La niña Juana vivía con una de sus hermanas y dos sobrinitas llamadas Carmen Lidia y Anita. Eran niñas, las tres eran niñas, Juana tenía diez años y las nenas cinco y seis.
La mañana del día en que se las arrebataron llovía. No había ido a la escuela por cuidarlas mientras la madre de las nenas trabajaba en el despalillado de tabaco. Estaban sentadas en los escalones de entrada a la casita, tres palos clavados entre dos tablas de madera sin cepillar. El padre de las nenas, Trinidad Vega, se las arrebató. Si en vez de robárselas las hubiera reconocido y amparado, Carmen Lidia Vega Díaz y Ana Vega Díaz le hubieran dado nietos.
La mujer legal del padre las odiaba, las obligó a trabajos forzados, sin alimentarlas. Habían muerto de un hambre llena de enconos, no me toques, tití, ella tenía diez años, no me toques que me duele. Por eso no pudo abrazarlas para que se fueran calientitas a la muerte, por eso la herían las voces finas y hambrientas, un daño incurable padecido sin rezongar. Hasta que Sebastián le cerró los ojos tras una enfermedad que se la llevó en un santiamén.
A fuerza de luchas y cariño Juana aprendió a sonreír de vez en cuando. En veintiséis años de matrimonio él le había cumplido casi siempre, perdiendo noches, enganchando carros averiados en la carretera, transportando pasajeros en las madrugadas, sometiéndose a dos asaltos, recibiendo a cambio de vivir al revés de los cristianos un tiempo sobrante, desconocido para la mayoría: las horas vastas y nocturnas donde florece el conocimiento.
Acababa de cumplir dieciséis años cuando su tío tocó a la puerta del cuarto que compartía con Juana, le pasó las llaves del camión de remolque y con ellas el legado de sueños y demonios del turno entre la media noche y las seis de la mañana. Esta es tu matrícula en la universidad de la vida, había dicho el viejo, con razón. La carretera no tiene mucho que envidiarle a los libros, como no sea el abrigo de un techo. Los libros necesitan cubiertas y paredes, son perros falderos del celo doméstico, pero en la carretera se aprende tanto como en los libros, sin más cobija que la peligrosa compasión de las almas en pena.
En la costa caribe de Puerto Rico la isla es botín de marineros enloquecidos que pescan en la orilla, de barcos que se evaporan en el horizonte, de ondas radiales clandestinas. Sebastián nunca había cruzado la frontera de salitre, pero había aprendido a fugarse de la isla inventándole un significado a los retazos de continente que naufragaban en sus costas. En los llanos que bordean la autopista se abre una rendija por donde se meten las frecuencias radiales de Isla Margarita, Martinica, Bogotá, Santo Domingo y los Andes, mezclando noticias de los juegos de los Tigres del Licey con boleros barrocos (le gustaba la palabra barroco, su sabor a mascadura de tabaco), esquelas de señoras que un siglo atrás, en pilas bautismales de capillitas de barriadas añosas, recibieron nombres como Cayetana y Tecla y discursos majestuosos, más parecidos a las despedidas de duelo pronunciadas por los letrados del pueblo que a las zanganerías de los políticos insulares. Aquellas palabras, aquellas canciones, además de obligarlo a imaginarse de oído cómo serían las calles, parques y funerarias de países que nunca visitaría, le habían abierto los poros del alma. En la carretera el niño solitario se hizo hombre.
Transcurría su primer año de camionero remolcador cuando un incidente lo convenció de que lo vivido hasta entonces era tan real como la identidad de una mujer de quien sólo se ha visto la cara. Donde terminan los llanos la autopista sube y baja acariciando el contorno de las montañas, refugios de hierro en los cuales se pierde la comunicación con Isla Margarita y Bogotá y aparecen otras puertas, como la del tramo donde algunos viajeros se estacionan para recoger agua de un chorro que nace en un bosque de yagrumos y helechos arborescentes. En ese bosque vivió una mujer piadosa que llegó a la isla misteriosamente, en el aluvión de un naufragio de santos o de sueños, hace más de un siglo. Sobrevivió en los montes, comiendo menos que las sobrinitas de Juana. Ella no le deseaba mal a nadie, era resistente a la muerte, sanaba enfermos y casaba parejas, pero detrás de cada criatura generosa se arremolinan otros espíritus, algunos sensatos, otros inquietos.
Acercándose a aquel sector en una noche de luna llena, Sebastián había sentido una mala corazonada, agravada por el feroz lustre plateado de los árboles. Nunca había visto una luz tan nemorosa (otra palabra dulce, como la piel de Juana). Lo que descubrió no podía ser un avatar de la santa sino una de esas criaturas en pena, errantes por el universo y por lo tanto diabólicas, según los hermanitos. Bañada en gotas de agua había un alma en la carretera, sólo una. La vio desde el pelo hasta los intestinos, sin poder asegurar que se le revelaba algo más que la temperatura que dejan en el aire los cuerpos al pasar. Vestida de blanco comunicaba un dolor sin dobleces. Sebastián frenó y se golpeó con el cristal del parabrisas. Quedó boquiabierto, con un tajo sangrante en la frente, hasta que llegaron los guardias a eso de las seis de la mañana. Los oyó hablar a lo lejos, como el enfermo que se recupera lentamente de una anestesia.
