martes, 21 de agosto de 2018

Líneas cantadas. A propósito de Cocinando suave, ensayos sobre salsa: tercera y última parada



Otra línea abre una discusión sobre género en el campo masculino de la salsa. Son los ensayos de Frances Aparicio y Licia Fiol Matta, centrados en Myrta Silva, La Lupe, Celia Cruz y La India. En la personalidad escénica de Silva, se llevó a la televisión con éxito el espacio del performance: lo monstruoso, lo estrafalario y el sentido del humor cruel… en personajes que ella representaba como “sujeto alucinante” queer. En esa tapadera del lado excéntrico del panteón se fija el ensayo de Licia Fiol Matta sobre Myrta Silva. La performera queer por antonomasia, si fuera posible una antonomasia queer, convirtió lo degradado en espectáculo con una dosis de ética cínica, según Fiol –Matta. La artista se llevó a la tumba, cinismos aparte, la sensibilidad herida de que no se reconociera su talento de compositora de boleros. La crueldad hacia lo diferente es uno de los fondos del producto cultural mercadeable; apunta a su lado reductor problemático.


El ensayo de Frances Aparicio se centra en la figura de la India y de cómo se construyen las genealogías de una mujer en un campo cultural testosterónico. La India reorganizó el suyo para sembrar su tradición rezagada, al sacudir el dominio de la reina, Celia Cruz,  y reclamar un espacio memorioso de fundadora para La Lupe.
En la crónica de Ana Teresa Toro, “Las viudas de la salsa”, también se estremece la masculinidad gestual del salsero.  La subjetividad femenina se acerca entre la repulsión y la solidaridad al raro comportamiento de una identidad frágil, y construye, de paso un punto de mira refrescante en nuestra galería de cronistas desdeñosos. De manera análoga el acercamiento a una figura paterna, un hombre obsesionado con las afirmaciones de virilidad que se sellan en la salsa y en el cuerpo del policía, configuran el ensayo de Jossianna Arroyo. Estos asedios a la construcción de la masculinidad por vía de la salsa tienen un contrapunto en el relato de un músico que trabajaba en los muelles, cuyo fantasma debe recorrer las calles de Puerta de Tierra, muy cerca de aquí: “Avísale a Papy Fuentes”, de Omar Torres Kortright.  La entrevista con el bongosero Papy Fuentes, que forma parte de la investigación para un documental sobre el cantante Chamaco Ramírez, tiene el encanto de un final luminoso: la resurrección de un hombre espléndidamente bueno que se daba por muerto.
Otro avatar del panteón salsero y sus genealogías se lee en el ensayo de Juan Otero Garabís sobre una expresión de la música callejera tradicional: los pregones. Los vendedores ambulantes convertían las calles pueblerinas en escenarios teatrales. En algunas letras de salsa quedan ecos de los pregones, o anuncios de mercancías apetecibles y servicios que se cantaban en los barrios de Puerto Rico: los anuncios cantados del amolador, del vendedor de fuerza (mondongo), de maní tostado. Sus voces se recogieron en temas de salsa, muy particularmente en los sones del Conjunto  Clásico. El ensayo de Otero Garabís se relaciona con los de Juan Flores y Ángel Quintero en su acercamiento a los procesos de conservación y mutación de identidades culturales. Me lleva a un libro generoso en relatos de vidas musicales. Música y músicos portorriqueños, publicado en 1915 por Fernando Callejo Ferrer con el pretexto de recaudar fondos para los estudios de canto de su hija Margarita en Milán. Buena parte del  libro de Callejo se dedica a los músicos que dieron vida a otra música de la calle, más institucional pero no menos entrañable: las retretas. En ese escenario sobresalieron los Tizol, antepasados de Juan, el trombonista y compositor de la orquesta de Duke Ellington.


Hiram Guadalupe Pérez, historiador de la salsa, abre un espacio en la línea de los panteones para dejar constancia de “la salsa underground neoyorquina”,  en una evocación de los grupos marginados por la maquinaria mercantil que fue Fania, revelando las tachaduras que la disquera dejó a su paso y rescatando nombres. En pocos años, comenta Guadalupe, Fania acaparó la industria discográfica latina, sacando del mercado a numerosos sellos pequeños, “portaestandartes de una salsa inteligente y de conciencia”, para obligar a sus artistas exclusivos a forjar un estilo homogéneo.
Las crónicas y los reportajes son los espacios vitales del libro. Son también escrituras de jóvenes. Incluso en el texto de Christian Ibarra, con fotos del venerable Ricardo Alcaraz,  sobre los concurridos funerales de Cheo Feliciano, el cierre monta un broche de buen humor: “Sí, como se dice, a la familia se le conoce en la desgracia, éramos muchos y parió la mula”. Estas crónicas apuntan a un más allá de la muerte, como en el escrito de Jossianna Arroyo, un acercamiento a otro archivo: la colección de discos del padre, mientras que Ana Teresa ilumina con ironía el reverso delicado de un género viril, la delicadeza, la áspera ternura descubierta y vulnerable de una hombría que, como toda identidad impuesta con violencia, es también una carga.
La dura belleza expresiva del tamborero y su instrumento, recogida en ocho fotografías de José Rodríguez y entrevista del compilador del libro, César Colón Montijo. Se persigue documentar al músico en pleno movimiento muscular, en las tensiones y matices que procuran el éxtasis (pero en comunicación constante con los demás músicos del conjunto, pues al tamborero le toca “amarrar el ritmo”), así como dejar una imagen para que “las nuevas generaciones puedan observarlos y apreciarlos”.
La música bailable, festiva, limitada por el formato del disco, no da cuenta de todo lo que la salsa es, o fue. El ensayo de Rosa Elena Carrasquillo vuelve sobre los hilos de raza y sacralidad, a raíz de un peregrinaje de la autora a la ciudad panameña de Portobelo, para la fiesta del Nazareno. La canción de Ismael Rivera que lleva ese nombre se ha convertido, según Carrasquillo, “en un himno panafricano en el Caribe español”.  El sentido de la ruta se invierte en el giro de los sones comercializados del Caribe hacia el canto ritual, en un puerto que fue una de las venas abiertas por donde fluyó hacia Europa la riqueza de este lado del mundo.
La salsa, en la diversidad que revelan estos ensayos, ha tenido la vocación narrativa de la bomba y la plena. Ha contado historias, o, para citar a Otero Garabís, se ha acercado a “la crónica, el noticiero, a la tipificación de caracteres urbanos y suburbanos”, desde el canto de los soneros encarcelados y las memorias de los barrios, las fiestas comunales y familiares, hasta las Villas y la Montaña del Oso en Nueva York. Ese don explica que, tras el paso de sus músicos dominantes se siga escuchando con lealtad, y que sea tan concurrido el Día Nacional de la Salsa, recreado en crónica de Ana Teresa Toro, con mirada asombrada a los salseros de la familia Montijo, o que haya existido la catedral de la música latina, discos Viera, que reseña el cronista Élmer González con fotos del reincidente José Rodríguez, lugar que fue de tertulia para Tite Curet Alonso, Willie Rosario, Bobby Valentín y Tommy Olivencia.  O que la tierna crónica sobre Papy Fuentes firmada por Omar Torres Kortright, además de narrar el encuentro con una leyenda que fue un sencillo hombre de familia, pobre y leal a sus espacios vitales, dibuje una estampa de este barrio donde nos encontramos y una entrada en El Falansterio, el edificio gris corroído que representaba para los años en que se construyó, una esperanza de renovación.


