Leer por gusto, sin la ceguera del prejuicio, leer no desde
el anonimato de la lectora, sino desde el anonimato del libro, no para apuntalar
un dictamen en un premio literario –todos tienen su negociación y su maña- sino
justamente porque nadie te pide que leas. Comentar cómo va la lectura sin
revelar el nombre del (a) autor(a), llevar una bitácora de reacciones en torno
a un libro de relatos galardonados en lugares de nombres castizos. El título
garciamarquesiano, sumado al aire para mí incómodo de un realismo mágico
popularizado por Isabel Allende me dificulta la entrada en el cuento inicial
(que no es el primero del libro) pero como leo por gusto, deponiendo
resistencias, me empecino y doy con giros imprevistos en la trama de un personaje a un tiempo raro y familiar; una mujer
dotada de facultades tan sutiles e imponderables que la norma es incapaz de
recoger la sombra de su música y la jaula del lenguaje le quiebra el vuelo. El
cuento me seduce. Luego me seducen los pasos de un espíritu hembra que se
desprende del cuerpo y desanda con lujuria los lugares del muerto desconocido que compartió
con ella la encrucijada fatal. Van dos narraciones seductoras, dos de un conjunto de doce, sé que hay más, de modo que es un
libro para leerse. Sin pensar en la identidad de quien escribe, como si yo
fuera una lectora nigeriana, remota y ajena a esta isla de la antipatía. Solo sé que enigma enseña en la universidad de
mi pueblo, pero recuerdo un solo encuentro -creo que era, no estoy segura- cuando
fuimos a buscar a Luisa Futoransky a un congreso de escritores y enigma, con elegancia de intérprete, nos
explicó cómo salir de aquella olla de grillos y llegar al hotel.
viernes, 25 de octubre de 2013
miércoles, 16 de octubre de 2013
Plazas
En un poblado del sur llama la atención un cine en
ruinas con mural de estampas religiosas y de músicos. Muy cerca están los
edificios abandonados del “company town” de Aguirre, la enorme central
azucarera dotada de mansiones, cine y hospital segregados. La situación de los
obreros de Aguirre no los distinguía en esencia de sus antepasados esclavos de
plantaciones, otro sistema de exprimir al trabajador para sacar
el dulce.
En el poblado hay una plaza que antes era de las cabras
y ahora abarca un espacio de dimensiones generosas, donde en Navidad los
vecinos instalan y decoran un árbol imponente. Los domingos se congregan cuando
hace buen tiempo y forman una rumba de congas, cantos y baile. Paco y yo pedimos
permiso de entrada a un don con aspecto de líder y luego a un joven con rizos
negrísimos y cara bella y simpática, para compartir su banco. El muchacho es
reguetonero desempleado. Vende jueyes, destapa una paila y ahí están los
crustáceos azules de ojos saltones y palancas al aire, condenados al martirio del
caldero. Pero este joven no es un recolector de jueyes calladito. Ha actuado en
alguna película. Y como tiene talento de performero nos explica con palabras
acentuadas por gestos el asombroso ciclo de la captura de jueyes.
Enredados en una bola, desde las entrañas del mar,
rompen en la costa, como un vómito de algas, decenas de jueyes flacos de patas
peludas. Hay variedades. Está el juey dormido, que se protege como algunos
boxeadores, cubriéndose con los guantes y encorvándose (el muchacho hace el
gesto). Es el de la mordida más temible, tiene fuerza en las palancas. Está el
juey pelú, tan grande que para capturarlo metes la mano en la madriguera y lo
sacas por una de las patas, (hace el gesto). Y el juey común, el que sufre el encierro de la paila.
El muchacho menciona sus reguetoneros favoritos: Vico C,
Tego Calderón, El Daddy. Le gusta hablar con las personas mayores, quizás
porque llegar a viejos no se concibe en el horizonte de los chamacos. Los viejos
somos raros. Parece que seguimos consejos. Y los chamacos prefieren pasarse por
buen sitio la autoridad que no reconocen ni entienden, la del estado, la de las
familias. La ley machista del padre ausente. La ley matriarcal de la madre
machista. En las comunidades maltratadas la vida replica internamente el
maltrato de la explotación social. La ley de la familia puede ser dura con las
mujeres, los niños, los homosexuales, los raros.
