Otra línea abre
una discusión sobre género en el campo masculino de la salsa. Son los ensayos
de Frances Aparicio y Licia Fiol Matta, centrados en Myrta Silva, La Lupe,
Celia Cruz y La India. En la personalidad escénica de Silva, se llevó a la
televisión con éxito el espacio del performance: lo monstruoso, lo estrafalario
y el sentido del humor cruel… en personajes que ella representaba como “sujeto
alucinante” queer. En esa tapadera del lado excéntrico del panteón se fija el ensayo
de Licia Fiol Matta sobre Myrta Silva. La performera queer por antonomasia, si
fuera posible una antonomasia queer, convirtió lo degradado en espectáculo con
una dosis de ética cínica, según Fiol –Matta. La artista se llevó a la tumba,
cinismos aparte, la sensibilidad herida de que no se reconociera su talento de
compositora de boleros. La crueldad hacia lo diferente es uno de los fondos del
producto cultural mercadeable; apunta a su lado reductor problemático.
El ensayo de
Frances Aparicio se centra en la figura de la India y de cómo se construyen las
genealogías de una mujer en un campo cultural testosterónico. La India
reorganizó el suyo para sembrar su tradición rezagada, al sacudir el dominio de
la reina, Celia Cruz, y reclamar un
espacio memorioso de fundadora para La Lupe.
En la crónica
de Ana Teresa Toro, “Las viudas de la salsa”, también se estremece la
masculinidad gestual del salsero. La
subjetividad femenina se acerca entre la repulsión y la solidaridad al raro
comportamiento de una identidad frágil, y construye, de paso un punto de mira
refrescante en nuestra galería de cronistas desdeñosos. De manera análoga el
acercamiento a una figura paterna, un hombre obsesionado con las afirmaciones
de virilidad que se sellan en la salsa y en el cuerpo del policía, configuran el
ensayo de Jossianna Arroyo. Estos asedios a la construcción de la masculinidad
por vía de la salsa tienen un contrapunto en el relato de un músico que
trabajaba en los muelles, cuyo fantasma debe recorrer las calles de Puerta de
Tierra, muy cerca de aquí: “Avísale a Papy Fuentes”, de Omar Torres Kortright. La entrevista con el bongosero Papy Fuentes, que
forma parte de la investigación para un documental sobre el cantante Chamaco
Ramírez, tiene el encanto de un final luminoso: la resurrección de un hombre espléndidamente
bueno que se daba por muerto.
Otro avatar
del panteón salsero y sus genealogías se lee en el ensayo de Juan Otero Garabís
sobre una expresión de la música callejera tradicional: los pregones. Los
vendedores ambulantes convertían las calles pueblerinas en escenarios
teatrales. En algunas letras de salsa quedan ecos de los pregones, o anuncios
de mercancías apetecibles y servicios que se cantaban en los barrios de Puerto
Rico: los anuncios cantados del amolador, del vendedor de fuerza (mondongo), de
maní tostado. Sus voces se recogieron en temas de salsa, muy particularmente en
los sones del Conjunto Clásico. El ensayo
de Otero Garabís se relaciona con los de Juan Flores y Ángel Quintero en su
acercamiento a los procesos de conservación y mutación de identidades
culturales. Me lleva a un libro generoso en relatos de vidas musicales. Música y músicos portorriqueños,
publicado en 1915 por Fernando Callejo Ferrer con el pretexto de recaudar
fondos para los estudios de canto de su hija Margarita en Milán. Buena parte
del libro de Callejo se dedica a los músicos
que dieron vida a otra música de la calle, más institucional pero no menos
entrañable: las retretas. En ese escenario sobresalieron los Tizol, antepasados
de Juan, el trombonista y compositor de la orquesta de Duke Ellington.
Hiram
Guadalupe Pérez, historiador de la salsa, abre un espacio en la línea de los
panteones para dejar constancia de “la salsa underground neoyorquina”, en una evocación de los grupos marginados por
la maquinaria mercantil que fue Fania, revelando las tachaduras que la disquera
dejó a su paso y rescatando nombres. En pocos años, comenta Guadalupe, Fania
acaparó la industria discográfica latina, sacando del mercado a numerosos
sellos pequeños, “portaestandartes de una salsa inteligente y de conciencia”,
para obligar a sus artistas exclusivos a forjar un estilo homogéneo.