De manera que este libro relativamente breve es un junte de ingredientes  contrastantes. En él he leído tres líneas cantadas que se cruzan. Hay una cuarta: la que pisa José Raúl González, Gallego, en complicidad con Hermes Ayala. Es el altar de sus amores y temores de poeta. Línea cantada de calle imponente y tierna, de barrio melancólico en la memoria, donde ante la pérdida de un anclaje se repasan los significados de una palabra, “barrunto”, que suena a desplome de barajas que caen, a truenos y dolores. Pero el barrunto de Gallego, deja en el ánimo un desplome liberado de la fuerza de gravedad, como si diseñara lo imposible, una caída  hacia arriba, en aire de comparsa, la exhalación de una festividad de pueblo llamada “hisla”. Con h muda. 









A propósito de Cocinando suave, ensayos sobre salsa en Puerto Rico: segunda parte




La primera constelación podría titularse “yo soy la muerte”. Buena parte de los ensayos del libro tenen el aire de una mirada retrospectiva a un género desaparecido. Las líneas cantadas de la muerte en el ensayo de Juan Carlos Quintero Herencia son cerradas, de oscuridad profunda. Apenas hubo salseros del gran panteón que no pasaran temporadas en la cárcel. En el encierro la máscara sonriente se revela tan superficial como las caras pintadas de los minstrels. El ensayo carga con el mencionado tema “Las tumbas”. La experiencia carcelaria es solo muerte en vida, pero no menos espantoso se anticipa el horror de la libertad en ese “dale pa la calle, títere”. 
Quintero  menciona un evento extraordinario. En 1974 Bobby Valentín grabó en el Oso Blanco su disco “Bobby Valentín va a la cárcel”. Uno de los temas de ese disco abre con ominosos acordes de película de terror de los años treinta, avasallados de inmediato por la ruidosa descarga triunfal de las trompetas, como si cambiaran los usos de la muerte en la resurrección del disco hecho mercancía. Quintero Herencia asegura que al sonero “no le interesa investigar el futuro o el pasado de su identidad o su pertenencia nacional”.  Supongo que a Beethoven tampoco le interesaba investigar el futuro o el pasado de la identidad renano prusiana, y dicen que Borges escribió, o dijo: “Ser argentino es una fatalidad. En el Corán no hay camellos porque el Corán es auténtico”. (Un curioso se ocupó de contarlos y de proclamar que en el Corán se mencionan 19 camellos.) Sin embargo, no es posible ocultar el contenido fervorosamente nacionalista, o de orgullo boricua, de tantas letras de salsa que pasaron por los cuerpos de los soneros.


Hacia el descenso en caída libre, en aterrador desmembramiento de cuerpo e identidad hacia la muerte, se dirige el estudio de Christopher Washburne sobre salsa y narcotráfico. En una relación histórica se explica la proliferación de clubes nocturnos que doblaban como centros para la venta de drogas, y se afirma, de manera tajante, “el papel de la narco economía en la producción de la salsa, su circulación y consumo; sus efectos sobre las prácticas estéticas y el papel de sus características transgresoras en las interacciones sociales de músicos y bailarines”. Me llevo la impresión de una época buena para la difusión de una variedad de grupos de diversa calidad y sonido, sellada por la traición de los administradores de esos cuerpos, a quienes, como a los esclavos de las plantaciones, se les extrajo plusvalía para descartarlos en las tumbas que ningún adicto con recursos para limpiarse, reincidir y volver a limpiarse,  conocerá jamás.
Otra constelación de líneas podría llevar una larga etiqueta: “Entierros, panteones, monumentos y genealogías”. Amortajar el cuerpo del maestro salsero marca el principio de un compromiso pronunciado desde el lado de la vida: concebir formas de duelo y transfiguración. Parto de una convocatoria de Jairo Moreno. El crítico reconoce que “la muerte constituye recientemente un acontecimiento fundamental en la historia de la salsa”. La muerte física de figuras fundadoras y la evolución del gusto popular, sugieren la necesidad de una pausa para contar y cantarles a los muertos: “… debemos tomar las riendas de una historia detallada de la salsa  -eso sí, una historia tejida de muchas historias…en la actualidad la información que existe se encuentra dispersa a través de un sinnúmero de esferas sin comunicación entre ellas”.  Moreno indica la necesidad de archivos, estudios y entrevistas, no tanto para establecer una historia oficial como para ir trazando genealogías.


