viernes, 25 de octubre de 2013

Leer a pesar de


 
 
 
Leer por gusto, sin la ceguera del prejuicio, leer no desde el anonimato de la lectora, sino desde el anonimato del libro, no para apuntalar un dictamen en un premio literario –todos tienen su negociación y su maña- sino justamente porque nadie te pide que leas. Comentar cómo va la lectura sin revelar el nombre del (a) autor(a), llevar una bitácora de reacciones en torno a un libro de relatos galardonados en lugares de nombres castizos. El título garciamarquesiano, sumado al aire para mí incómodo de un realismo mágico popularizado por Isabel Allende me dificulta la entrada en el cuento inicial (que no es el primero del libro) pero como leo por gusto, deponiendo resistencias, me empecino y doy con giros imprevistos en la trama de un personaje a un tiempo raro y familiar; una mujer dotada de facultades tan sutiles e imponderables que la norma es incapaz de recoger la sombra de su música y la jaula del lenguaje le quiebra el vuelo. El cuento me seduce. Luego me seducen los pasos de un espíritu hembra que se desprende del cuerpo y desanda con lujuria los lugares del muerto desconocido que compartió con ella la encrucijada fatal. Van dos narraciones seductoras, dos de un conjunto de doce, sé que hay más, de modo que es un libro para leerse. Sin pensar en la identidad de quien escribe, como si yo fuera una lectora nigeriana, remota y ajena a esta isla de la antipatía.  Solo sé que enigma enseña en la universidad de mi pueblo, pero recuerdo un solo encuentro -creo que era, no estoy segura- cuando fuimos a buscar a Luisa Futoransky a un congreso de escritores y enigma, con elegancia de intérprete, nos explicó cómo salir de aquella olla de grillos y llegar al hotel.

miércoles, 16 de octubre de 2013

Plazas


 


En un poblado del sur llama la atención un cine en ruinas con mural de estampas religiosas y de músicos. Muy cerca están los edificios abandonados del “company town” de Aguirre, la enorme central azucarera dotada de mansiones, cine y hospital segregados. La situación de los obreros de Aguirre no los distinguía en esencia de sus antepasados esclavos de plantaciones, otro sistema de exprimir al trabajador para sacar el dulce.

En el poblado hay una plaza que antes era de las cabras y ahora abarca un espacio de dimensiones generosas, donde en Navidad los vecinos instalan y decoran un árbol imponente. Los domingos se congregan cuando hace buen tiempo y forman una rumba de congas, cantos y baile. Paco y yo pedimos permiso de entrada a un don con aspecto de líder y luego a un joven con rizos negrísimos y cara bella y simpática, para compartir su banco. El muchacho es reguetonero desempleado. Vende jueyes, destapa una paila y ahí están los crustáceos azules de ojos saltones y palancas al aire, condenados al martirio del caldero. Pero este joven no es un recolector de jueyes calladito. Ha actuado en alguna película. Y como tiene talento de performero nos explica con palabras acentuadas por gestos el asombroso ciclo de la captura de jueyes.

Enredados en una bola, desde las entrañas del mar, rompen en la costa, como un vómito de algas, decenas de jueyes flacos de patas peludas. Hay variedades. Está el juey dormido, que se protege como algunos boxeadores, cubriéndose con los guantes y encorvándose (el muchacho hace el gesto). Es el de la mordida más temible, tiene fuerza en las palancas. Está el juey pelú, tan grande que para capturarlo metes la mano en la madriguera y lo sacas por una de las patas, (hace el gesto). Y el juey común, el que sufre  el encierro de la paila.  

El muchacho menciona sus reguetoneros favoritos: Vico C, Tego Calderón, El Daddy. Le gusta hablar con las personas mayores, quizás porque llegar a viejos no se concibe en el horizonte de los chamacos. Los viejos somos raros. Parece que seguimos consejos. Y los chamacos prefieren pasarse por buen sitio la autoridad que no reconocen ni entienden, la del estado, la de las familias. La ley machista del padre ausente. La ley matriarcal de la madre machista. En las comunidades maltratadas la vida replica internamente el maltrato de la explotación social. La ley de la familia puede ser dura con las mujeres, los niños, los homosexuales, los raros.