Las crónicas y
los reportajes son los espacios vitales del libro. Son también escrituras de
jóvenes. Incluso en el texto de Christian Ibarra, con fotos del venerable
Ricardo Alcaraz, sobre los concurridos
funerales de Cheo Feliciano, el cierre monta un broche de buen humor: “Sí, como
se dice, a la familia se le conoce en la desgracia, éramos muchos y parió la
mula”. Estas crónicas apuntan a un más allá de la muerte, como en el escrito de
Jossianna Arroyo, un acercamiento a otro archivo: la colección de discos del
padre, mientras que Ana Teresa ilumina con ironía el reverso delicado de un género
viril, la delicadeza, la áspera ternura descubierta y vulnerable de una hombría
que, como toda identidad impuesta con violencia, es también una carga.
La dura
belleza expresiva del tamborero y su instrumento, recogida en ocho fotografías
de José Rodríguez y entrevista del compilador del libro, César Colón Montijo. Se
persigue documentar al músico en pleno movimiento muscular, en las tensiones y matices
que procuran el éxtasis (pero en comunicación constante con los demás músicos
del conjunto, pues al tamborero le toca “amarrar el ritmo”), así como dejar una
imagen para que “las nuevas generaciones puedan observarlos y apreciarlos”.
La música bailable,
festiva, limitada por el formato del disco, no da cuenta de todo lo que la
salsa es, o fue. El ensayo de Rosa Elena Carrasquillo vuelve sobre los hilos de
raza y sacralidad, a raíz de un peregrinaje de la autora a la ciudad panameña
de Portobelo, para la fiesta del Nazareno. La canción de Ismael Rivera que
lleva ese nombre se ha convertido, según Carrasquillo, “en un himno panafricano
en el Caribe español”. El sentido de la
ruta se invierte en el giro de los sones comercializados del Caribe hacia el
canto ritual, en un puerto que fue una de las venas abiertas por donde fluyó
hacia Europa la riqueza de este lado del mundo.
La salsa, en
la diversidad que revelan estos ensayos, ha tenido la vocación narrativa de la
bomba y la plena. Ha contado historias, o, para citar a Otero Garabís, se ha
acercado a “la crónica, el noticiero, a la tipificación de caracteres urbanos y
suburbanos”, desde el canto de los soneros encarcelados y las memorias de los
barrios, las fiestas comunales y familiares, hasta las Villas y la Montaña del
Oso en Nueva York. Ese don explica que, tras el paso de sus músicos dominantes se
siga escuchando con lealtad, y que sea tan concurrido el Día Nacional de la
Salsa, recreado en crónica de Ana Teresa Toro, con mirada asombrada a los salseros
de la familia Montijo, o que haya existido la catedral de la música latina,
discos Viera, que reseña el cronista Élmer González con fotos del reincidente José
Rodríguez, lugar que fue de tertulia para Tite Curet Alonso, Willie Rosario,
Bobby Valentín y Tommy Olivencia. O que
la tierna crónica sobre Papy Fuentes firmada por Omar Torres Kortright, además
de narrar el encuentro con una leyenda que fue un sencillo hombre de familia,
pobre y leal a sus espacios vitales, dibuje una estampa de este barrio donde
nos encontramos y una entrada en El Falansterio, el edificio gris corroído que
representaba para los años en que se construyó, una esperanza de renovación.
De manera que
este libro relativamente breve es un junte de ingredientes contrastantes. En él he leído tres líneas
cantadas que se cruzan. Hay una cuarta: la que pisa José Raúl González, Gallego,
en complicidad con Hermes Ayala. Es el altar de sus amores y temores de poeta. Línea
cantada de calle imponente y tierna, de barrio melancólico en la memoria, donde
ante la pérdida de un anclaje se repasan los significados de una palabra, “barrunto”,
que suena a desplome de barajas que caen, a truenos y dolores. Pero el barrunto
de Gallego, deja en el ánimo un desplome liberado de la fuerza de gravedad, como
si diseñara lo imposible, una caída hacia
arriba, en aire de comparsa, la exhalación de una festividad de pueblo llamada
“hisla”. Con h muda.