Varios ensayos del libro construyen líneas genealógicas potencialmente vitales, desde puntos de partida que en una lógica binaria de exclusiones parecerían incompatibles. Ángel Quintero Rivera ilustra cómo los géneros musicales, en la generosidad del junte y la sociabilidad de la música, son portadores también de ciertas protecciones de la tradición que no pasan por instituciones. Según Quintero, algunas formas de música tradicional campesina, el aguinaldo y el seis, sobrevivieron como piedritas engastadas en las improvisaciones de la salsa. Juan Flores construyó otra línea genealógica, rastreable al mundo de las comunicaciones que no ocurrieron entre espacios geográficos distantes sino en las calles de Nueva York. Su ensayo hace hincapié en el momento de la transición a finales de los años sesenta, hacia el sonido del bugalú: “ritmos y sonidos latinos adornados con estilos afroamericanos… canciones de R/B, el funk y el soul, con toques de percusión e instrumentación latina, más letras o inflexiones en español.” Juan Flores y Ángel Quintero parecen situarse en las antípodas de la “cuestión nacional”, pero para mí que comparten un acercamiento a la música como rastro sónico de formaciones y transformaciones sociales. 
(Continuará...)

lunes, 20 de agosto de 2018

Líneas cantadas: Cocinando suave, ensayos de salsa en Puerto Rico (primera parte)






César Colón Montijo me ha pedido que comente su libro. Quienes conocen a César apreciarán el privilegio que me otorga. Yo lo conocí en Caracas, en una guagüita que nos transportaba del hotel a una feria de libros dedicada a Puerto Rico. Me habló de su investigación sobre los encierros y peregrinajes de Ismael Rivera. Mencionó el culto a la figura de Ismael, sus vicarios, sacerdotes, fieles e iniciados en Panamá y Venezuela. Quedé atrapada en la red de esas curiosas hermandades.
Quizás las devociones que persisten treinta años después de la muerte de Ismael se originaron en la mágica presencia de sus conciertos. Me fascinó el poder carismático de un hombre hecho de música, que nació, sí, en el mundo de la salsa, pero en colonia, en una isla de fronteras y comunicaciones controladas. ¿Cómo viajan las culturas de un zoológico humano? Porque algo de zoológico humano tiene este país cuando sus aduaneros no nos permiten viajar con los frutos de la tierra hacia la sede del poder, en el norte. ¿Cómo se propaga y se mantiene vivo el culto a figuras como Ismael Rivera? ¿Por qué medios se ha difundido, cuáles son sus artefactos, cómo alzan el vuelo sus ondas?
En la era digital seduce la ilusión de que todo se conecta.  El tema “Las tumbas”, de Ismael Rivera, cuenta en los canales de YouTube con más de siete millones de hits y comentarios fervorosos de escuchas colombianos, venezolanos, panameños. La alquimia de la comunicación tiene una base material en un circuito de pulsiones observables y fronteras más amplias, aunque tan controladas como las de la isla.
¿Y antes? ¿Cómo viajaba la frecuencia mágica de la voz?  Para voces y oídos sensibles, el cuerpo es una central de comunicaciones. No hay base para negar, con absoluta certeza e intención de censura, la siguiente hipótesis: la comunicación de los sones antillanos remite a memorias grabadas y suprimidas en los cuerpos; formas de vida que se remontan a las experiencias comunes de las culturas de las antiguas plantaciones. No hay base para probarla con absoluta certeza, pero tampoco para negarla y desacreditarla. Los cuerpos de obreros y esclavos separados por fronteras políticas, que en la dispersión fueron empatando pedazos de tradiciones sin adivinar quizás las rutas y la procedencia de esas piezas sueltas, fueron y siguen siendo, la maquinaria de carne de un sistema global de producción y venta de mercancías; pero no han rendido del todo la potencia del misterio, la potestad de encarnar fragmentos de una memoria.