De modo que se entretiene hablando sobre el barrio con
los mayores, como el ex comerciante de 82 años que se nos acerca. El don es
pícaro y elegante, cuenta muchas cosas, son muchas cosas y el muchacho quisiera
anotarlas todas, recoger las historias del barrio (una película, le digo, haz la
historia de estas casas y de la gente). Pero no se anima porque la vida es dura
y para ganarse unos pesos aquí, donde no hay trabajo, o velas jueyes y te confundes
con ellos o te enlistas en las filas del narco, o emigras, y esto último le atrae
porque nunca ha salido de la isla.
Se nos acercan dos muchachos en bicicleta. Uno con
gorra blanca de pelotero y camiseta inmaculada, me mira de frente. Serio como
un policía de carreteras. El otro se coloca a la derecha, se apea de la
bicicleta y echa vistazos cortos, con gesto coreografiado de robot guardián,
hacia los alrededores de la plaza. No nos mira a la cara. Es alto, esbelto, negro,
bellísimo y usa gafas de sol. El reguetonero nos presenta a sus amigos. Los
chamacos en bicicleta saludan y se van.
Un perro insiste en hacerse el simpático y el muchacho
lo espanta. Hemos compartido unas cervezas al aire libre, compradas en los dos
cafetines del frente. Hemos escuchado las anécdotas del viejo, los bailes en
Nueva York, la vida en Trastalleres, la historia de una mujer que era “un caso
que había que atender”. El muchacho se despide. Parece que ha recibido algún
mensaje. Luego dice que le avisaron de alguien que quiere comprar jueyes.
No llegaron las congas. Hoy no se armará la rumba
frente a los cafetines de la plaza. El
comerciante octogenario comenta sobre el hombre joven, arrebatao con droga, que
baila tambaleándose a la entrada del cafetín. Paco me apura para que nos
vayamos. Desde el carro en movimiento fascinan las casitas. Algunas son cubos
de madera despintada, con techo de cinc a cuatro aguas. Otras se adornan con
los colores más estridentes y vivaces del mundo. Los gallos se pasean confiados
por las calles de este barrio de santeros. Otro perro hambriento, más tímido,
flaco. Un solar donde hubo una casa y ahora queda un brote de coralillos y árboles
amputados.
Las casas del barrio. Las formas. Los colores. Alguna
ruina. Cada una es distinta de la otra. Con esa gracia que se improvisa y se
salva del mal gusto por las limitaciones que impone la pobreza. Hay que hacer
algo para que ese muchacho las vea y las escriba. Paco me dice que él vio otras
cosas. La movida, que estábamos en el mismo medio de un lugar peligroso que
tiene sus reglas, interrumpiendo la fluidez del punto de drogas.
Después nos enteramos que el mismo fin de semana se
cometieron 18 asesinatos en Puerto Rico. El performance de la violencia del
narco replica la violencia de clases, la violencia del estado. Cuando decapitan
una víctima, cuando la descuartizan, van más allá del castigo. Más allá del
escarmiento y del ejemplo aterrador. Borran la identidad de esa persona, le
niegan el derecho a un nombre, el epitafio de una vida tan frágil, sucia e
irrepetible como la del “Windsor Royal Baby”. Nunca sonrió, nunca fue niña;
nunca fue el muchachito que aprendió a gatear con valentía, que le sonreía a
los perros entre maltratos.
La violencia del narco es una exacerbación grotesca de
la hipócrita violencia del estado. Una caricatura macabra. No acato esas
reglas. Y me pregunto si todavía se puede hablar sin la biblia bajo el brazo y
en estado de inocencia. O si nuestra conversación dominguera en el banco de una
plaza fue un momento de gracia, una puerta que no se reabrirá.
Nos haría bien que el muchacho reguetonero escriba y
represente las verdades de su barrio. ¿Cuánto cuesta abrir un espacio en el
tiempo de ese observador sediento? ¿Cuánto tiempo para reconocer el brote de
arte y espiritualidad, el talento que se nos escapa, la negación de la realidad
palpable, la sensibilidad desperdiciada que el Gobierno no contabiliza en sus
presupuestos culturales y en sus balances de pérdidas?
Escribir la violencia, la fealdad, la insólita belleza
de la existencia; reconocer la presencia de la plaza, la antigüedad de sus
historias, el misterio de las casitas donde animales y humanos dejan sus
marcas.
sábado, 7 de septiembre de 2013
El jardín de polvo
Encontré
esta foto de Rosario Ferré en un Almanaque puertorriqueño de Conrado Asenjo. La
comparto con pasajes de un testimonio que leí en su presencia (2005).