Éste la vio. Tranquilo, muchacho. Te graduaste. La próxima vez que pases por aquí, persígnate. Si se te acerca y se acomoda en el asiento del pasajero, no te asustes ni la mires. Le gusta azorar, pero no irá más allá del próximo peaje.
Eso había dicho Torres, el más viejo de los guardias. Recordaba que lo subieron al carro patrulla y que estaba temblando y que Torres le dio un café desabrido. Torres era viejo de verdad, tenía un diente de oro, de esos que se usaban antes para ostentar. No volvió a verla, aunque la recordaba cada vez que volvía por aquellos lares. Pasaron los años. Vendió el remolque para comprar la licencia del taxi. El viernes santo de 1999 respondió a una llamada al filo de la media noche. El pasajero, un hombrecito frágil de lentes gruesos, lo esperaba sentado sobre una maleta inmensa en una curva de la carretera. Sebastián le abrió el baúl para que guardara la maleta, levantando la palanca localizada bajo el asiento sin moverse del volante. De inmediato vio que a su lado suspiraba una mujer pálida y desnuda. Se atrevió a mirarla sin tapujos. Ya había muerto Juana y su hija Ana del Carmen sabía cuidarse y cuidar al nieto.
Cuando el pasajero se le acercó notó su turbación y se rió con tanto sarcasmo que Sebastián se apeó del carro, abrió el baúl, empuñó una llave inglesa, exacerbado el mal humor por la maleta que despedía un olorcito a basura fermentada, y agarró al hombre por el cuello. Sin dejar de reírse, el otro le explicó que la mujer rondaba el sitio donde años atrás lo había asesinado a él, su amante. Entonces desapareció dejando las huellas de su podredumbre en las manos del chofer que acababa de estrenar las ganas de matar. Sebastián detuvo el automóvil a un lado de la carretera y se echó a llorar. Cree que desde ese momento se le reveló algo. Los sentimientos se contagian, tanto las matanzas como las ganas de hacerle caso a la vida responden a la lógica microbiana de las epidemias. Recibida la revelación y como para derrumbarle las últimas defensas, escuchó entrelazado con las frecuencias radiales de Cancún un bolero gritón: “amor de mis amores, sangre de mi alma, regálame las flores de la esperanza”.
No les comentó el asunto a los choferes que desayunaban en una fonda del pueblo engullendo platos de mondongo y latas de cerveza. Al tiempo, sin necesidad de que él los azuzara, varios de aquellos socios le confiaron que habían transportado a la mujer sin atreverse a mirarla. A diferencia de él desconocían la belleza escandalosa de la asesina. Sólo le habían visto la cara.
Hilando los cuentos ajenos con las experiencias propias, concluyó que la carretera estaba más abierta que la loca Beatriz. De tamaña herida cósmica podía dar fe otro personaje. Se llamaba Gabriel Marte, y era uno de esos guardias que siempre están limpiecitos, con el pantalón fileteado, tan remilgoso que se agitaba cuando le caía una gota de café en el chaleco antibalas. Le habían dicho que ahora el cabo Marte tenía el pelo blanco, que oía voces y escribía en las paredes, síntomas claros de que le faltaba organizar sus conocimientos.
La locura de Marte venía de tiempo atrás, de un incidente con una secta de vagabundos harapientos perdidos en los recovecos del bosque. Después de una temporada en el manicomio había vuelto al servicio. Renació a la locura una madrugada, en el mismo peaje entre Cayey y Caguas donde según Torres la fantasma mayor se despedía de los choferes. La madrugada es un oasis, no hay mucho tránsito, la hora es fresca y los asesinos son más escasos que los fantasmas. Pero una cosa es un espíritu inquieto y otra un monstruo como el que se enamoró de Gabriel Marte.
El guardia coqueteaba con la muchacha que cambiaba billetes por monedas. De pronto sintieron una oleada de calor, eso declaró la muchacha, que toleró mejor la prueba. Marte se quitó la gorra para abanicarse y abanicarla. A sus espaldas se hizo la luz. Notó el asombro en los ojos de la mujer, se volvió y desenfundó la pistola pulidita. Entre los palos sembrados alrededor de la estación hay un rarísimo árbol de violeta. Suspendida en el aire, sobre la copa del árbol, una esfera plateada brillaba más que el uniforme del cabo.
Contaba la muchacha que el pelo indio de Marte se encrespó como polvo de hierro magnetizado cuando, desde el platillo anclado en el aire justamente sobre ellos, la criatura, cuyos ojos eran más lindos que los del cabo, se puso a mirarlo con tierna expresión moviendo de un lado al otro la cabeza. Antes de desmayarse la chica del peaje vio que el cabo disparaba al aire y corría a meterse debajo del carro patrulla, manchándose el chaleco antibalas en un charco de aceite. Después a los dos se les había ido el mundo.