De modo que se entretiene hablando sobre el barrio con los mayores, como el ex comerciante de 82 años que se nos acerca. El don es pícaro y elegante, cuenta muchas cosas, son muchas cosas y el muchacho quisiera anotarlas todas, recoger las historias del barrio (una película, le digo, haz la historia de estas casas y de la gente). Pero no se anima porque la vida es dura y para ganarse unos pesos aquí, donde no hay trabajo, o velas jueyes y te confundes con ellos o te enlistas en las filas del narco, o emigras, y esto último le atrae porque nunca ha salido de la isla.

Se nos acercan dos muchachos en bicicleta. Uno con gorra blanca de pelotero y camiseta inmaculada, me mira de frente. Serio como un policía de carreteras. El otro se coloca a la derecha, se apea de la bicicleta y echa vistazos cortos, con gesto coreografiado de robot guardián, hacia los alrededores de la plaza. No nos mira a la cara. Es alto, esbelto, negro, bellísimo y usa gafas de sol. El reguetonero nos presenta a sus amigos. Los chamacos en bicicleta saludan y se van.

Un perro insiste en hacerse el simpático y el muchacho lo espanta. Hemos compartido unas cervezas al aire libre, compradas en los dos cafetines del frente. Hemos escuchado las anécdotas del viejo, los bailes en Nueva York, la vida en Trastalleres, la historia de una mujer que era “un caso que había que atender”. El muchacho se despide. Parece que ha recibido algún mensaje. Luego dice que le avisaron de alguien que quiere comprar jueyes.

No llegaron las congas. Hoy no se armará la rumba frente a los cafetines de la plaza.  El comerciante octogenario comenta sobre el hombre joven, arrebatao con droga, que baila tambaleándose a la entrada del cafetín. Paco me apura para que nos vayamos. Desde el carro en movimiento fascinan las casitas. Algunas son cubos de madera despintada, con techo de cinc a cuatro aguas. Otras se adornan con los colores más estridentes y vivaces del mundo. Los gallos se pasean confiados por las calles de este barrio de santeros. Otro perro hambriento, más tímido, flaco. Un solar donde hubo una casa y ahora queda un brote de coralillos y árboles amputados. 

Las casas del barrio. Las formas. Los colores. Alguna ruina. Cada una es distinta de la otra. Con esa gracia que se improvisa y se salva del mal gusto por las limitaciones que impone la pobreza. Hay que hacer algo para que ese muchacho las vea y las escriba. Paco me dice que él vio otras cosas. La movida, que estábamos en el mismo medio de un lugar peligroso que tiene sus reglas, interrumpiendo la fluidez del punto de drogas.

Después nos enteramos que el mismo fin de semana se cometieron 18 asesinatos en Puerto Rico. El performance de la violencia del narco replica la violencia de clases, la violencia del estado. Cuando decapitan una víctima, cuando la descuartizan, van más allá del castigo. Más allá del escarmiento y del ejemplo aterrador. Borran la identidad de esa persona, le niegan el derecho a un nombre, el epitafio de una vida tan frágil, sucia e irrepetible como la del “Windsor Royal Baby”. Nunca sonrió, nunca fue niña; nunca fue el muchachito que aprendió a gatear con valentía, que le sonreía a los perros entre maltratos.

La violencia del narco es una exacerbación grotesca de la hipócrita violencia del estado. Una caricatura macabra. No acato esas reglas. Y me pregunto si todavía se puede hablar sin la biblia bajo el brazo y en estado de inocencia. O si nuestra conversación dominguera en el banco de una plaza fue un momento de gracia, una puerta que no se reabrirá.

