No recuerdo la primera vez que vi el mar de Pozuelo, pero desde entonces no he dejado de volver. Llego mediada la tarde, o cuando se anuncia el crepúsculo y las siluetas de los troncos encallados y los animales se atomizan en el resplandor de un sol que encandila antes de ahogarse en el horizonte. Aquella tarde todavía la luz del declive no turbaba la serenidad del mar. Andaba con la más vieja y mansa de las perras que me acompañan cuando voy a Pozuelo. Nos acercamos a un recodo donde el agua se arremolina en los arrecifes, replicando la cercana bahía, y al doblar la curva vimos al hombre alto, moreno, mayor, que es dueño de la casa cuya verja se aleja unos metros de la orilla. Está con dos niños, cada uno tiene su caña de pescar. El hombre se dobla para que lo oigan. Supongo que les explica cómo tirar la línea. Los niños, pálidos, como si vinieran de una ciudad donde se siente el invierno, la lanzan más allá de los arrecifes. Se deja oír el sonido de barajas cortadas de la línea que se desdobla. Son parientes, quizás sus nietos. Pasan las vacaciones en la isla. El sonido de la línea lanzada no muy lejos, por bracitos débiles, me recuerda un día de pesca con mi hermana, sus hijos y mi hija en el lago Pinchot, cercano a Gettysburg, de aguas verdosas y recortadas. El recuerdo es hoy, de cuando escribo esto, porque cuando me acercaba al hombre y a sus nietos mi hermana no había muerto, y yo no pensaba en ella.
La perra guardiana de la casa del hombre – la llamo Monstruo- empezó a ladrar con la agresividad histérica, farsante, de los perros domésticos. Yo sabía que Monstruo no lo es tanto porque en otras ocasiones me había cruzado en la playa con el hombre que paseaba con ella y con una perra más pequeña. La pasión defensora se relaciona con la protección del espacio donde los perros caseros guardan sus cosas, sus olores, las sombras de sus amos, los celajes que nuestros ojos no perciben, los filos sonoros que el oído humano jamás escucha, pero que para ellos están presentes, sin posibilidad de ser confundidos, amenazantes.
El hombre encerró a la perra, que siguió ladrando tras la verja de la casa. Se me acercó sin la cordialidad de otras ocasiones. Yo había interrumpido con torpeza injustificable su momento familiar, la tradición paterna o materna de enseñar a los más chicos los movimientos de la pesca. Entonces, sin premeditación, le pregunté por los cadáveres. Recuerdo su respuesta, el gesto de mirar al mar como si le costara mirarme al pronunciar lo evidente: “santería, eso es santería”. Aquella otra tarde, la del encuentro con los cadáveres, no habíamos tropezado con gente en la playa. Suele ser una playa solitaria, y el mar sucio, siempre agitado, impresiona más por el estruendo de las olas gigantescas que chocan en la orilla que por la serena belleza de las tonalidades del agua. No me interesa tanto el mar como la resaca. La playa de arena gris es un escaparate de formas simples o torcidamente monstruosas, un cementerio de pedazos coralinos. Cuando en otros lugares es otoño, en la isla son los meses en que el mar "se limpia". Escribo esto en un mes de octubre. Entre la marca de la espuma y la franja de la playa se amontona el sargazo, en estados que varían entre la guirnalda pulposa, con redondas frutitas minúsculas, hasta el enjambre reseco que produce su descomposición.
El día en que le pregunté al hombre por los cadáveres y el hombre, sin mirarme, dijo santería, la playa estaba limpia de sargazos y el aire cristalino. Yo le había contado que unas semanas atrás, tarde en la tarde, me distraía “espiando ” la arena, con el mar solo de fondo sonoro, cuando vi las manzanas y las margaritas. Alrededor de ellas la arena estaba lisa, pulida, y el agua estiraba los pétalos y daba brillo a las frutas, dejando siluetas de espuma. Lo que vi después, en el recodo que está justo antes de la casa del hombre fue un animal grande, blanco cuadrúpedo. La pelambre mojada le daba un aire triste, de niño atacado por la lluvia, más triste que su cuerpo decapitado. La cabeza no estaba cerca del cadáver, ni en los alrededores visibles. Una sensación igualmente incompleta y absurda, el no poder precisar qué había sido aquel cuerpo despojado. No había huellas de sangre, lo que distinguía más al animal de los restos de un cuerpo que alguna vez tuvo vida, y lo acercaba a la percepción de un peluche maltratado. Empezaba a hincharse. Me alejé ante el espanto, no era posible acercarse un paso más, ver los detalles del tronco cercenado, el miedo de que la perra mansa que me acompañaba recordara un mundo de razones salvajes.
Al retroceder me di cuenta de que habíamos pasado, sin verlas, junto a dos gallináceas grandes, blancas, decapitadas. No había rastros de sangre. No olvidó las patas encogidas asociables a los pies de las mujeres orgásmicas de ciertos grabados japoneses.
“Santería”, dijo el hombre, cuando le mencioné los cadáveres decapitados que alguien había abandonado allí, tan cerca de su casa. Se me ocurrió preguntarle qué pasaba con los cuerpos en descomposición, si los devoraban los animales realengos o los pájaros de rapiña. Añadí que aquello era un falta de respeto, una desconsideración para los vecinos y paseantes. Él no me miró cuando dijo que eran restos de sacrificios realizados en altamar, y que las olas los arrastraban a la orilla. Él había enterrado algunos. Meses más tarde me comentó un amigo que dejar cuerpos en la playa es un disparate y una afrenta al mar, pues el mar es el origen de todo. Además, la diosa del mar no gusta de gallinas, sino de patos.
Los cadáveres de las ceremonias, las frutas, son frecuencias anteriores a los vecinos que construyeron en la zona marítimo terrestre y a sus perros domésticos que se distinguen de los sarnosos perseguidos, y que cuidan los olores de las casas que a veces huelen a sangre de aves y mamíferos. Me ha tocado en suerte encontrar los restos de un misterio. La sangre ausente de los animales sacrificados ocupa el lugar que le es propio, como privilegio de unas fuerzas semejantes al insomnio que raya en la locura, tan desorbitadas, que no aceptan ofrendas vegetales.
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