Un mes después
La
anatomista abre el cuerpo del difunto y descubre la prótesis que sostenía las
pulsaciones del corazón. Alguien que escarba, desnuda, pone al descubierto la
relación amorosa (amor conflictivo) entre el marcapasos y una de las células
del corazón, la máquina corazonada y la célula presa de sus deberes. De igual
manera lo más oculto en la espesura de un paisaje social, de una sociedad
natural, queda al descubierto por acción de vientos huracanados e inundaciones
feroces.
Ha pasado
un mes y el monstruo ya es un recuerdo borroso en nuestros alrededores. Los
árboles que conservan una punta de raíz reverdecen. Los troncos reverdecidos
sin ramas parecen poodles recortados. Hay mucha miseria cercana, clandestina, pero
aunque ha pasado un mes más allá de nuestros alrededores y de una excursión a San
Juan, no hemos visto imágenes de los pueblos
distantes, que en otro país, liberado de las escalas de una isla pequeña, serían casi inmediatos. Más imágenes deben haberse visto en Moscú. Sin leer un periódico, porque al centro del
pueblo llega uno que se distribuye gratis y un compueblano emprendedor, como
los que nos pone de ejemplo la ética de la libre empresa, los recoge (se los roba dirán algunos no creyentes
en la libre empresa) y los vende. Vivimos a la sombra, recluidas en formas de
vida comparables a las de aquellas prisiones legendarias que se construían en
islotes rodeados de océanos feroces. Las horas regidas no por la voluntad de
quien tiene acceso a la luz artificial, sino por el reloj del sol y por el
clima – poco sol, mucha lluvia, en el mejor de los casos sol con ventiscas de
polvos del Sahara– sin mensajes, confiando en que las cartas que hemos enviado
por correo no irán a parar al cementerio de cartas atrasadas que narró García
Márquez.
Vivir así,
expulsadas del mundo que llegaba a los aparatos receptores, ilustra, mejor que
la maestra más elocuente, la subjetividad del tiempo, la realidad del peso
mortal de la vida natural, que con desdén despacharon la ciencia y el
humanismo. Se olvidará, por desgracia, lo que hemos aprendido: la insignificancia
de los paraísos cibernéticos para gente pobretona. Restablecer la internet al
estado anterior a la primera ráfaga de la tormenta, antes de que cayeran las
mil torres que se han tragado las selvitas de la isla. La solución de cubrirnos
como a vacas yermas con los globitos experimentales de Google vale para una
campaña de ventas de la Iglesia Fuente de Agua Viva.
Paso el día
buscando dónde cargar la batería de la computadora. Recojo cuentos, cariño, a veces antipatía. A
toda hora se compite por los enchufes del estadio municipal, donde han
instalado a lxs funcionarixs de FEMA y una cafetería que ofrece desayunos. Hay mucho que contar.
La rutina cotidiana
debe parecerse un poco, porque tan grave no es, a la vida que va despertando en un territorio después de una batalla.
Desespera saber que
estamos encadenados, a merced y capricho de funcionarios incompetentes y casquivanos
y de la metrópoli que engendró los moldes que produjeron a esas especies de
zombis insulares.
Me consuela
pensar el día en forma de las estaciones de un libro de horas, acomodarme a la
luz y a las tinieblas con instinto de gallina madrugadora, y saber que pude
haberme muerto sin pasar por esta inmersión en una realidad semejante a las
circunstancias de la inmensa mayoría de las sociedades humanas, cuyo tiempo,
por ser muy pobres, se les va en gestionar los medios de vida que les infunden
el aliento que tendrán que invertir en gestionar al día siguiente los medios de
vida esenciales, en un circulo agotador con, quizás, algún tiempo muy breve
para el arte, la alegría, la fiesta.
Una minoría ha decretado que
es posible vivir felices si se accede a una conexión rápida de internet, ese
grado cero que hasta ayer no más se evadía del peso de los cuerpos. Ahora los
cuerpos buscan “señales” del cielo, siempre inestables, pues sustituir las mil torres
va más allá de la tarea mecánica. Acaso en los análisis de costos y beneficios
de las compañías no vale la pena volver a instalarlas, en vista de las
caravanas del éxodo y la misteriosa cifra de cadáveres. Se desconoce la cifra
de muertas y muertos. Ante tantos cadáveres desvanecidos, la senadora de
Massachusetts, Elizabeth Warren, ha pedido un informe de muertos. Es Antígona.
En Estados
Unidos transmitieron noticias que en la isla no vimos, real news, fake news y
variaciones. En nuestra comarca, entre ratas portadoras de plagas, miles de
casitas destechadas, hospitales y morgues sin energía, no vimos esas imágenes.
Intentar escapar
del calabozo que es la isla presidio (más ensimismada que nunca) es deber de la atrapada. De manera que escribo
esto para publicarlo dentro de un año en el blog, como aquella mujer que
escribió las coordenadas de su encierro con su propia sangre en una piedra
(jamás faltan piedras en los calabozos primitivos). La prisionera lanzó la piedra
hacia la playa, a través de un hueco entre los barrotes de la celda. El mensaje
cayó a los pies de un pescador que no sabía leer. El hombre acumuló toda una colección de
piedras escritas. Pasó el tiempo. Una de las hermanitas del pescador aprendió a
descifrar letras y a leer la escritura de las piedras. A saltos y gritos
sacudió al pescador: “nuestra madre está presa, si queremos salvarla vamos,
rápido”. El pescador miró el montón de piedras escritas con sangre desvaída y
quemó la cartilla de la hermanita, para que olvidara las letras que solo traen locura
y desdichas.
Dos meses
Setenta días después nuestro estado no es ya de resignación, mucho menos de paciencia sino de indiferencia e incluso de algo parecido a la arrogancia. En casa no tenemos planta generatriz de gasolina, pero los vecinos sí. Algunos han instalado placas solares. Ya no se juntan a la orilla del camino en espera de que pase algún militar de Estados Unidos para saludarlo y que vea que algunos hablamos inglés, y que somos simpáticos y simples y agradecidos. Ya no miramos a los ociosos brigadistas de Cobra y de Whitefish. Son invisibles
(Continuará)