Llamaré líneas cantadas a unas rutas que, partiendo de la calle Calma, dispersaron la figura y la música del sonero. La imagen de una línea cantada se origina en los mitos creacionistas de los pueblos australianos, según los interpretaron estudiosos europeos y los convirtió en novela – exponiéndose a justas y feroces críticas– el magnífico Bruce Chatwin, autor de culto y evangelista sobresaliente del nomadismo como forma y filosofía de vida.[i] El songline, o línea tjuringa, configura una ruta delimitada por los pies del nómada. La línea acompañada por el canto traza el territorio de un clan. El caminante va haciendo un mapa con sus pies, y contando y cantando historias a su paso por lugares cuya sacralidad solo reconocen los iniciados. Cada caminante es custodio de un tramo del camino, de una cadencia musical que lleva en la memoria. Reproduce una línea melódica afinada en la tónica de sus semejantes, ancestros y descendientes, y la intercambia con caminantes de otros pueblos. El conjunto de líneas trazadas o caminos cantados compone una partitura que es el universo, y se recrea constantemente. El mundo no existiría sin ese memorioso juego de pies.
Me atrae la imagen de las líneas cantadas y de esa escritura sin papel que deja  huellas en los lugares que el nómada pisa. Es una forma de evasión que reúne la singular potestad creativa de un cuerpo y los rituales colectivos vagamente recordados o ausentes de la conciencia, pero inscritos en el cuerpo que se reproduce. Se trata de una cartografía mutante que no se despoja de una sombra ancestral.
La técnica performativa que un hombre musical compartió con los instrumentalistas acompañantes sugiere unas claves de evasión de las fronteras políticas y de las prisiones marginadoras. Asume una comunicación de códigos fragmentados; la expresión de una voluntad colectiva de vivir que no suelen reflejar la escritura y sus artes solitarias. El culto sobrevive porque convive con la capacidad de asimilar y transformarse sin perder una clave. 
Quizás los músicos poseen la gracia de entrar a ese lugar antiguo, inconcebible, intraducible al lenguaje de la razón. ¿Qué lugar es ese? La escritura está saturada de codificaciones, pero lo que los músicos hacen sigue siendo minoritario y misterioso. Leer música e interpretarla, o interpretar e improvisar de oído los sonidos que no se escriben, se suma a la influencia del instrumento en el temperamento del músico y a la necesidad de la otra para encontrar la nota propia en el espacio de sociabilidad que la música crea.



Cuando la música se interpreta de oído por un músico que no necesariamente la ha leído en un papel o en una pantalla, se aloja en el cuerpo, y mientras ese cuerpo exista tiene en él un santuario, es decir, un refugio, y una voz, es decir un centro de irradiaciones. De cómo ocurren esas comunicaciones telepáticas o empáticas, que según el diccionario de la RAE “inducen a pensar en la existencia de una comunicación de índole desconocida”, entre cuerpos distantes; de cómo se forma una nota aquí y se recibe en otros cuerpos que residen en Caracas o en Panamá, esa trayectoria que ocupa algunos lugares invisibles de algún espectro sigue siendo un misterio. La música no es el lenguaje universal, puesto que tiene una fuertísima marca de contexto, pero quizás en el cuerpo del músico sí queda algo del tiempo arcaico en que ninguna lengua era privada, o intraducible.
La línea de Ismael Rivera se hizo culto y el sonero se transformó en brujo. Esos lugares remiten a una visión sagrada de la música. Tales comunicaciones –ni ortodoxas ni mecánicas– me interesan hace años, quizás por la carga de vivir en isla, en frontera controlada por voluntad del imperio que nos ve bien, pero no nos entiende y que ha convertido su incomprensión en mirada dominante. El mar nos cerca. Sin embargo, ha sido mar grande y abierta. Lo sigue siendo para transportar venenos y fervores.



Como caudal cultural me parece importante pensar en esa comunicación libre, esa forma alterna del viaje “afuera” y su relación particular con la música. En sus recorridos por algunas tierras afroamericanas de Ismael Rivera, César está haciendo el mapa de un territorio de líneas cantadas. Admiro su sabiduría paciente, esa libertad conquistada que lo ha llevado a viajar a Panamá, donde Noriega le decía el brujo a Ismael, y a Venezuela, donde ha entrevistado a los macropanas,  miembros de una cofradía de hombres residentes en un sector de Caracas. Veneran la figura de Ismael Rivera en función de santo patrón y mensajero. La noche que se presentó Cocinando suave en la feria de Caracas, César compartió mesa con varios de ellos. La Librería del Sur estaba tan abarrotada de público que no pude entrar.
Entiendo que Cocinando suave respondió a un llamado desde allá, desde Caracas, uno de los polos de la salsa. Provino de una editorial joven llevada por gente joven: El Perro y la Rana. Fue recibido con entusiasmo por autores de diversas generaciones y muy diversas posturas ante el tema. De esos vínculos afectivos nace este libro rico en matices y situaciones de lectura, que repican en escalas diferentes. Propongo unas constelaciones de temas para agrupar las respectivas líneas cantadas de sus colaboraciones. (Esta presentación del libro de César Colón Montijo se escribió en 2016. Estuvo un tiempo en el portal de la revista 80 Grados. Continuará.)



[i] Bruce Chatwin. The Songlines. London, Jonathan Cape, 1987. Chatwin se inspiró en los estudios de Theodore Strehlow:Songs of Central Australia.

jueves, 16 de agosto de 2018

Tu flor te delata: segunda parte





La niña Juana vivía con una de sus hermanas y dos sobrinitas llamadas Carmen Lidia y Anita. Eran niñas, las tres eran niñas, Juana tenía diez años y las nenas cinco y seis.

La mañana del día en que se las arrebataron llovía. No había ido a la escuela por cuidarlas mientras la madre de las nenas trabajaba en el despalillado de tabaco. Estaban sentadas en los escalones de entrada a la casita, tres palos clavados entre dos tablas de madera sin cepillar. El padre de las nenas, Trinidad Vega, se las arrebató. Si en vez de robárselas las hubiera reconocido y amparado, Carmen Lidia Vega Díaz y Ana Vega Díaz le hubieran dado nietos.

La mujer legal del padre las odiaba, las obligó a trabajos forzados, sin alimentarlas. Habían muerto de un hambre llena de enconos, no me toques, tití, ella tenía diez años, no me toques que me duele. Por eso no pudo abrazarlas para que se fueran calientitas a la muerte, por eso la herían las voces finas y hambrientas, un daño incurable padecido sin rezongar. Hasta que Sebastián le cerró los ojos tras una enfermedad que se la llevó en un santiamén.