Nos haría bien que el muchacho reguetonero escriba y represente las verdades de su barrio. ¿Cuánto cuesta abrir un espacio en el tiempo de ese observador sediento? ¿Cuánto tiempo para reconocer el brote de arte y espiritualidad, el talento que se nos escapa, la negación de la realidad palpable, la sensibilidad desperdiciada que el Gobierno no contabiliza en sus presupuestos culturales y en sus balances de pérdidas?

Escribir la violencia, la fealdad, la insólita belleza de la existencia; reconocer la presencia de la plaza, la antigüedad de sus historias, el misterio de las casitas donde animales y humanos dejan sus marcas.

 (Publicado en Nuestra Aparente rendici[on, octubre de 2013)

sábado, 7 de septiembre de 2013

El jardín de polvo


 
Encontré esta foto de Rosario Ferré en un Almanaque puertorriqueño de Conrado Asenjo. La comparto con pasajes de un testimonio que  leí en su presencia (2005).

Recuerdo la lectura  de Papeles de Pandora (1976) en aquellos años de amor y anarquía. Con la ingenua militancia de una generación que se propuso hacer hombres nuevos, desconocíamos que el libro tenía antecedentes. Al menos yo no había leído los Cuentos de una abeja encinta, de Marigloria Palma, ni Obsesión de heliotropo, de Violeta López Suria. Son historias situadas en una encrucijada; de una parte el Puerto Rico suburbano que se levantaba de la noche a la mañana con la ferocidad de un virus nuevo; de la otra el olor profundo de la tierra trastornada, que en vez de desaparecer se iba sedimentando en libros delirantes, condenados al olvido.

 

Agradezco a Rosario Ferré la invención de varias metáforas, sobre todo  una, no porque la haya confrontado con una tabla de valores críticos, o sometido a una reflexión sistemática sobre la verdad de las metáforas. Es la construcción de un jardín de polvo, en el cuento del mismo nombre.

 El tono es el solemne y levemente desencajado de las historias arquetípicas, las fábulas, los cuentos tradicionales. Los botánicos renacentistas coleccionaban especies en sus viajes con la intención de recrear el mundo en los jardines de las cortes reales. Los coleccionistas de este pequeño jardín siembran el mundo ausente en un espacio cerrado bajo llave por el Barbazul del cuento.

En ese jardín. “un paraje sin ruido ni de viento ni de agua”, la única aventura  es convertir las volutas de polvo de la concretera  en  ”una misteriosa geometría de rombos, cubos y ángulos sobre las láminas grisáceas del suelo”. Cuando la mujer y el jardinero terminan sus labores esperan “una noche sin luna para salir a verlo. La concavidad púrpura reposaba su vientre agujereado sobre la superficie del jardín con la impasibilidad de una anémona servida sobre un plato de porcelana perfecta.  Casi no se podía respirar”.

Las referencias son claras: al polvo de la fábrica ponceña, situada donde estuvieron los cerros de piedra caliza demolidos en el barrio Portugués; a las urbanizaciones emergentes con sus casitas angulosas y tediosas; a un uso de la escritura como ritual que transforma la brutalidad en belleza; a las colecciones manieristas del Museo de Arte de Ponce; a las casas belle époque de esa ciudad que según otro de los personajes parece “una inmensa repostería de lujo”.  Ponce, escenario de ópera y plena, lámina arrancada a un libro de cuentos para niños sedientos de sangre, deseosos de un orden que solo se cumple en las leyes del sueño.
...

