César Colón
Montijo me ha pedido que comente su libro. Quienes conocen a César apreciarán
el privilegio que me otorga. Yo lo conocí en Caracas, en una guagüita que nos
transportaba del hotel a una feria de libros dedicada a Puerto Rico. Me habló
de su investigación sobre los encierros y peregrinajes de Ismael Rivera.
Mencionó el culto a la figura de Ismael, sus vicarios, sacerdotes, fieles e iniciados
en Panamá y Venezuela. Quedé atrapada en la red de esas curiosas hermandades.
Quizás las
devociones que persisten treinta años después de la muerte de Ismael se
originaron en la mágica presencia de sus conciertos. Me fascinó el poder
carismático de un hombre hecho de música, que nació, sí, en el mundo de la
salsa, pero en colonia, en una isla de fronteras y comunicaciones controladas.
¿Cómo viajan las culturas de un zoológico humano? Porque algo de zoológico
humano tiene este país cuando sus aduaneros no nos permiten viajar con los
frutos de la tierra hacia la sede del poder, en el norte. ¿Cómo se propaga y se
mantiene vivo el culto a figuras como Ismael Rivera? ¿Por qué medios se ha
difundido, cuáles son sus artefactos, cómo alzan el vuelo sus ondas?
En la era
digital seduce la ilusión de que todo se conecta. El tema “Las tumbas”, de Ismael Rivera, cuenta
en los canales de YouTube con más de siete millones de hits y comentarios
fervorosos de escuchas colombianos, venezolanos, panameños. La alquimia de la
comunicación tiene una base material en un circuito de pulsiones observables y
fronteras más amplias, aunque tan controladas como las de la isla.
¿Y antes?
¿Cómo viajaba la frecuencia mágica de la voz?
Para voces y oídos sensibles, el cuerpo es una central de
comunicaciones. No hay base para negar, con absoluta certeza e intención de censura, la siguiente hipótesis: la comunicación de los sones antillanos remite
a memorias grabadas y suprimidas en los cuerpos; formas de vida que se
remontan a las experiencias comunes de las culturas de las antiguas plantaciones.
No hay base para probarla con absoluta certeza, pero tampoco para negarla y desacreditarla. Los
cuerpos de obreros y esclavos separados por fronteras políticas, que en la
dispersión fueron empatando pedazos de tradiciones sin adivinar quizás las
rutas y la procedencia de esas piezas sueltas, fueron y siguen siendo, la
maquinaria de carne de un sistema global de producción y venta de mercancías;
pero no han rendido del todo la potencia del misterio, la potestad de encarnar
fragmentos de una memoria.
Llamaré líneas
cantadas a unas rutas que, partiendo de la calle Calma, dispersaron la figura y
la música del sonero. La imagen de una línea cantada se origina en los mitos
creacionistas de los pueblos australianos, según los interpretaron estudiosos
europeos y los convirtió en novela – exponiéndose a justas y feroces críticas–
el magnífico Bruce Chatwin, autor de culto y evangelista sobresaliente del
nomadismo como forma y filosofía de vida.[i] El
songline, o línea tjuringa, configura una ruta delimitada por los pies
del nómada. La línea acompañada por el canto traza el territorio de un clan. El
caminante va haciendo un mapa con sus pies, y contando y cantando historias a
su paso por lugares cuya sacralidad solo reconocen los iniciados. Cada
caminante es custodio de un tramo del camino, de una cadencia musical que lleva
en la memoria. Reproduce una línea melódica afinada en la tónica de sus
semejantes, ancestros y descendientes, y la intercambia con caminantes de otros
pueblos. El conjunto de líneas trazadas o caminos cantados compone una
partitura que es el universo, y se recrea constantemente. El mundo no existiría
sin ese memorioso juego de pies.
Me atrae la
imagen de las líneas cantadas y de esa escritura sin papel que deja huellas en los lugares que el nómada pisa. Es una
forma de evasión que reúne la singular potestad creativa de un cuerpo y los
rituales colectivos vagamente recordados o ausentes de la conciencia, pero
inscritos en el cuerpo que se reproduce. Se trata de una cartografía mutante
que no se despoja de una sombra ancestral.