A fuerza de luchas y cariño Juana aprendió a sonreír de vez en cuando. En veintiséis años de matrimonio él le había cumplido casi siempre, perdiendo noches, enganchando carros averiados en la carretera, transportando pasajeros en las madrugadas, sometiéndose a dos asaltos, recibiendo a cambio de vivir al revés de los cristianos un tiempo sobrante, desconocido para la mayoría: las horas vastas y nocturnas donde florece el conocimiento.

Acababa de cumplir dieciséis años cuando su tío tocó a la puerta del cuarto que compartía con Juana, le pasó las llaves del camión de remolque y con ellas el legado de sueños y demonios del turno entre la media noche y las seis de la mañana. Esta es tu matrícula en la universidad de la vida, había dicho el viejo, con razón. La carretera no tiene mucho que envidiarle a los libros, como no sea el abrigo de un techo. Los libros necesitan cubiertas y paredes, son perros falderos del celo doméstico, pero en la carretera se aprende tanto como en los libros, sin más cobija que la peligrosa compasión de las almas en pena.

En la costa caribe de Puerto Rico la isla es botín de marineros enloquecidos que pescan en la orilla, de barcos que se evaporan en el horizonte, de ondas radiales clandestinas. Sebastián nunca había cruzado la frontera de salitre, pero había aprendido a fugarse de la isla inventándole un significado a los retazos de continente que naufragaban en sus costas. En los llanos que bordean la autopista se abre una rendija por donde se meten las frecuencias radiales de Isla Margarita, Martinica, Bogotá, Santo Domingo y los Andes, mezclando noticias de los juegos de los Tigres del Licey con boleros barrocos (le gustaba la palabra barroco, su sabor a mascadura de tabaco), esquelas de señoras que un siglo atrás, en pilas bautismales de capillitas de barriadas añosas, recibieron nombres como Cayetana y Tecla y discursos majestuosos, más parecidos a las despedidas de duelo pronunciadas por los letrados del pueblo que a las zanganerías de los políticos insulares. Aquellas palabras, aquellas canciones, además de obligarlo a imaginarse de oído cómo serían las calles, parques y funerarias de países que nunca visitaría, le habían abierto los poros del alma. En la carretera el niño solitario se hizo hombre.




Transcurría su primer año de camionero remolcador cuando un incidente lo convenció de que lo vivido hasta entonces era tan real como la identidad de una mujer de quien sólo se ha visto la cara. Donde terminan los llanos la autopista sube y baja acariciando el contorno de las montañas, refugios de hierro en los cuales se pierde la comunicación con Isla Margarita y Bogotá y aparecen otras puertas, como la del tramo donde algunos viajeros se estacionan para recoger agua de un chorro que nace en un bosque de yagrumos y helechos arborescentes. En ese bosque vivió una mujer piadosa que llegó a la isla misteriosamente, en el aluvión de un naufragio de santos o de sueños, hace más de un siglo. Sobrevivió en los montes, comiendo menos que las sobrinitas de Juana. Ella no le deseaba mal a nadie, era resistente a la muerte, sanaba enfermos y casaba parejas, pero detrás de cada criatura generosa se arremolinan otros espíritus, algunos sensatos, otros inquietos.

Acercándose a aquel sector en una noche de luna llena, Sebastián había sentido una mala corazonada, agravada por el feroz lustre plateado de los árboles. Nunca había visto una luz tan nemorosa (otra palabra dulce, como la piel de Juana). Lo que descubrió no podía ser un avatar de la santa sino una de esas criaturas en pena, errantes por el universo y por lo tanto diabólicas, según los hermanitos. Bañada en gotas de agua había un alma en la carretera, sólo una. La vio desde el pelo hasta los intestinos, sin poder asegurar que se le revelaba algo más que la temperatura que dejan en el aire los cuerpos al pasar. Vestida de blanco comunicaba un dolor sin dobleces. Sebastián frenó y se golpeó con el cristal del parabrisas. Quedó boquiabierto, con un tajo sangrante en la frente, hasta que llegaron los guardias a eso de las seis de la mañana. Los oyó hablar a lo lejos, como el enfermo que se recupera lentamente de una anestesia.

Éste la vio. Tranquilo, muchacho. Te graduaste. La próxima vez que pases por aquí, persígnate. Si se te acerca y se acomoda en el asiento del pasajero, no te asustes ni la mires. Le gusta azorar, pero no irá más allá del próximo peaje.

Eso había dicho Torres, el más viejo de los guardias. Recordaba que lo subieron al carro patrulla y que estaba temblando y que Torres le dio un café desabrido. Torres era viejo de verdad, tenía un diente de oro, de esos que se usaban antes para ostentar. No volvió a verla, aunque la recordaba cada vez que volvía por aquellos lares. Pasaron los años. Vendió el remolque para comprar la licencia del taxi. El viernes santo de 1999 respondió a una llamada al filo de la media noche. El pasajero, un hombrecito frágil de lentes gruesos, lo esperaba sentado sobre una maleta inmensa en una curva de la carretera. Sebastián le abrió el baúl para que guardara la maleta, levantando la palanca localizada bajo el asiento sin moverse del volante. De inmediato vio que a su lado suspiraba una mujer pálida y desnuda. Se atrevió a mirarla sin tapujos. Ya había muerto Juana y su hija Ana del Carmen sabía cuidarse y cuidar al nieto.