Fue tarea de Pandora darle voz a los silenciados, restituir la crueldad y la esperanza a los cuentos tradicionales, reescribir a los autores y familiares de su infancia, y armar un escándalo.

viernes, 23 de agosto de 2013

http://lasmalasjuntas.com/

Puerto Rico en Las Malas Juntas



Se ha dicho que la literatura puertorriqueña es extraña. Cabe el adjetivo para calificar una producción marcada por la anomalía de una colonia donde todavía se habla español aunque en su metrópoli prevalezca un idioma distinto. Lo notable es que exista un cuerpo de libros clasificables como “literatura puertorriqueña” y que el género cuento forme parte sustancial de esa biblioteca.
En un país caribeño determinado por la emigración de buena parte de sus pobladores y sin soberanía en derecho, la existencia de una memoria colectiva como apoyo de universos literarios es asunto complejo. Sin embargo, cierta continuidad define la relación entre memoria, historia y escritura. La tensión entre los encierros de la política y la “soberanía literaria” se encuentra ya en los primeros trazos de los primeros autores, aunque algunos críticos y autores del propio país hayan propuesto, erróneamente, que se trata de una literatura débil, monótonamente atrapada en el dilema de la identidad nacional.

Hoy esa literatura sobrevive a los vaticinios de sus sepultureros. Esta muestra de relatos presenta una diversidad de ámbitos imaginarios, siempre poéticos. En cada caso se deja ver la apropiación de una cultura literaria y mediática sin fronteras, a la par que se ilustra la singularidad de unos modos en nada genéricos, que solo pudieron brotar de una experiencia irrepetible, de una comunidad de vacíos y apetencias.

La literatura escrita por las puertorriqueñas y los puertorriqueños, en la isla y en la diáspora, ha sido una rara literatura. Ha sido, incluso, una literatura invisible e introvertida. Pero esa soledad no le ha restado fuerza. Escribir aquí –un aquí sin precisión geográfica– es deberse nada más que al deseo y a la responsabilidad ética que siempre ha supuesto tomar la palabra. Una extraña literatura, quizás, en el sentido de ciertas especies deslumbrantes y resistentes.
 
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miércoles, 24 de julio de 2013

Lujos de la escritura: Colección de arena, de Marta Ortiz


 

 
Colección de arena reúne los relatos que Marta Ortiz ha escrito después de El vuelo de la noche, un libro premiado por la Bienal Internacional de Literatura Puerto Rico 2000 y publicado por la Editorial de la Universidad de Puerto Rico en 2006.

¿Puede el cuento comunicar la densidad del mundo? El detalle que da espesor y riqueza a la novela no ha tenido buena suerte en las poéticas funcionalistas del cuento. No obstante, ese espesor es la respiración de los cuentos de Marta Ortiz, poseídos por una rara calidad orgánica; dejan la sensación no tanto de verosimilitud en las acciones como de encontrarnos, en situaciones que no suelen ser extraordinarias, ante objetos palpables y autónomos, quizás lo desconocido que se desprende de la cosa más pequeña (Flaubert). Contrasta la transparencia quirúrgica del instrumento con la complejidad del objeto, pues el ojo es el lente de estos relatos orgánicos como las perlas de un collar que se disparan cuando la protagonista sufre una violación que pudiera ser imaginaria, el efecto de su identificación con las mujeres violadas (“Lunares de sol sobre el verde del césped en el parque”).

Colección de arena festeja la densidad del lenguaje exuberante, incluso extravagante, como un lujo verdadero, porque hay lujos verdaderos y la vida más ascética los tiene. El dolor, al iluminarnos, bordea la belleza que estos cuentos atrapan. En más de uno, la protagonista es una mujer venida a menos. Si hombre, lector y despistado. Los personajes masculinos tienen un don que alguien llamó el ojo femenino para el detalle y una perversa tendencia a la fascinación engañosa (“Muñecas”). La complicidad entre crueldad y belleza siempre ha sido perversa.

Hay cuentos de familias empobrecidas en un gran país “bananero” (40); cuentos que contrastan la opulencia con la carencia en un cumpleaños de frívolos personajes (“Cumpleaños”); cuentos que reflejan la fragilidad de la clase media en un enigmático relato donde el automóvil tomado por los mendigos, detenido en el barrio marginal de la costurera de la protagonista, parece una variación de la casa tomada cortazariana (“El vestido de moaré”).