Recuerdo la
lectura de Papeles de Pandora (1976) en
aquellos años de amor y anarquía. Con la ingenua militancia de una generación que
se propuso hacer hombres nuevos, desconocíamos que el libro tenía antecedentes.
Al menos yo no había leído los Cuentos de una abeja encinta, de Marigloria
Palma, ni Obsesión de heliotropo, de Violeta López Suria. Son historias
situadas en una encrucijada; de una parte el Puerto Rico suburbano que se
levantaba de la noche a la mañana con la ferocidad de un virus nuevo; de la
otra el olor profundo de la tierra trastornada, que en vez de desaparecer se
iba sedimentando en libros delirantes, condenados al olvido.
Agradezco
a Rosario Ferré la invención de varias metáforas, sobre todo una, no porque la haya confrontado con una
tabla de valores críticos, o sometido a una reflexión sistemática sobre la
verdad de las metáforas. Es la construcción de un jardín de polvo, en el cuento
del mismo nombre.
En ese
jardín. “un paraje sin ruido ni de viento ni de agua”, la única aventura es convertir las volutas de polvo de la
concretera en ”una misteriosa geometría de rombos, cubos y
ángulos sobre las láminas grisáceas del suelo”. Cuando la mujer y el jardinero
terminan sus labores esperan “una noche sin luna para salir a verlo. La
concavidad púrpura reposaba su vientre agujereado sobre la superficie del
jardín con la impasibilidad de una anémona servida sobre un plato de porcelana
perfecta. Casi no se podía respirar”.
Las
referencias son claras: al polvo de la fábrica ponceña, situada donde
estuvieron los cerros de piedra caliza demolidos en el barrio Portugués; a las
urbanizaciones emergentes con sus casitas angulosas y tediosas; a un uso de la
escritura como ritual que transforma la brutalidad en belleza; a las
colecciones manieristas del Museo de Arte de Ponce; a las casas belle époque de
esa ciudad que según otro de los personajes parece “una inmensa repostería de lujo”.
Ponce, escenario de ópera y plena,
lámina arrancada a un libro de cuentos para niños sedientos de sangre, deseosos
de un orden que solo se cumple en las leyes del sueño.
...
Fue tarea de
Pandora darle voz a los silenciados, restituir la crueldad y la esperanza a los
cuentos tradicionales, reescribir a los autores y familiares de su infancia, y
armar un escándalo.
viernes, 23 de agosto de 2013
Puerto Rico en Las Malas Juntas
Se ha dicho que la literatura puertorriqueña es extraña. Cabe el adjetivo para calificar una producción marcada por la anomalía de una colonia donde todavía se habla español aunque en su metrópoli prevalezca un idioma distinto. Lo notable es que exista un cuerpo de libros clasificables como “literatura puertorriqueña” y que el género cuento forme parte sustancial de esa biblioteca.
En un país caribeño determinado por la emigración de buena parte de sus pobladores y sin soberanía en derecho, la existencia de una memoria colectiva como apoyo de universos literarios es asunto complejo. Sin embargo, cierta continuidad define la relación entre memoria, historia y escritura. La tensión entre los encierros de la política y la “soberanía literaria” se encuentra ya en los primeros trazos de los primeros autores, aunque algunos críticos y autores del propio país hayan propuesto, erróneamente, que se trata de una literatura débil, monótonamente atrapada en el dilema de la identidad nacional.
Hoy esa literatura sobrevive a los vaticinios de sus sepultureros. Esta muestra de relatos presenta una diversidad de ámbitos imaginarios, siempre poéticos. En cada caso se deja ver la apropiación de una cultura literaria y mediática sin fronteras, a la par que se ilustra la singularidad de unos modos en nada genéricos, que solo pudieron brotar de una experiencia irrepetible, de una comunidad de vacíos y apetencias.
La literatura escrita por las puertorriqueñas y los puertorriqueños, en la isla y en la diáspora, ha sido una rara literatura. Ha sido, incluso, una literatura invisible e introvertida. Pero esa soledad no le ha restado fuerza. Escribir aquí –un aquí sin precisión geográfica– es deberse nada más que al deseo y a la responsabilidad ética que siempre ha supuesto tomar la palabra. Una extraña literatura, quizás, en el sentido de ciertas especies deslumbrantes y resistentes.
http://lasmalasjuntas.com/
miércoles, 24 de julio de 2013
Lujos de la escritura: Colección de arena, de Marta Ortiz
Colección de arena reúne los relatos que Marta Ortiz ha escrito después de El vuelo de la noche, un libro premiado por la Bienal Internacional de Literatura Puerto Rico 2000 y publicado por la Editorial de la Universidad de Puerto Rico en 2006.