Cuando el pasajero se le acercó notó su turbación y se rió con tanto sarcasmo que Sebastián se apeó del carro, abrió el baúl, empuñó una llave inglesa, exacerbado el mal humor por la maleta que despedía un olorcito a basura fermentada, y agarró al hombre por el cuello. Sin dejar de reírse, el otro le explicó que la mujer rondaba el sitio donde años atrás lo había asesinado a él, su amante. Entonces desapareció dejando las huellas de su podredumbre en las manos del chofer que acababa de estrenar las ganas de matar. Sebastián detuvo el automóvil a un lado de la carretera y se echó a llorar. Cree que desde ese momento se le reveló algo. Los sentimientos se contagian, tanto las matanzas como las ganas de hacerle caso a la vida responden a la lógica microbiana de las epidemias. Recibida la revelación y como para derrumbarle las últimas defensas, escuchó entrelazado con las frecuencias radiales de Cancún un bolero gritón: “amor de mis amores, sangre de mi alma, regálame las flores de la esperanza”.

No les comentó el asunto a los choferes que desayunaban en una fonda del pueblo engullendo platos de mondongo y latas de cerveza. Al tiempo, sin necesidad de que él los azuzara, varios de aquellos socios le confiaron que habían transportado a la mujer sin atreverse a mirarla. A diferencia de él desconocían la belleza escandalosa de la asesina. Sólo le habían visto la cara.

Hilando los cuentos ajenos con las experiencias propias, concluyó que la carretera estaba más abierta que la loca Beatriz. De tamaña herida cósmica podía dar fe otro personaje. Se llamaba Gabriel Marte, y era uno de esos guardias que siempre están limpiecitos, con el pantalón fileteado, tan remilgoso que se agitaba cuando le caía una gota de café en el chaleco antibalas. Le habían dicho que ahora el cabo Marte tenía el pelo blanco, que oía voces y escribía en las paredes, síntomas claros de que le faltaba organizar sus conocimientos.

La locura de Marte venía de tiempo atrás, de un incidente con una secta de vagabundos harapientos perdidos en los recovecos del bosque. Después de una temporada en el manicomio había vuelto al servicio. Renació a la locura una madrugada, en el mismo peaje entre Cayey y Caguas donde según Torres la fantasma mayor se despedía de los choferes. La madrugada es un oasis, no hay mucho tránsito, la hora es fresca y los asesinos son más escasos que los fantasmas. Pero una cosa es un espíritu inquieto y otra un monstruo como el que se enamoró de Gabriel Marte.

El guardia coqueteaba con la muchacha que cambiaba billetes por monedas. De pronto sintieron una oleada de calor, eso declaró la muchacha, que toleró mejor la prueba. Marte se quitó la gorra para abanicarse y abanicarla. A sus espaldas se hizo la luz. Notó el asombro en los ojos de la mujer, se volvió y desenfundó la pistola pulidita. Entre los palos sembrados alrededor de la estación hay un rarísimo árbol de violeta. Suspendida en el aire, sobre la copa del árbol, una esfera plateada brillaba más que el uniforme del cabo.

Contaba la muchacha que el pelo indio de Marte se encrespó como polvo de hierro magnetizado cuando, desde el platillo anclado en el aire justamente sobre ellos, la criatura, cuyos ojos eran más lindos que los del cabo, se puso a mirarlo con tierna expresión moviendo de un lado al otro la cabeza. Antes de desmayarse la chica del peaje vio que el cabo disparaba al aire y corría a meterse debajo del carro patrulla, manchándose el chaleco antibalas en un charco de aceite. Después a los dos se les había ido el mundo.

Hay cosas que siempre se están yendo del mundo. Los visitantes espaciales; la sangre estancada en el cuerpo de los muertos hasta que el embalsamador de cadáveres la derrama fríamente; las salas de tortura que se esconden en los sótanos de los países civilizados; las putitas y los putitos que sus padres venden para sobrevivir y seguir pariendo putitas y putitos.

Afortunadamente, además de esos huecos por donde la muerte se chupa la sangre de tanto pobre infeliz, hay otros donde el hombre remienda su cordura.

Sebastián pensaba que ningún conocimiento ajeno a estas verdades valía gran cosa, y aunque no todos los hombres convierten lo que saben en conocimiento él sí lo había hecho.

En la soledad de la noche se dedicó a disciplinar metódicamente sus ideas. Aprendió a distinguir a los charlatanes de los viajeros trágicos, a los espíritus peligrosos de la mayoría desconsolada. Los monstruos le regalaron la imagen de su propia muerte. Es un hombre abierto, sabe que lo más trágico de la vida es vivirla sin alcanzar a ver más que una migajita de lo que existe.

Sintiendo el deseo de jubilarse de la carretera y acercarse a personas normales con quienes compartir sus conocimientos, agarró el diccionario y una Biblia y pintó el rótulo Iglesia Pentecostal Libre.

Amanecía. La boda de dos criaturas enamoradas, temibles para quienes no saben nada de las cualidades de los vampiros comunes ni han visto gran cosa había dejado un sabroso olor a tomates en el aire.

Abrió las sillas plegadizas donde se sentarían dentro de unas horas los hermanos del culto, sus únicos parientes además de Ana del Carmen y familia. No tenía hermanos de sangre ni se relacionaba con sus primos ni con las hermanas de su mujer. Le habían dicho que Emilia, la prima consentida de su niñez, tenía cáncer. Otra prima trabajaba en las Naciones Unidas. Se llamaba Carmen Goldblum y recorría el mundo, todos los continentes y sus mares, mientras Sebastián transitaba por el universo de la autopista en su isla chiquita como un pañuelo. Una hermana de Juana había enloquecido. Su hijo, un muchacho anormal, quedó al cuidado de la hermana mayor, Isabel. Isabel y el nene de la loca vivían en una calle sin salida, en Puerto Nuevo, una barriada de casitas machacadas por el monóxido de carbono y los vapores infernales de la brea. De la vida de Emma, nada se sabía. Emma Pagán, la nieta del primo Hermenegildo.