El ojo es el lente, pues, y la pérdida el móvil, pero la metáfora es el medio que privilegia la relaciones de oficio entre la costura bien medida y el oído y la paciencia: “Mi madre cosía y sostenía la tela bien tirante para que la costura no se frunciera y yo pasaba horas mirándola, oyendo la lluvia rebotar en los techos… Tardes de costura, de papel de molde, de hilachas; recortes de géneros diseminados por la galería donde se instalaba la Singer cuando hacía calor, tardes que estiraban el tiempo elástico que vertebraba los veranos de barrio” (“Cumpleaños”, 25-26). En “El piano alemán”, cuento que hace juego como un gemelo con otro cuento del libro (la casa libro de “Sicómoro”), la música baila al son de la costura, con esa “tendencia familiar al bordado y recamado de historias, atizada por el sonido que replica en el aire”, ese “tejido mítico bordado y recamado aleteó por años en los alborotados interiores de la casa” (130-131) y, justamente como una obra hecha de aplicaciones, inserta lo que podría ser el bosquejo de una novela histórica, ambientada en la ciudad embrionaria donde se asienta el piano, ciudad que pertenece a “un país con vientre de plumas que fue capaz de ahijar a miles de inmigrantes nostálgicos” (129).  El piano y la casa son estuches. La maestra de piano se llama Cora, como la enfermera del cuento de Cortázar. Ese piano, la casa de la infancia, la mesita de ruedas llena de frascos y algodones de la enfermera, son figuraciones de la memoria que, además, traen recuerdos de las manos que los fabricaron. El piano encierra una historia de ultramar, replica en la memoria de la niña, así como otras “imágenes seriadas sobre una luz opaca” (Cierto: es opaca la luz del recuerdo. Cierto: el instrumento supera la vida de sus fabricantes y de sus dueños).

Marta Ortiz es maestra de escritores en su taller rosarino. El cuento de taller convencional suele ser un cuento “bien hecho”, con mudas, cortes y cierres claros. Sin embargo, jamás en sus cuentos incursiona el lugar común de los cuentos vulgares, con sus cierres impostados. En “La puerta del paraíso” una anciana sospecha que han sido asesinadas unas amigas en un asilo e insiste en tocar los cadáveres y constatar la temperatura de los cuerpos, sospechando que un asesino anda suelto. Un sesgo hábil, un giro al final, reubica todas las piezas y se aleja de los caminos andados del thriller. En “Sector de abedules”, la ramificación de las relaciones familiares encuentra un centro de gravedad provisional y abierto en un lugar común dicho al vuelo, y que por su familiaridad en el habla de las pérdidas, colocado aquí exhibe toda su ironía.  En otros desenlaces la autora se atreve a quebrar las reglas ortopédicas y a construir lo que no necesita mucha más extensión para ser nouvelle (“Lunares de sol”, “Sicómoro”).

Un cuento espléndido con evocaciones de Aura (Fuentes), y por supuesto de Henry James y de Cortázar es “Sicómoro”. Cómo lo logra es la pregunta que se harán los lectores centrados en la factura, como si cada pasaje en cada estancia fuera el capítulo de una novela donde se sumerge la narradora desde el primer gesto que la lleva “a tientas por el zaguán estucado en la gama de los verdes como apartando aguas profundas”. (44). La casa puede evocar la fantasmal de Aura, o el vestíbulo donde Alicia se enfrenta a las puertas de su destino, en todo caso la narradora cambia de identidades y roles y repasa su autobiografía en familia, centrándose en la anodina imagen paterna. Las cosas que se aman del padre superan a los odios que el viejo ha sembrado. Porque el padre es lector de diccionarios y en la entrada que corresponde a un árbol, el sicómoro, está su cifra: “Mi padre vibraba con los árboles de acá y los de allá, pero no se movía de su lugar para verlos y tocarlos” (54).