Hay cosas que siempre se están yendo del mundo. Los visitantes espaciales; la sangre estancada en el cuerpo de los muertos hasta que el embalsamador de cadáveres la derrama fríamente; las salas de tortura que se esconden en los sótanos de los países civilizados; las putitas y los putitos que sus padres venden para sobrevivir y seguir pariendo putitas y putitos.
Afortunadamente, además de esos huecos por donde la muerte se chupa la sangre de tanto pobre infeliz, hay otros donde el hombre remienda su cordura.
Sebastián pensaba que ningún conocimiento ajeno a estas verdades valía gran cosa, y aunque no todos los hombres convierten lo que saben en conocimiento él sí lo había hecho.
En la soledad de la noche se dedicó a disciplinar metódicamente sus ideas. Aprendió a distinguir a los charlatanes de los viajeros trágicos, a los espíritus peligrosos de la mayoría desconsolada. Los monstruos le regalaron la imagen de su propia muerte. Es un hombre abierto, sabe que lo más trágico de la vida es vivirla sin alcanzar a ver más que una migajita de lo que existe.
Sintiendo el deseo de jubilarse de la carretera y acercarse a personas normales con quienes compartir sus conocimientos, agarró el diccionario y una Biblia y pintó el rótulo Iglesia Pentecostal Libre.
Amanecía. La boda de dos criaturas enamoradas, temibles para quienes no saben nada de las cualidades de los vampiros comunes ni han visto gran cosa había dejado un sabroso olor a tomates en el aire.
Abrió las sillas plegadizas donde se sentarían dentro de unas horas los hermanos del culto, sus únicos parientes además de Ana del Carmen y familia. No tenía hermanos de sangre ni se relacionaba con sus primos ni con las hermanas de su mujer. Le habían dicho que Emilia, la prima consentida de su niñez, tenía cáncer. Otra prima trabajaba en las Naciones Unidas. Se llamaba Carmen Goldblum y recorría el mundo, todos los continentes y sus mares, mientras Sebastián transitaba por el universo de la autopista en su isla chiquita como un pañuelo. Una hermana de Juana había enloquecido. Su hijo, un muchacho anormal, quedó al cuidado de la hermana mayor, Isabel. Isabel y el nene de la loca vivían en una calle sin salida, en Puerto Nuevo, una barriada de casitas machacadas por el monóxido de carbono y los vapores infernales de la brea. De la vida de Emma, nada se sabía. Emma Pagán, la nieta del primo Hermenegildo.
Le conmovía aquella familia de flores secas como le conmovieron Laurita y Gerardo regalándole orquídeas oscuras para adornar el templo. Acostumbrados a la luz nocturna, los vampiros pierden el gusto por los colores que alegran la vida de los mortales. Lástima. De vez en cuando nada, si siquiera el conocimiento, supera la condición de ser mortal y salir a la calle al amanecer. Aurora, la perra del nieto, con su pelambre húmeda de sereno, se estiró moviendo el rabo y bostezando como una ostra senil. Era tan linda que los años y los callos y el hambre ocasional no le habían quitado el olor a cachorra. Cuando se movía dejaba a su paso, además de alguna garrapata siempre viva, un aire de gracia digno de que lo guardara un poeta trasnochado, el misterioso visitante nocturno que recogía los mangós caídos de los árboles viejos.
Todavía no despertaban los vecinos en las casitas pintadas de rosa y verde. Abrió la puerta de la suya, en el traspatio de la casa de su hija, una cobija acogedora con pisos relucientes de losa italiana. Caminó derecho al cuarto donde había un catre junto a una mesa y sobre ésta una Biblia, un diccionario, el retrato de la difunta Juana y una jaula vacía que le había regalado la vampiresa Laurita, ex criadora de canarios.
De pronto sintió que caía en un matorral de plantas urticantes. Era la señal de un nuevo mensaje. Un hombre abierto recibe mensajes incomprensibles que le llegan de todas partes.
El árbol de violeta se esconde, pero su flor lo delata. Después trataría de interpretar el significado de aquellas palabras, acudiría a sus dos libros y a los recuerdos para tratar de entenderlas. Por lo pronto se limitó a escribirlas en la pared con un lápiz de carpintero. Su tío dejaba escritas sumas y restas en las paredes de madera de su casa, la misma que ahora se deterioraba hecha una ruina en el solar de al lado. Marte rasguñaba poemas insensatos en las paredes del manicomio, eso le habían contado. Él escribía los mensajes que recibía y los comentaba en el culto. Quizás toda flor es una esperanza, pero no sería fácil explicarlo sin que algún hermanito se mirara la bragueta cuando él repitiera las palabras.
Hermana, hermano, tu flor te delata.
Sintió un bendito cansancio. Por lo general veía cosas aterradoras cuando cerraba los ojos. No podía descansar sin antes conversar con ellas, pasarles la mano, hacerles el cuento, dormitar entre pesadillas como cualquier guardián digno del nombre, pero este bendito cansancio presagiaba un sueño profundo, uno de esos sueños que embellecen al hombre más feo.
(De mi libro Fúgate, 2005)
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