De un
puñetazo feroz hunde las teclas de la Underwood. Se tuercen como patas de araña
sorprendida. El hombre se abochorna. Acerca la mano violenta a la estufa de
carbón agazapada a la izquierda de la banqueta, cerca de la pierna que más le
duele.
El
aire del ático congela el grafito de los lápices. Es una habitación larga y
estrecha; helada en las madrugadas de mayo, humeante de calor en julio.
Reorganizada para abrir un espacio habitable sin perder la función de depósito
de sobrantes familiares, sigue repleta de baúles, cajas de cartón, muebles
desencolados, álbumes de fotos, marcos.
El
escritorio da frente a la ventana del este. La luz de una luna enorme entra por
ella. Alarga la sombra del conducto de la chimenea fría que oscurece la pared
del sur y rebota de un lado a otro con la alegría de un encuentro de duendes.
Sobre la pared del oeste el rayo de luna alumbra las caricaturas de un padre
proveedor y una madre desprendida.
El
hombre reacomoda las teclas de la maquinilla con el cuidado de una tejedora que
desenreda sus hilos. Abre una gaveta del escritorio, saca un forro plástico y
la cubre.
Mientras
se levanta sin enderezar la espalda, apoyando las manos en los bordes de la
banqueta, se enamora del crujido de sus huesos. Está vivo, le asombra esa alegría
intacta. La asocia con el orden de los libros. Él escribe libros porque olvida
quién es cuando escribe. Ha tatuado tantas páginas que con ellas podría
empapelar la fachada de la casa, los troncos de los árboles, las aceras que
bordean las calles del vecindario. Si las alineara una tras otra en una vereda hacia
los humedales del río Passaic y de ellas se desprendiera una balsa de letras
flotantes para sortear mares, llegaría a un país que es otro planeta, ese que
solo se deja empapelar en la oreja de un poeta loco o en imágenes mercantiles
de plato de porcelana decorado con aguas rizadas.
Fue
un ay estremecedor seguido de gemidos como aquellos que parecían brotar de las
paredes de la casa vieja, situada unas cuadras al sur de la casa del ático
helado en las madrugadas primaverales. En aquel tiempo, en aquella otra casa,
el padre salía al pasillo y escupía una orden seca a los demonios. Gritaban por
las bocas de un animal de tres cabezas: la abuela que olía a sustancias
anteriores al cine y a los automóviles, incrustadas en el pelo decadente; el
tío Godwin, un monstruo que se comió las cadenas y Raquel, escapada de la cama
del marido para sumar su coro de voces parásitas en créole y en español a la
explosión de aullidos que de pronto daban forma a un verso en francés o en el
inglés vetusto del tiempo de los lagos donde se ahogaban las letras de otros
poetas y los niños abortados de sus amantes. Ese inglés cristalizado en la dicción
de un actor, nieto de otro actor de los años de Byron y, como una salpicadura a
un tiempo deslumbrante y vulgar, en la lengua de la abuela. Cuando Raquel, la
abuela y el tío soltaban sus demonios, en las iglesias de Rutherford se
encerraban los hombres de Dios. Entonces la voz del padre se imponía como
cuando su cuerpo, el del padre, asimilaba tortas de hormigas en las junglas
nicaragüenses con el mismo estoicismo que toleraba el exceso de pimienta en la
carne de res cocida con papas sobre arroz blanco y habichuelas coloradas que
almorzaban puntualmente en el angosto comedor de la casa vieja.
Aquella
noche lejana el padre impartió el latigazo de una orden y las voces regresaron
a la oscuridad de los cuerpos. Él no ha practicado mucho el arte del látigo,
fuera del destilado inútil que supuran los rencores literarios. En cambio es un virtuoso de la nalgadita seca. Ha
asistido en miles de partos, ha sobado los culitos de miles de recién nacidos
agarrados por los tobillos. Casi siempre golpea las teclas de la Underwood con
nalgaditas dulces. De su voz no sale el grito autoritario del padre.
En su
diario vivir, cuando escribe, porque es posible seguir escribiendo en el mundo
de los animales cuando completa las rondas diarias llevando en el maletín el
estetoscopio, las pinzas y las gasas, es solar como un hijo alimentado de
obediencia. Años atrás ocupó el espacio del ático para pulir sus letras en el
silencio de la medianoche. Y ahora, ante sus ojos, el empapelado de rayas cruzadas
se ha convertido en alambre de púas.
Desfallece
como se quedan mustios y blandamente asquerosos los párpados de los pollos
muertos. El abismo de la locura de la madre no da señales de cerrarse. Lo
persigue al lugar más alejado de la casa.
Baja
la escalera estrecha, entre la pared del lado del sol naciente y la pared del
cuarto de Raquel, con un paso medido que se opone al desgreño de los gritos,
cuidándose de no añadir ruido, como un marido que llega tarde y no quiere que
su mujer lo huela. Como si el olfato de un cuerpo que has invadido fuera un
demonio resistente al jabón desinfectante de los hoteles de sábanas gastadas.