La dictadura militar satura el clima ominoso de cuentos como “Zapatos de fiesta”, Cada palabra se construye como una sospecha, porque tras la euforia provocada por un partido de fútbol hay una “experiencia extraña, la tierra podría romperse y tuviste miedo de caer en sótanos solapados, porque la tierra no servía solo para plantar ciudades o árboles, también albergaba túneles inconfesables” (“Zapatos de fiesta”, 61)

Ruina moral, ruina económica y el fetiche de los zapatos de fiesta y la ropa de modista. ¿Dónde, en esos paisajes aterradores, se recuperan los lugares del contacto, la pausa para el encuentro? Ya no se habita sin más en la ciudad en ruinas o capciosa, ciudad de memorias duras; se encuentra un foro más abierto en el espacio virtual. Habla el argentino que regresa de Europa y relata a un amigo la historia de Belinda Wong, una mujer indigente que ilustra acaso como paradigma, el arte máximo de estos relatos, convertir el horror en belleza: “Acondicionaba el espacio, buscaba rodearse de cierto confort, limpiaba los lunares blanquecinos de caca de paloma con pañuelitos de papel… Arrogancia. O sobre estima, o vaya uno a saber qué. Tuve la impresión de que la plaza arbolada era la sala de un trono; los árboles, cortinados de pana verde; yo, un bufón con gorro de cascabeles” (“Vigilia con estrellas”, 68). Así son también las mujeres violadas y cargadas de historias: “pero ni aun dispuesta al corajudo cruce del pasillo en la oscuridad, porque el óxido inutilizó el farol de la entrada, pierde esa pátina de princesa venida a menos esquivando macetas, algún triciclo destartalado, trastos en el pasillo” (“Lunares de sol”, 115).

El ojo de Magritte puede engendrar cuchillos (“Vigilia”, 69) o, de nuevo, cristales: “La esperanza es una pasión débil, pero a mí me da forma, forma díscola, pero forma, sentido, ¿viste por el ojo de un calidoscopio cómo se atraen y aglutinan los trocitos de vidrio?” (“Vigilia”, 79). Ese ojo quijotesco del lector que devora y deforma está presente en la sátira “Muñecas” como un valor añadido, un velo tendido entre la percepción y las cosas, veladura de alucinaciones hechas de literatura: “En cuestión de segundos, cuanto percibo se carga de la referencia libresca capaz de contenerlo” (“Muñecas”, 83). Y en “Quiet Zone”, el cuarto clausurado construye una metáfora extendida de la caja negra del libro y un homenaje al insomnio de Proust, que desmenuza un recorrido alucinante por los planos sobreimpuestos y sus complejas conexiones en misión ojiabierta: “cada gota de insomnio confirma mi deseo de sentir que nada desaparece porque no esté yo allí para dar prueba visual de su existencia; como querer atrapar la mirada de mi madre. Porque pienso hasta el último borde este pensamiento... (“Quiet Zone”, 113).

Esa mirada también puede ir a contrapelo del epígrafe de “Ejecución en la Piazza Navona”, una cita de Susan Sontag: “la horrible fabricación en serie de la muerte” (93). Un periódico abandonado por un turista reproduce la foto de dos hombres ante un pelotón de fusilamiento y el ojo recrea a partir de esa imagen el origen y los ancestros en el segundo culminante de un cuento que dice mucho en una extensión mínima: “El humo de la polvareda ha desaparecido y los olores se aquietaron dejando traslucir el aire limpio y un aroma renovado a café y confituras…… recojo el periódico que el turista sueco dejó en la mesa de hierro naranja que fosforece en la tarde. Lo guardo en mi bolso. No quiero olvidar para siempre. El contraste es más que un claroscuro, la grieta ilusoria se ha ensanchado y la sangre de allá salpica por acá, me salpica. La piazza asoma a través de un molesto cristal que la enrojece. La encharca (“Ejecución”, 96-97).

