“Durante
años permanecí fiel a una extraña obsesión. Apenas alguien hablaba de comienzos, me venía a la
mente el recuerdo de un viejo pintor que durante mi infancia se dedicaba a
pintar decenas de paisajes casi idénticos por televisión.”
….
“Les conté
cómo los indios tehuelches cazaban ñandúes en la Patagonia, persiguiendo al
animal a pie a través de cientos de kilómetros, hasta verlo caer exhausto.
Conté esa historia y cuando vi que todos me miraban atónitos comprendí que Giovanna
había logrado su encomienda. Había logrado convertirme en un animal
incomprensible.”
Entre las
anteriores escenas de comienzo y cierre, se alza en el aire Museo animal, (Anagrama, Barcelona, septiembre de 2017) la novela más reciente de Carlos Fonseca, un artefacto que
tiene numerosas entradas y en cada una de ellas la invitación a leer, con deslumbramiento, varias historias que alternan entre el reportaje y el mito, y cuyo hilo conductor podría ser la coexistencia de impulsos humanos elementales, del arte y la
destrucción.
La
representación de las mujeres, que, en general, no es el fuerte de la
literatura en español escrita por hombres, ocupa mi atención en esta nota sobre
un libro que consta de varias secciones, numerosos ambientes, decenas de
historias y personajes. Las dos personas protagónicas, Giovanna y Viviana, son
madre e hija. Ellas tienen las manos dominantes del juego que se representa.
Los personajes masculinos que las aman deciden alejarse de ellas por debilidad
y temor, no sin antes seguirlas hasta los umbrales de la locura.
Museo animal, compuesta de cinco relatos, a la manera de
aquel cinco en uno de Bolaño, o en homenaje a la figura del quincunce, comienza
por el encantamiento de un narrador, un museólogo caribeño, puntualmente
puertorriqueño, residente en Nueva York, que recibe una invitación de la
diseñadora Giovanna Luxembourg. Se trata de colaborar en el montaje de un archivo destinado a una
exposición cuya forma final e intenciones se desconocerán hasta la conclusión
de la novela. El propósito de clasificar y documentar
campos tan poéticos como una “Teoría de la piel”, o una “Teoría de las redes” intenta explorar los límites del arte como imitación
o camuflaje.
En una de
las secciones del libro, llamada El arte
en juicio, entra en escena Virginia Luxembourg. Ex actriz, modelo, bisnieta
del general Sherman, reconocido por la quema de Atlanta (¿recuerdan aquellas
secuencias de Lo que el viento se llevó?)
es la madre de la desaparecida Giovanna Luxembourg. En el personaje de Virginia
se define el arte como recurso antagónico frente a la ley impuesta para validar
la destrucción de ambientes, la pobreza, el exterminio y expulsión de pueblos. Virginia
deja correr, como venenos en las aguas de la red, una cantidad de noticias
falsas que alteran el orden de las bolsas y ponen en crisis los mercados. De
esa manera, la que no se le ocurrió a Assange, interrumpe el flujo de los
capitales que alimentan empresas basadas en la destrucción de ambientes y
comunidades.
El
personaje de Virginia y el de la hija tuvieron vidas profesionales en el campo
de la moda. No nos rebajemos a mencionar que Mallarmé dirigió una revista de
modas para reivindicar la moda como arte. No es necesario. En el reino del
simulacro, de la imagen deslumbrante y efímera, la moda se impone en todas las
manifestaciones artificiales. La
rebelión de las mujeres implica una insurrección de la imagen misma, como si las modelos de las pasarelas de x y z
se transformaran en tanques blindados, o, más letales aún, en espejos de la
cotidianeidad, en chicas ordinarias y desgarbadas. O incluso más perversamente:
como si el simulacro cambiara de bandos y apoyara con sus mentiras las acciones
rebeldes que intentan atajar el desangramiento del mundo. Virginia y Giovanna
jamás pierden el aura encantadora de la hechicera mientras callan y escriben, y
se aferran la una a la espalda de la otra. La madre artista carga con la
responsabilidad de la mala madre. La madre artista abandona a su hija para
escribir. Pero la hija también es artista y con los materiales del abandono
compone un mundo.
Tal vez el
poder de la moda, o más bien del vestido, es semejante al poder del encubrimiento, a la protección que ofrece el camuflaje en terrenos peligrosos. Cuando, como en nuestro presente global, el horror es universalmente visible, quedan a manera de aspiraciones utópicas las estratagemas de la literatura. La verdad de las
mentiras del relato, el disloque del sentido en el discurso poético, se enfrentan a la mentira de las verdades difundidas como "fake news". Esa función del arte, la que pone en jaque los lugares comunes y se
enfrenta a la seducción pacificadora, se desestima y castiga.
No debe
tomarse a la ligera el proyecto subversivo de Virginia, la estrella espectacular y de su
hija Giovanna. Toca el nervio de algunos debates sobre el arte contemporáneo; la
insurrección permanente del artista y sus
ocultas perversiones. Entre la selección de artistas reconocidos, estudiados y publicitados, el más iconoclasta de los gestos requiere el
apoyo de mecenas que acaparan riquezas acumulando capitales
depredadores. En otras palabras, al artista se le plantea un problema moral: o
crea en la pobreza y el desamparo, en cumplimiento de una moral libertaria, o
se apoya en mecenazgos que le abren las
puertas del resbaladizo mercado del arte. A contrapelo, Virginia Luxembourg
opta por inundar la realidad autorizada con pequeñas ficciones desestabilizadoras, para al
cabo dejarse apresar y encarcelar. Solo la cárcel, es decir, el encierro, la
incomunicación, es refractaria, resistente, espantosa en su dolor solitario. De
algún modo se relaciona con el artista en fuga mediante el anonimato voluntario;
la historia de autores que por el enigma
de sus personas fueron más interesantes que sus ficciones, como Bernard Traven (a quien se dedican unas páginas del libro) o
Salinger.