Ya en el rellano del segundo piso, donde están los dormitorios, lo espera
Florence cruzada de brazos, en bata y chinelas: el traje de gala de Florence.
No quiere mirarla ni entrar en conversaciones sensatas con esa pizca de rabia
que se muerde el rabo. No quiere mirarla y recordar que ya es el día señalado
para entregar a su madre. Va al encuentro de la otra mujer de la casa.
Se
mete de perfil en el dormitorio. Cuando sus rodillas tocan el borde de la cama
de pilares la vieja se alza como la ha visto desde que era un niño: el torso
enarcado, los brazos al aire, la carita sudorosa, el pelo blanco erizado. Él
sabe que despertarla bruscamente le hace daño, y que una inyección de nembutal
la adormecería. Despertaría atontada, más sumida en un lugar que nunca será la
hoja que habitan los saludables, los humanos normales, sino boqueando en aquel
pantano donde se hunde y al cual, alargando la mano hasta el cuello del hijo,
pretende llevárselo. Vuelve a recordar el grito autoritario del padre, el
hombre que, si no supo quererla con la vehemencia que tanta fuerza reclamaba,
sí tenía una forma resistente de cuidarla y un protocolo de comportamientos
domésticos. Ante el cuerpo de la madre, un conocimiento que no es tanto
decisión como fascinación lo empuja hacia el método que el viejo le disputaba a
las curas parlantes del Dr. Freud.
–¿Quién
habla? ¿Quién eres?
Quejidos,
contorsiones. Se le acerca sabiendo que una vez escuche la voz del hijo no
correrá peligro de muerte. No confía en el hijo, pero al médico que hay en el
hijo lo respeta. Moja en Agua de Florida el pañuelo que carga como un mecánico
de automóviles en el bolsillo trasero del pantalón y se lo pasa a la vieja por
las sienes. Ella manotea su rechazo, él aprieta el pañuelo, dejando caer una
gotita del perfume en los ojos desorbitados con una delicadeza cruel que lo
compensa un poco de estar atado a los caminos del infierno.
La
vieja grita su espanto de ojos lastimados. Él le refresca las sienes con el
pañuelo. Acerca una oreja. Cree escuchar la palabra casa. A veces piensa que ya
es imposible recibir una imagen viva de aquel cuerpo contemporáneo del
nacimiento de la poesía moderna.
Escuchar
y ver son hábitos. Y apuntar. Suele llevar los bolsillos llenos de papeles. El
padre de Florence le regalaba resmas de papel donde imprimir sus libros, pero
este tesoro de papelitos es solo suyo. Echar a la basura un papelito equivale a
despreciar a los humildes. Por más que los hubieran destinado a la esclavitud
de los recibos, al dorso estaban en blanco. El dorso puede ser tabla de
salvación. Un dorso en blanco puede salvarle la vida a un poema. Incluso
prefería anotar en papelitos abocados a la basura. Le parece demasiado solemne
el cuaderno de apuntes, casi tan almidonado como T. S. Eliot, el poeta que ha
detestado con lealtad de enemigo. Esos
cuadernos que le regalaban sus pacientes, esos que solo usaba cuando se
encontraba fuera de casa representando el papel de poeta.
Desde
que la vieja se volvió más huraña, al regreso de aquel verano en la costa, se
perdieron las máscaras de la palabra. Desde las cartas que se habían cruzado
antes de la muerte del padre, cuando él era un pobre estudiante de medicina y
ella una mujer todavía deseosa, no habían cambiado los roles. Él se dedicaba a
consolarla con descripciones apresuradas del día y declaraciones de que estaba
dispuesto a ser, más que hijo, hermano y amante. Ella se dedicaba a dejarse
adorar y a expresar que el mundo, salvo París y algunos parajes de Mayagüez,
era una porquería. Pero años después la mano temblorosa de la madre solo servía
para pedir dinero con que pagar los impuestos, pagarle al carpintero y
encargarle remedios con nombres de botica. Pies hinchados, sordera. Rota la
corriente brava de palabras el médico y su madre se enfrentan como dos barajas
en un páramo. Cuadradas, unidimensionales.
Él
sabe de palabras, él no cesa de intentar consolarla con palabras. Su
aprendizaje fue aquella casa de voces dolientes. Pero las madres no necesitan
que los hijos hablen. A las madres no les interesa escuchar a sus hijos. La
madre sabe que los hijos no son del padre. Los hijos son suyos. Si son varones
alargan el dominio de ella, porque el padre ausente no tiene más dominio sobre
sus hijos que el otorgado por la madre. El médico reconoce, a veces, en sus
propios desamparos, que siempre fue el hijo de las mujeres de la familia. A la
madre ni siquiera le interesaba que el hijo conservara sus palabras. Solo quería
seducirlo, arrebatárselo a las artimañas de la otra seductora de la familia. La
abuela. La madre sabe lo que se trae entre manos el hijo. Una trampa. El hijo
quiere escribirla, no porque la quiera, eso siente la madre, sino para poder
quererla. Porque el hijo solo quiere lo que le sale de los dedos a las teclas.