¿Puede el cuento comunicar la densidad del mundo? El detalle
que da espesor y riqueza a la novela no ha tenido buena suerte en las poéticas
funcionalistas del cuento. No obstante, ese espesor es la respiración de los
cuentos de Marta Ortiz, poseídos por una rara calidad orgánica; dejan la
sensación no tanto de verosimilitud en las acciones como de encontrarnos, en
situaciones que no suelen ser extraordinarias, ante objetos palpables y
autónomos, quizás lo desconocido que se desprende de la cosa más pequeña
(Flaubert). Contrasta la transparencia quirúrgica del instrumento con la
complejidad del objeto, pues el ojo es el lente de estos relatos orgánicos como
las perlas de un collar que se disparan cuando la protagonista sufre una
violación que pudiera ser imaginaria, el efecto de su identificación con las
mujeres violadas (“Lunares de sol sobre el verde del césped en el parque”).
Colección de arena
festeja la densidad del lenguaje exuberante, incluso extravagante, como un lujo
verdadero, porque hay lujos verdaderos y la vida más ascética los tiene. El
dolor, al iluminarnos, bordea la belleza que estos cuentos atrapan. En más de
uno, la protagonista es una mujer venida a menos. Si hombre, lector y
despistado. Los personajes masculinos tienen un don que alguien llamó el ojo
femenino para el detalle y una perversa tendencia a la fascinación engañosa (“Muñecas”).
La complicidad entre crueldad y belleza siempre ha sido perversa.
Hay cuentos de familias empobrecidas en un gran país
“bananero” (40); cuentos que contrastan la opulencia con la carencia en un
cumpleaños de frívolos personajes (“Cumpleaños”); cuentos que reflejan la
fragilidad de la clase media en un enigmático relato donde el automóvil tomado
por los mendigos, detenido en el barrio marginal de la costurera de la
protagonista, parece una variación de la casa tomada cortazariana (“El vestido
de moaré”).
El ojo es el lente, pues, y la pérdida el móvil, pero la metáfora
es el medio que privilegia la relaciones de oficio entre la costura bien medida
y el oído y la paciencia: “Mi madre cosía y sostenía la tela bien tirante para
que la costura no se frunciera y yo pasaba horas mirándola, oyendo la lluvia
rebotar en los techos… Tardes de costura, de papel de molde, de hilachas;
recortes de géneros diseminados por la galería donde se instalaba la Singer
cuando hacía calor, tardes que estiraban el tiempo elástico que vertebraba los
veranos de barrio” (“Cumpleaños”, 25-26). En “El piano alemán”, cuento que
hace juego como un gemelo con otro cuento del libro (la casa libro de “Sicómoro”), la música
baila al son de la costura, con esa “tendencia familiar al bordado y recamado
de historias, atizada por el sonido que replica en el aire”, ese “tejido mítico
bordado y recamado aleteó por años en los alborotados interiores de la casa” (130-131)
y, justamente como una obra hecha de aplicaciones, inserta lo que podría ser el
bosquejo de una novela histórica, ambientada en la ciudad embrionaria donde se asienta el
piano, ciudad que pertenece a “un país con vientre de plumas que fue capaz de
ahijar a miles de inmigrantes nostálgicos” (129). El piano y la casa son estuches. La maestra de
piano se llama Cora, como la enfermera del cuento de Cortázar. Ese piano, la
casa de la infancia, la mesita de ruedas llena de frascos y algodones de la
enfermera, son figuraciones de la memoria que, además, traen recuerdos de las
manos que los fabricaron. El piano encierra una historia de ultramar, replica
en la memoria de la niña, así como otras “imágenes seriadas sobre una luz
opaca” (Cierto: es opaca la luz del recuerdo. Cierto: el instrumento supera la
vida de sus fabricantes y de sus dueños).
Marta Ortiz es maestra de escritores en su taller rosarino. El
cuento de taller convencional suele ser un cuento “bien hecho”, con mudas,
cortes y cierres claros. Sin embargo, jamás en sus cuentos incursiona el lugar
común de los cuentos vulgares, con sus cierres impostados. En “La puerta del
paraíso” una anciana sospecha que han sido asesinadas unas amigas en un asilo e
insiste en tocar los cadáveres y constatar la temperatura de los cuerpos,
sospechando que un asesino anda suelto. Un sesgo hábil, un giro al final,
reubica todas las piezas y se aleja de los caminos andados del thriller. En “Sector
de abedules”, la ramificación de las relaciones familiares encuentra un centro
de gravedad provisional y abierto en un lugar común dicho al vuelo, y que por
su familiaridad en el habla de las pérdidas, colocado aquí exhibe toda su
ironía. En otros desenlaces la autora se
atreve a quebrar las reglas ortopédicas y a construir lo que no necesita mucha
más extensión para ser nouvelle (“Lunares de sol”, “Sicómoro”).