La técnica
performativa que un hombre musical compartió con los instrumentalistas acompañantes
sugiere unas claves de evasión de las fronteras políticas y de las prisiones
marginadoras. Asume una comunicación de códigos fragmentados; la expresión de
una voluntad colectiva de vivir que no suelen reflejar la escritura y sus artes
solitarias. El culto sobrevive porque convive con la capacidad de asimilar y
transformarse sin perder una clave.
Quizás los
músicos poseen la gracia de entrar a ese lugar antiguo, inconcebible, intraducible
al lenguaje de la razón. ¿Qué lugar es ese? La escritura está saturada de
codificaciones, pero lo que los músicos hacen sigue siendo minoritario y misterioso.
Leer música e interpretarla, o interpretar e improvisar de oído los sonidos que
no se escriben, se suma a la influencia del instrumento en el temperamento del
músico y a la necesidad de la otra para encontrar la nota propia en el espacio
de sociabilidad que la música crea.
Cuando la
música se interpreta de oído por un músico que no necesariamente la ha leído en
un papel o en una pantalla, se aloja en el cuerpo, y mientras ese cuerpo exista
tiene en él un santuario, es decir, un refugio, y una voz, es decir un centro
de irradiaciones. De cómo ocurren esas comunicaciones telepáticas o empáticas,
que según el diccionario de la RAE “inducen a pensar en la existencia de una
comunicación de índole desconocida”, entre cuerpos distantes; de cómo se forma
una nota aquí y se recibe en otros cuerpos que residen en Caracas o en Panamá,
esa trayectoria que ocupa algunos lugares invisibles de algún espectro sigue
siendo un misterio. La música no es el lenguaje universal, puesto que tiene una
fuertísima marca de contexto, pero quizás en el cuerpo del músico sí queda algo
del tiempo arcaico en que ninguna lengua era privada, o intraducible.
La línea de
Ismael Rivera se hizo culto y el sonero se transformó en brujo. Esos lugares
remiten a una visión sagrada de la música. Tales comunicaciones –ni ortodoxas
ni mecánicas– me interesan hace años, quizás por la carga de vivir en isla, en
frontera controlada por voluntad del imperio que nos ve bien, pero no nos
entiende y que ha convertido su incomprensión en mirada dominante. El mar nos
cerca. Sin embargo, ha sido mar grande y abierta. Lo sigue siendo para
transportar venenos y fervores.
Como caudal cultural me parece importante pensar en esa comunicación libre, esa forma alterna del viaje “afuera” y su relación particular con la música. En sus recorridos por algunas tierras afroamericanas de Ismael Rivera, César está haciendo el mapa de un territorio de líneas cantadas. Admiro su sabiduría paciente, esa libertad conquistada que lo ha llevado a viajar a Panamá, donde Noriega le decía el brujo a Ismael, y a Venezuela, donde ha entrevistado a los macropanas, miembros de una cofradía de hombres residentes en un sector de Caracas. Veneran la figura de Ismael Rivera en función de santo patrón y mensajero. La noche que se presentó Cocinando suave en la feria de Caracas, César compartió mesa con varios de ellos. La Librería del Sur estaba tan abarrotada de público que no pude entrar.
Entiendo que Cocinando suave respondió a un llamado desde allá, desde Caracas, uno de los polos de la salsa. Provino de una editorial joven llevada por gente joven: El Perro y la Rana. Fue recibido con entusiasmo por autores de diversas generaciones y muy diversas posturas ante el tema. De esos vínculos afectivos nace este libro rico en matices y situaciones de lectura, que repican en escalas diferentes. Propongo unas constelaciones de temas para agrupar las respectivas líneas cantadas de sus colaboraciones. (Esta presentación del libro de César Colón Montijo se escribió en 2016. Estuvo un tiempo en el portal de la revista 80 Grados. Continuará.)
[i]
Bruce Chatwin. The Songlines. London,
Jonathan Cape, 1987. Chatwin
se inspiró en los estudios de Theodore Strehlow:Songs of Central Australia.
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