En el cuerpo de la narradora se acumulan los excesos, los sobrantes, las violaciones que germinan. Así en “Lunares, de sol”, que rompe la fórmula, para añadir al cristal de la narración una extraña adherencia, el diario de la mujer que se identifica con las mujeres violadas, y que recibe la semilla: “Hay un cuerpo extraño dentro de mí, rebalso archivos chismosos, una huella que a pequeñas dosis escupe… De cuando en cuando gotea un grito, una convulsión, un nombre y apellido, ratas, arañas…. Humo blanco, un chorro de humo blanco. Alguien levantará la cabeza y leerá lo escrito. Primero creerá en un juego inocente, pero una segunda lectura develará el dibujo oculto” (“Lunares de sol”, 124-125).

Este cuento habla de traicionarse, de “sellar un pacto novelesco”. ¿Puede un cuento simular una novela? El cuento ya no tiene límites, se ha roto, se ha mezclado, ha sido traicionado por la apertura del ciberespacio, que de algún modo va armando tramas de solidaridad, derivadas de la comunicación misma. El enamorado de una china de novela de Marguerite Duras no la busca acudiendo a un andén o a un aeropuerto, sino pescando en las aguas de Google, con la esperanza de una repuesta. La red vuelve al auxilio de una niña maltratada en “El cofre verde”, una rescritura del “Vanya” de Chéjov.

Cada cuento tiene su coreografía, giros elegantes entre planos y tiempos. Alguna relación tiene esa coreografía con el ojo Magritte convertido en una cámara cinematográfica, la que en un párrafo gira por un asilo de ancianos y ata las rutinas enajenadas de los viejos a los lugares del encierro. Es el caso de “Sector de abedules”,  que de todos los caminos que marca, escoge el cierre más humilde y conmovedor. Esos cierres son una nueva visita al hábito, incluso al gesto humano de caminar o de cerrar una puerta, apenas un cambio, una brusquedad en el gesto, la recuperación del color en el fondo de la sombra. Incluso un desvío o una distracción, como en aquel cuento inolvidable de Carver, dedicado a Chéjov.  

Estos cuentos espesos, armados con planos en contrapunto (entre las huellas prehistóricas de las manos de un niño en una cueva de la Patagonia, el “Vanya” de Chéjov y la niña abusada que envía un mensaje por Google) con la polifonía propia de la novela, tienen la intensidad de un licor fuerte. No se dejan leer de prisa. Entre ellos hay contrapuntos, como si en efecto se dejaran entrelazar como capítulos. No solo el oficio de escribir y la pasión de leer y la resistencia a la pobreza de los personajes, sino un pueblo llamado Pergamino, que se repite, como los andenes, y el gesto del desborde, “encharcar el papel con palabras vivas y pastosas, modelar la imagen que peleas por abstraerse del caos de óxidos y texturas en mi depósito de sentido” (“El cofre verde”, 155).

En algún lugar se menciona el aleph borgiano, pero en Colección de arena no abundan las enumeraciones, sino los cristales diminutos que se aglutinan con otros, en un reloj que pauta la forma y detiene el tiempo y lo fija como el instante del fusilamiento que se rescata en la lectura de un periódico abandonado en una heladería de Piazza Navona. El cristal, la luz, el tacto, con sus asperezas hirientes. El que haya tenido que esperar este libro para publicarse, a causa del clima social que tan bien se reproduce en estos cuentos (las paradójicas penurias de un país rico) les dio el tiempo justo para alcanzar su punto de cocción.

Colección de arena reclama el derecho a la belleza; la extracción de la belleza de la piedra bruta de la mercancía. Sus piezas facetadas quedarán como un lujo en las casas modestas, con la materialidad del libro hermoso. Estos relatos de la experiencia sórdida transformada en solidaridad sin programas ni cuotas son lujos de la escritura.

Marta Aponte Alsina
Colección de arena, Rosario, Argentina, Editorial Fundación Ross, 2013.
 

 

 

Primeros párrafos

Recuerdo cuando recibí el envío de mi sobrina. Leí su letra en una nota breve: quizás me interesaría conservar aquellas cartas. No pensé en ...