Un cuento espléndido con evocaciones de Aura (Fuentes), y por supuesto de Henry James y de Cortázar es
“Sicómoro”. Cómo lo logra es la pregunta que se harán los lectores centrados en
la factura, como si cada pasaje en cada estancia fuera el capítulo de una
novela donde se sumerge la narradora desde el primer gesto que la lleva “a
tientas por el zaguán estucado en la gama de los verdes como apartando aguas
profundas”. (44). La casa puede evocar la fantasmal de Aura, o el vestíbulo donde Alicia se enfrenta a las puertas de su
destino, en todo caso la narradora cambia de identidades y roles y repasa su
autobiografía en familia, centrándose en la anodina imagen paterna. Las cosas
que se aman del padre superan a los odios que el viejo ha sembrado. Porque el
padre es lector de diccionarios y en la entrada que corresponde a un árbol, el
sicómoro, está su cifra: “Mi padre vibraba con los árboles de acá y los de
allá, pero no se movía de su lugar para verlos y tocarlos” (54).
La dictadura militar satura el clima ominoso de cuentos como
“Zapatos de fiesta”, Cada palabra se construye como una sospecha, porque tras la
euforia provocada por un partido de fútbol hay una “experiencia extraña, la
tierra podría romperse y tuviste miedo de caer en sótanos solapados, porque la
tierra no servía solo para plantar ciudades o árboles, también albergaba
túneles inconfesables” (“Zapatos de fiesta”, 61)
Ruina moral, ruina económica y el fetiche de los zapatos de
fiesta y la ropa de modista. ¿Dónde, en esos paisajes aterradores, se recuperan
los lugares del contacto, la pausa para el encuentro? Ya no se habita sin más en
la ciudad en ruinas o capciosa, ciudad de memorias duras; se encuentra un foro más
abierto en el espacio virtual. Habla el argentino que regresa de Europa y
relata a un amigo la historia de Belinda Wong, una mujer indigente que ilustra
acaso como paradigma, el arte máximo de estos relatos, convertir el horror en
belleza: “Acondicionaba el espacio, buscaba rodearse de cierto confort,
limpiaba los lunares blanquecinos de caca de paloma con pañuelitos de papel…
Arrogancia. O sobre estima, o vaya uno a saber qué. Tuve la impresión de que la
plaza arbolada era la sala de un trono; los árboles, cortinados de pana verde;
yo, un bufón con gorro de cascabeles” (“Vigilia con estrellas”, 68). Así son
también las mujeres violadas y cargadas de historias: “pero ni aun dispuesta al
corajudo cruce del pasillo en la oscuridad, porque el óxido inutilizó el farol
de la entrada, pierde esa pátina de princesa venida a menos esquivando macetas,
algún triciclo destartalado, trastos en el pasillo” (“Lunares de sol”, 115).
El ojo de Magritte puede engendrar cuchillos (“Vigilia”, 69)
o, de nuevo, cristales: “La esperanza es una pasión débil, pero a mí me da
forma, forma díscola, pero forma, sentido, ¿viste por el ojo de un calidoscopio
cómo se atraen y aglutinan los trocitos de vidrio?” (“Vigilia”, 79). Ese ojo
quijotesco del lector que devora y deforma está presente en la sátira “Muñecas”
como un valor añadido, un velo tendido entre la percepción y las cosas, veladura
de alucinaciones hechas de literatura: “En cuestión de segundos, cuanto percibo
se carga de la referencia libresca capaz de contenerlo” (“Muñecas”, 83). Y en “Quiet
Zone”, el cuarto clausurado construye una metáfora extendida de la caja negra
del libro y un homenaje al insomnio de Proust, que desmenuza un recorrido
alucinante por los planos sobreimpuestos y sus complejas conexiones en misión
ojiabierta: “cada gota de insomnio confirma mi deseo de sentir que nada desaparece
porque no esté yo allí para dar prueba visual de su existencia; como querer
atrapar la mirada de mi madre. Porque pienso hasta el último borde este
pensamiento... (“Quiet Zone”, 113).
