de 2014

San Juan en la literatura (5): entre siglos


 
 
En la última década del siglo 19, se regionaliza la vida política y cultural del país en su dimensión antillana. Desde Cuba, donde vivió exiliada, escribe Lola Rodríguez de Tió, a quien Rubén Daríollamó “hija de las islas”, sus versos más celebres, si exceptuamos la letra del himno nacional. [1]  Por otra parte, tras la invasión de las tropas estadounidenses en 1898, se consolidan los lazos de intercambio comercial y cultural con el Norte y la inevitable resistencia del pueblo invadido, centrada tanto en la ininterrumpida fábrica de la cultura popular como en la gestualidad de los sectores letrados, promotores de un iberoamericanismo cultural evidente en los discursos grlorificadores de una “raza” latina abocada a la extinción o a prevalecer ante la pujanza avasalladora del nuevo imperio anglosajón.
El ojo del viajero se manifestó, en la crítica coyuntura de entre siglos, en abundantes testimonios sobre la ciudad. Uno de los más pintorescos, ubicable como el de López de Haro, en los registros de la maledicencia literaria, es el del periodista José Olivares, redactor de un monumental panorama en dos volúmenes Our Islands and Their People:
San Juan has never been accredited with any such degree of commercial importance as is enjoyed by other local municipalities of half her proportions. Aside from the slight political haze which will periodically hover about her gubernatorial edifices, the first disturbing element that was ever known to mingle with her drowsy atmosphere was when two of Sampson’s thirteen inch shells simultaneously entered the city, one of which knocked a corner of Morro castle, while the other rent an unsightly chasm in the stuccoed facade of her regimental barracks. It took all this to arouse the city from her prolonged siesta, and then she merely turned over and went to sleep again.[2]
 
La tendencia del discurso de Olivares se manifiesta en una fábula alimentada por la propaganda de guerra, que el autor intercaló en sus impresiones, afirmando que se la había narrado un residente de la capital. Es el breve relato de la desgraciada hija de un noble español, a quien su padre castiga encerrándola en un calabozo cuando la “princesa” se enamora del hijo del pirata Barba Negra. No menos tachonado de imágenes mil y una nochescas, si bien más inteligente y atento en su registro minucioso de la vida cotidiana y de las costumbres de las mujeres de la burguesía, es el testimonio de Margherita Arlena Hamm.[3] 

Tras los vistazos de los cronistas del Norte, a fines de la primera década del siglo 20, pasó una temporada en Puerto Rico un fabulador del Sur, José Santos Chocano, poeta peruano que rivalizó por su dramática proyección de bardo continental con la figura de Darío, al menos en la estima de sus contemporáneos. Su visita corresponde a su amistad con Llorens Torres y a las relaciones americanas de este último como editor de la Revista de las Antillas. Llorens le publicó al prolífico vate un libro dedicado a San Juan, donde curiosamente reaparece la imagen de la bella cautiva idealizada por el gringo Olivares:
Noble ciudad, que yaces encantada
firme con el vigor de una promesa
un castillo ante el mar cuida tu entrada
como un dragón guardián de una princesa.[4]
 
La ciudad en compás de espera: para unos, pendiente del aldabonazo libertador de los “caballeros de la raza”; para otros, de la entrada en una modernidad tecnológica, establecida al amparo de derechos e instituciones calcados del Norte; la ciudad de entre siglos, en fin, es el escenario de varias novelas admirables por la precisión con que sitúan la realidad de la ciudad y sus suburbios. Un Santurce parecido al que Tapia había descrito en La leyenda de los veinte años es el escenario de Luz y sombra, publicada por la líder feminista y polígrafa Ana Roqué. Aunque las novelas de Carmen Eulate Sanjurjo se sitúan en ciudades españolas, comparten con las del modernismo latinoamericano una ambientación citadina, amén de minuciosas descripciones de la vida social y doméstica como escenario de tragedias modernas, donde la fatalidad del carácter ocupa el lugar del destino. Afín, aunque más ambiciosa en su inclusión del gran teatro de las clases sociales, es Vida nueva, de J. Elías Levis, una historia invadida por los tópicos del determinismo en voga y ambientada en los suburbios santurcinos, con escenas vivaces de las barriadas y chalets de Santurce, el hipódromo y las tiendas del “casco” de San Juan:

En la esquina de la calle, un caserón pintado de amarillo levantaba su espalda de cuartel sobre el laberinto de casas humildes. Un vocerío inarmónico, golpes, gritos, lloros, carcajadas, torbellino de cosas humanas, lanzaba por sus puertas la mole de madera. Era un hacinamiento de carne, apretado, oprimido allí, en aquellos cuartuchos a lo largo de los balcones. La ropa chorreando agua se balanceaba sobre los cordeles y el sol hundía su luz hasta las camas. Alguna vez un acento de cólera dominaba el eterno murmullo; era la disputa, el grito, la frase como un rayo trotando hiriente, salvaje. De aquella atmósfera donde latía el vaho de la carne y el mal olor de los trapos brotaba de pronto un murmullo solemne, interrumpiendo el sonar de las guitarras, las locas carcajadas y el lloro de los chiquillos desnudos que corrían a lo largo de los balcones con el rostro manchado, lleno de pringue. Era el rezo, el último tributo al que se va, sorprendido por el cansancio de la vida.[5]
...
Toda la brillante exhibición tras los cristales le produjo un malestar extraño. Los bellos abanicos, los chales, los perfumes, la enloquecedora riqueza, los brillantes, los trajes, las ricas telas, los enormes sombreros cuajados de flores y lazos; la fiebre a los elegantes abrigos en la última moda, toda la incitante exhibición del Paris Bazar, Las Novedades, González Padín y la Casa Géigel. A lo largo de la calle de San Francisco la gente se agrupaba en las aceras. Una lluvia menuda de invierno reflejaba sobre el empedrado los chorros de luz que brotaban de las tiendas, y los tranvías eléctricos pasaban con los cristales salpicados por la lluvia, mientras la lámpara de la cabezota iluminaba el agua fangosa que se hundía con estrépito en las cloacas. [6]
 
Otro novelista contemporáneo de Roqué y Levis, Ramón Juliá Marín, escribió una ambiciosa novela mural que recoge los primeros efectos de la migración de puertorriqueños hacia Hawaii y la vida social en un pueblo de la isla, además de abordar el choque entre las antiguas tradiciones de la hacienda patriarcal y la economía de la máquina, traduciendo, de paso, a la literatura puertorriqueña, uno de los tópicos de la literatura europea de la urbe industrial: la ciudad como reducto antinatural dominado por industrias donde habitan monstruosas máquinas deformantes.

Estas novelas conforman una literatura social y socialista, con el oído puesto en las realidades urbanas, que además encuentra un eco en la literatura de la metrópoli; baste mencionar una novela contemporánea de La gleba: The Jungle, de Upton Sinclair, aplastante denuncia de las condiciones de trabajo en los mataderos de Chicago. En este panorama internacionalista de las primeras décadas del siglo, cuando se plantea una relación nueva entre la ciudad, sus pobladores y el entorno, evocadora de una nueva economía del paisaje, cabe recordar al escritor cubano puertorriqueño Pablo de la Torriente Brau, nieto del historiador y sociólogo Salvador Brau, y al “transplantado” Alfredo Collado Martell, cuentista, periodista y poeta, hijo de padre puertorriqueño y madre dominicana.




[1].Cuba y Puerto Rico son
De un pájaro las dos alas
Reciben flores y balas
Sobre el mismo corazón...
¡Qué mucho si en la ilusión
Sueña la musa de Lola
Con ferviente fantasía.
¡De esta tierra y la mía
Hacer una patria sola!
[2].Olivares (1899): (257)
[3]. Hamm, Margherita Arlina. (1899)
[4]. José Santos Chocano. “La ciudad encantada”. En Franco Oppenheimer. (1972): 239.
[5]. J. Elías Levis. (1910): 155
[6]. Ibid.: 172

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