Le conmovía aquella familia de flores secas como le conmovieron Laurita y Gerardo regalándole orquídeas oscuras para adornar el templo. Acostumbrados a la luz nocturna, los vampiros pierden el gusto por los colores que alegran la vida de los mortales. Lástima. De vez en cuando nada, si siquiera el conocimiento, supera la condición de ser mortal y salir a la calle al amanecer. Aurora, la perra del nieto, con su pelambre húmeda de sereno, se estiró moviendo el rabo y bostezando como una ostra senil. Era tan linda que los años y los callos y el hambre ocasional no le habían quitado el olor a cachorra. Cuando se movía dejaba a su paso, además de alguna garrapata siempre viva, un aire de gracia digno de que lo guardara un poeta trasnochado, el misterioso visitante nocturno que recogía los mangós caídos de los árboles viejos.


Todavía no despertaban los vecinos en las casitas pintadas de rosa y verde. Abrió la puerta de la suya, en el traspatio de la casa de su hija, una cobija acogedora con pisos relucientes de losa italiana. Caminó derecho al cuarto donde había un catre junto a una mesa y sobre ésta una Biblia, un diccionario, el retrato de la difunta Juana y una jaula vacía que le había regalado la vampiresa Laurita, ex criadora de canarios.


De pronto sintió que caía en un matorral de plantas urticantes. Era la señal de un nuevo mensaje. Un hombre abierto recibe mensajes incomprensibles que le llegan de todas partes.




El árbol de violeta se esconde, pero su flor lo delata. Después trataría de interpretar el significado de aquellas palabras, acudiría a sus dos libros y a los recuerdos para tratar de entenderlas. Por lo pronto se limitó a escribirlas en la pared con un lápiz de carpintero. Su tío dejaba escritas sumas y restas en las paredes de madera de su casa, la misma que ahora se deterioraba hecha una ruina en el solar de al lado. Marte rasguñaba poemas insensatos en las paredes del manicomio, eso le habían contado. Él escribía los mensajes que recibía y los comentaba en el culto. Quizás toda flor es una esperanza, pero no sería fácil explicarlo sin que algún hermanito se mirara la bragueta cuando él repitiera las palabras.

Hermana, hermano, tu flor te delata.

Sintió un bendito cansancio. Por lo general veía cosas aterradoras cuando cerraba los ojos. No podía descansar sin antes conversar con ellas, pasarles la mano, hacerles el cuento, dormitar entre pesadillas como cualquier guardián digno del nombre, pero este bendito cansancio presagiaba un sueño profundo, uno de esos sueños que embellecen al hombre más feo.

(De mi libro Fúgate, 2005)

domingo, 12 de agosto de 2018

Tu flor te delata: primera parte




Era ministro pentecostal y acababa de casar a una pareja de vampiros; ni príncipes, ni mendigos, ni siquiera humanos: vampiros. A este siervo de Dios nada le parecía más natural que el contacto con criaturas diferentes, aunque se cuidaba de no revelar la amplitud de sus afectos. Conocía los prejuicios humanos y por evitar el escándalo había escogido la hora desierta de las cuatro de la madrugada para unir las inmortalidades de Gerardo y Laurita. Una experiencia conmovedora la de casar a un par de jóvenes elegantes: la niña se veía guapísima con sus colmillos puntiagudos, un par de armas letales que en lugar de rebajarle la hermosura advertían del peligro real que siempre, no importa la especie, supone arrimarse a otro cuerpo; el muchacho cargaba un nido de ideas musicales en la esponja de sus rizos.
La ascensión de la pareja dejó un olor a tomates en el aire, un tufo a delicias podridas que Sebastián guardaría junto al recuerdo de una alegría incomprensible. Dos de las madrinas suspiraron un rato en la quietud nocturna antes de elevarse en direcciones opuestas, acentuando el ritmo de sus brazos con carcajadas crepitantes de sal echada al fuego. La tercera, que no sabía volar, lo besó en la mejilla antes de volver a San Juan en el automóvil de la dama de honor. El reloj marcaba las cinco. Faltaban minutos para la salida del sol según el almanaque Bristol. A las diez de la mañana habría culto, llegarían los veinte hermanos, las veinte ovejitas que se le habían acercado.
Se miró sin dureza en el espejo de la pared del fondo del local que antes de convertirse en templo había sido una barbería: el bigote pintado, la camisa blanca de mangas largas, la corbatita estrecha y corta, la panza acumulada en años de amanecidas al volante, cuando añadía un par de cervezas al desayuno, se acostaba con la ropa puesta en el sofá de la sala para no despertar a Juana y a las pocas horas, mojado de pesadillas, adolorido y barbudo, se sentaba a la mesa a devorar platos que repetían en sus lomas de arroz con habichuelas la topografía de los cerros o el perfil dilatado de las cosas.
Acarició el mantel de hilo donado por los novios, uno más entre los pocos haberes de una iglesia que ya contaba con varios tesoros, algunos tan inapreciables como las sillas plásticas, el florero en forma de base de lámpara, un amplificador roto y un timbal sin pedales. La negrura del mantel resaltaba en la claridad del espacio estrecho, con ventanas de cristal y una alegría de ala de gaviota en las paredes que, sazonando la lectura de algún versículo bíblico, le había sugerido el nombre de la congregación: Iglesia Pentecostal Libre. A los hermanitos atemorizados por el filo de la palabra libre les decía que él creía en Dios y que Dios era libre, no tenía límites ni prejuicios, por algo creó ángeles y pecadores. Pero los hermanitos no deseaban verdades, más bien se congregaban para protegerse de ellas. Distraer a los demonios, navegar horrorizado entre sueños, velar por la tranquilidad de sus hermanitos, de tales peripecias se encargaba él.
La amistad de abundantes criaturas monstruosas le parecía un regalo del destino. A esas horas, mientras el mundo dormía el quinto sueño, cuando de la playa llegaba un olor a infancia pobre que competía con la peste de la basura y las calles esperaban el viaje precario de los perros callejeros, las criaturas olvidaban sus miedos y se daban una vueltita por el barrio. Algunas eran dañinas, otras no, pero todas se le acercaban. Habían acompañado a Sebastián por la vida y conocían su amor sobrenatural al conocimiento.