El destilado de su insufrible vanidad de optimista.
Se
sienta en el borde de la cama, acaricia el pelo de la vieja, mira hacia el
esqueleto gris del arce del jardín. La luna llena ilumina sus ramas. La madre
solloza, habla con los ojos cerrados. Podría maldecirlo como maldicen otras
madres a los hijos crueles. Pero Raquel no es capaz de olvidar el empaque de su
dama interior. En un escenario teatral no sabría interpretar la fragilidad de
una desvalida común. Es una reina expulsada de su reino y sabe cómo pesar cada
palabra con una intensidad que la poesía del hijo envidia. Recoges mis palabras
como si fueran muestras de excreta, le dice la vieja, que ha liberado en su
locura senil un sentido grotesco de la vida. Y lo mira con los ojos bien
abiertos, sin parpadear, con la esclerótica dominando el centro del terror, con
aquel desprecio que le mostraba de niño, ante sus insuficiencias. Cuando él se
le acerca a tomarle el pulso, ella se levanta sin esfuerzo y le planta en el
oído un beso ruidoso y frío.
Entonces
la inyecta. Despertará tarde, a las diez, cuando él se tome un receso de sus
pacientes para subirle el desayuno y las medicinas. Desayunaría solo con Floss,
quien entendería que el tema de la madre no forma parte del cereal y las
ciruelas frías, de las citas, de los pacientes, de la limpieza de la casa, de
la decisión inaplazable. Porque ese mismo día entregará a su madre cuando los
del asilo vengan a buscarla. Regresa al ático y escribe: Gracias a dios por la
poesía viva. Es el único motivo de satisfacción.
En la
calma loca no es posible escribir más. El aire no circula. Se siente niño en el
refugio del ático. Le avergüenza, como en otros momentos de debilidad, la
ambientación pueril. La idea de morirse de repente, sin antes recoger sus
juguetes. Ha decorado las paredes con cartulinas: avisos de exposiciones,
tarjetas postales con vistas de París o del campo inglés, enviadas por el poeta
loco –¡cabrón, aquí es donde tendrías que estar!- . El poeta loco nunca tuvo
problemas de identidad con su nombre. Era hijo de una millonaria y de un
aventurero. Ezra Pound. En el apellido llevaba la raza. En cambio, ¿qué raza
lleva el nombre de William Carlos?
El
ático es el lugar de la locura femenina, pero para William Carlos, que es mujer
solo en parte, es la habitación propia que rescató y mantiene gracias a su
trabajo. Mientras él escribe sus hijos combaten con nazis, fascistas y
japoneses. Matan para dejar de matar. Abre la ventana que da al jardín, se
consuela saludando las ramas altas del arce, respira el aire frío. Se toma el
pulso. Ya es tarde para alargar la parte negra del día en los comienzos del
siguiente. Se acuesta en el piso, mirando el árbol. Era joven cuando compraron
la casa y aún se ve menos gastado que él, porque no se enfrenta con la misma
urgencia al placer y al espanto.
Desde
aquellas noches fue la poesía de Carlos. Nació vestida de terrores. Le ha
costado, cuando escribe, deshacerse de esa carga de palabras. También ha pagado
el precio de la compasión que le inspira la música de las palabras débiles,
como esos gatitos enfermos que exigen la vida que no merecen. Anota palabras,
no podría dar un paso sin llevarlas a la tinta. Desconfía de la facilidad,
desconfía del oído hecho a la medida de la voz del padre. Persigue una poesía
que no se contenta con ser lo radicalmente hermosa que es, como si el cuerpo
más agraciado del mundo no se resignara a la belleza y prefiriera vestir
andrajos.
Él no
quisiera saberlo, pero sabe que la madre, ese cuerpo desordenado por los
espíritus, también es lo más cercano al contacto poético, el olor a mortaja que
despiden ella y los apuntes secos.
Carlos
se propuso anotar las voces de cuanto le rodea: de las casas de los pobres en
sus cortinas, pisos sucios, vasos rotos, olores e infamias; de las flores cuyo
suelo nutricio ha visto desaparecer ahogado por desperdicios industriales que
tiñen el río de colores venenosos, a lo largo de una vida que ha tenido el pie
del nacimiento por allá lejos, cuando no existían ni la luz eléctrica en cada
hogar ni los automóviles que ahora lo transportan casi a la velocidad con que
lo invaden las palabras. Pero hay voces invencibles y también ha sabido
dejarlas en paz, como a veces decide no recomendar cirugía a un viejo
incurable. La poesía nueva es antigua, dice incorporándose con alivio y
volviendo a sentarse en la silla, volviendo a desenfundar la maquinilla. Coloca
los codos en el escritorio y la barbilla en las manos cruzadas. Te engañas si
crees que no podrás escribir una línea más.
(Del primer capítulo de Raquel en Rutherford, novela inédita)
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