El autor
repasa las biografías de varios artistas excéntricos, que por su aislamiento se relacionan con las dos artistas imaginadas. El debate entre arte, imagen, publicidad y visibilidad mediática remite a las viejas oposiciones entre verdad y belleza; entre
poesía y filosofía; entre realidad y palabra. Creo que si la belleza fuera
reaccionaria –no hay que confundir belleza con falso consuelo– no se la ultrajaría
y canibalizaría tanto por dos flancos opuestos: el que se apropia de la
experiencia estética divulgando violencias genéricas aburridas, sueros
sostenedores del vicio de sentir, como en las salas forenses de las teleseries y
también en los cuentos de hadas buenas; o el que la desprecia desde el discurso
cerrado, excluyente, de la razón, como ha visto Avital Ronnel en su libro sobre
cuerpo y pensamiento occidental simple y llanamente titulado Stupidity.
Quizás es
un órgano incompleto de nuestra limitada experiencia. Nadie es inmune a ella y ella
a nadie engaña. El engaño es un antídoto ineficaz y triste que ingerimos para
resistir el encanto de la belleza. Nadie se libra de su enervante seducción. Luego
decidimos si callamos o si reproducimos la belleza loca de un artefacto como
este libro de Carlos Fonseca. Es tan verdadera como el dolor y la crueldad, que
a veces la acompañan. Partamos de
nuestra complicidad, de nuestras manos sucias y de cómo disimulamos la fatal seducción de la
belleza, tal vez menos engañosa que la soberbia del animal pensante.
Párrafo
aparte merecen los ambientes. Buena parte de la novela transcurre en Puerto
Rico. El Río piedras que veo cuando piso sus aceras me parece tedioso,
ruinoso, plástico, incluso el cafetín que aquí se describe como si fuera un escenario maravilloso del
Ulysses. Solo las librerías me han ofrecido salidas, porque no acaban de desaparecer aunque se supone que ya no existan y son y
han sido y fueron túneles del tiempo o de fuga hacia las antípodas, en una
isla controlada desde las escrituras ficticias del imperio, como la que nos condena a “pertenecer a, sin formar parte de”. En el artefacto
de Fonseca, Río Piedras se convierte en cueva mágica con todo y duende
desdentado, el flexible poeta que plantea
la definición de la novela que ya no estaría en un museo, quizás porque es una aspiración irrealizable: “Devolver la novela a la escala de los astros. Hermano, ¿tú has estado alguna vez en el Gran
Cañón?... la idea es hacer una novela tan cabrona como ese monumental panorama.
Una novela vacía, repleta de polvo y aire, una novela geológica, que retrate en
un instante absoluto el monumental paso del tiempo. Una novela archivo, eso
es…” (p. 242). Por no hablar de la alucinante torre residencial de Caracas, trasladada a
suelo boricua por arte de lo inverosímil.
Museo animal no tiene una sola salida. Se propuso y armó como un artefacto de cinco puntas. (El
quincunce es la forma elemental que se repite en todas las cosas, escribió en
el siglo XVI I Thomas Browne.) A diferencia de la 2666 de Bolaño, que por su brutal exaltación de un mundo irremediable invita a la muerte, Museo animal no es un tapabocas. Salgo de ella con la respiración intacta y deseos de
escribirle al margen esta nota.
El don de
la belleza es animal, y es innato. La
sensación de un olor, de una brisa caliente, de un movimiento, de un contacto. Se puede matar y está muerta, pero la belleza
es tan nuestra como el instinto de destrucción de la belleza. Negarla, aspirar a la pureza de lo incorpóreo,
puede ser un móvil de grandes dramas, incluso raíz de tragedia.
En Museo animal alguien lee un libro
homónimo de otro de Max Sebald: Sobre la
historia natural de la destrucción. El libro de Sebald es una pieza que Fonseca añade a su artefacto. Las
conferencias del libro de Sebald no tienen tanto que ver con la destrucción
arrasadora del fuego que consumió ciudades alemanas durante la Segunda Guerra,
como con el encubrimiento cómplice, tímido, de los intelectuales y artistas alemanes
en las décadas siguientes, con dos excepciones que llevaron a dos personajes a
la locura de la muerte en vida.
Nada queda
en el planeta sin contaminar, sin dañar, sin violar, sin despedazar. Nada, vamos
a entenderlo. La cuestión es qué hacer con la nada. Museo animal, con sus infinitas cadenas de alusiones e intertextualidades,
con sus imágenes de archipiélagos luminosos y agonizantes en una laguna selvática,
con el timbre propio de un revoloteo de sonidos, con el sermón del fuego de un
hippie gringo vulgar y la reivindicación del arte como acusador de la mentira
de las verdades, no renuncia al deseo –arcaico, ancestral, genético, demasiado
humano– de dejar una huella.