No le gustaba estudiar en escuelas con paredes. Al aire libre aprendió siempre, desde que a los muchachos de las parcelas, unos terrenos que el gobierno había entresacado de una finca grande para repartirlos entre antiguos peones de las haciendas de Santa Isabel, les dio por reunirse alrededor de un tamarindo centenario, convocados por un tipo raro: Ebenecer Pomales.
Decían que Ebenecer era afeminado, aunque no residía en ello su rareza, sino en que sin pagarles ni sobornarlos supo educar a los muchachos parceleros de una manera novedosa: haciéndoles memorizar significados de palabras. Palabras carilargas (deber, consistencia, prematuro); palabras dulces (bollo, pajuil, indeleble); palabras blandas (lelo, limbo, flojo). Sebastián todavía se entretenía leyendo el diccionario y memorizando significados de palabras, afición tan estéril como el hábito de leer esquelas y hacer crucigramas.
Para los demás la pasión de las palabras se limitó a una aventura de verano, una experiencia breve, torrencial. Cinco jóvenes guardaron en sus memorias el significado de mil palabras a razón de doscientas por cabeza. Como el sentido de un evento tan desencajado del ambiente no hubiera podido adjudicarse sin la formalidad de una ceremonia, organizaron un espectáculo para lucirse ante los vecinos. Arrastraron las sillas de los comedores de sus casas y las colocaron en el centro de la placita del barrio, además de improvisar una tarima con cuartones y cajas de madera que, habiendo viajado desde Nueva Escocia repletas de pencas de bacalao, parecían dispuestas, no obstante su debilidad, a soportar el peso de los cuerpecitos demacrados. Ebenecer hizo una reverencia solemne, parecida al gesto de un ilusionista que presenta una función de papagayos parlantes. Solicitó a los asistentes que acudieran a los diccionarios colocados al lado de la tarima para interrogar a los sabios. A Sebastián le había tocado memorizar doscientas palabras arrumbadas entre las entradas “majestuoso” y “neonatal”. Cuando le preguntaron los significados de menorragia, musaraña y necear contestó sin vacilaciones. Cayó de boca en “matorral”, porque no se acordó de deletrear la palabra antes de definirla.
El verano siguiente los papagayos se olvidaron de las letras para imitar el comportamiento de los perros en celo y Ebenecer se quedó esperándolos con sus diccionarios abiertos. Otra experiencia torrencial los convocaba. La loca Beatriz se acostaba junto a los canales de riego del cañaveral, se alzaba la falda, separaba las piernas. Los atrevidos se escurrían entre sus muslos de hierro; los demás, pagaban por mirarla.


Él no era atrevido, pero tampoco tímido. Curioso sí. Se acercó a Beatriz deslumbrado. Asombraba el tamaño de aquel animal de entrepiernas, la abultada cresta peluda olorosa a sal penetrante, los labios arrugados color violeta que elevaban una llama liberada del cuerpo de la hembra. Entonces sólo había visto la de Emilia, una de sus primas, cuando los dos tenían cinco años. Emilia desnuda y él con la mirada perdida en el cuerpo de la niña, en aquella forma inolvidable, la leve rajadura que se repite entre las lomas diminutas y en la concavidad del mar. Sebastián pensaba que aquella era una de las formas ocultas más reales del mundo. Estaba seguro de que quien piense que conoce a una mujer sin haberla visto desnuda se engaña, como se engañan siempre los hombres ante unas verdades que ni el más bravo es capaz de enfrentar sin el beneficio de un temple curado. Quien sea consciente de que cada vez que respira un niño muere de hambre nunca respirará a sus anchas. Quien haya visto de una mujer solamente lo que ella le enseña al mundo y crea conocerla jamás entenderá que la verdad siempre se esconde.
No era un experto en mujeres, al contrario. Se consideraba un hombre rústico, enamorado sin hastío del recuerdo pueril de Emilia, el  amor de su infancia. Un hombre simple, capaz de querer hasta la muerte a Juana, su esposa de más huesos que carne, mustia y munificente. Un hombre transformado por el horror de cerrar los ojos del cadáver de su mujer, que lo habían mirado confiados desde que ella era una niña y él un niño, huérfano de padre y madre, criado por unos tíos indiferentes.


Las hermanas de ella no se opusieron cuando, como quien recoge un gatito que sobra, él se llevó a Juana y su dote de dos pares de zapatos, ropa interior y otras prendas que cabían en una bolsa plástica de supermercado.
La historia de Juana se le impuso de pronto en su mediocre estrechez y lloró sin esfuerzo, con la espontaneidad de quien sabe que ni las lágrimas ni las risas economizadas generan riqueza. Juana sufrió al principio y al final de la vida. En los años del medio, los que pasó con él, había tratado de darle un poco de felicidad, aunque pensando en la vida de la pobre bajo la luz insoportable del sol que salía concluyó que después de aquel enorme sufrimiento de su infancia no era posible más que una mitigación ocasional de la tristeza.


(De mi libro Fúgate, 2005)


Primeros párrafos

Recuerdo cuando recibí el envío de mi sobrina. Leí su letra en una nota breve: quizás me interesaría conservar aquellas cartas. No pensé en ...