Esa mirada también puede ir a contrapelo del epígrafe de “Ejecución
en la Piazza Navona”, una cita de Susan Sontag: “la horrible fabricación en serie
de la muerte” (93). Un periódico abandonado por un turista reproduce la foto de
dos hombres ante un pelotón de fusilamiento y el ojo recrea a partir de esa
imagen el origen y los ancestros en el segundo culminante de un cuento que dice
mucho en una extensión mínima: “El humo de la polvareda ha desaparecido y los
olores se aquietaron dejando traslucir el aire limpio y un aroma renovado a
café y confituras…… recojo el periódico que el turista sueco dejó en la mesa de
hierro naranja que fosforece en la tarde. Lo guardo en mi bolso. No quiero
olvidar para siempre. El contraste es más que un claroscuro, la grieta ilusoria
se ha ensanchado y la sangre de allá salpica por acá, me salpica. La piazza
asoma a través de un molesto cristal que la enrojece. La encharca (“Ejecución”,
96-97).
En el cuerpo de la narradora se acumulan los excesos, los
sobrantes, las violaciones que germinan. Así en “Lunares, de sol”, que rompe la
fórmula, para añadir al cristal de la narración una extraña adherencia, el
diario de la mujer que se identifica con las mujeres violadas, y que recibe la
semilla: “Hay un cuerpo extraño dentro de mí, rebalso archivos chismosos, una
huella que a pequeñas dosis escupe… De cuando en cuando gotea un grito, una
convulsión, un nombre y apellido, ratas, arañas…. Humo blanco, un chorro de
humo blanco. Alguien levantará la cabeza y leerá lo escrito. Primero creerá en
un juego inocente, pero una segunda lectura develará el dibujo oculto” (“Lunares
de sol”, 124-125).
Este cuento habla de traicionarse, de “sellar un pacto
novelesco”. ¿Puede un cuento simular una novela? El cuento ya no tiene límites,
se ha roto, se ha mezclado, ha sido traicionado por la apertura del
ciberespacio, que de algún modo va armando tramas de solidaridad, derivadas de
la comunicación misma. El enamorado de una china de novela de Marguerite Duras
no la busca acudiendo a un andén o a un aeropuerto, sino pescando en las aguas
de Google, con la esperanza de una repuesta. La red vuelve al auxilio de una
niña maltratada en “El cofre verde”, una rescritura del “Vanya” de Chéjov.
Cada cuento tiene su coreografía, giros elegantes entre
planos y tiempos. Alguna relación tiene esa coreografía con el ojo Magritte
convertido en una cámara cinematográfica, la que en un párrafo gira por un
asilo de ancianos y ata las rutinas enajenadas de los viejos a los lugares del
encierro. Es el caso de “Sector de abedules”, que de todos los caminos que marca, escoge el cierre
más humilde y conmovedor. Esos cierres son una nueva visita al hábito, incluso
al gesto humano de caminar o de cerrar una puerta, apenas un cambio, una
brusquedad en el gesto, la recuperación del color en el fondo de la sombra.
Incluso un desvío o una distracción, como en aquel cuento inolvidable de
Carver, dedicado a Chéjov.
Estos cuentos espesos, armados con planos en contrapunto (entre
las huellas prehistóricas de las manos de un niño en una cueva de la Patagonia,
el “Vanya” de Chéjov y la niña abusada que envía un mensaje por Google) con la
polifonía propia de la novela, tienen la intensidad de un licor fuerte. No se
dejan leer de prisa. Entre ellos hay contrapuntos, como si en efecto se dejaran
entrelazar como capítulos. No solo el oficio de escribir y la pasión de leer y
la resistencia a la pobreza de los personajes, sino un pueblo llamado
Pergamino, que se repite, como los andenes, y el gesto del desborde, “encharcar
el papel con palabras vivas y pastosas, modelar la imagen que peleas por
abstraerse del caos de óxidos y texturas en mi depósito de sentido” (“El cofre
verde”, 155).
En algún lugar se menciona el aleph borgiano, pero en Colección de arena no abundan las enumeraciones,
sino los cristales diminutos que se aglutinan con otros, en un reloj que pauta
la forma y detiene el tiempo y lo fija como el instante del fusilamiento que se
rescata en la lectura de un periódico abandonado en una heladería de Piazza
Navona. El cristal, la luz, el tacto, con sus asperezas hirientes. El que haya
tenido que esperar este libro para publicarse, a causa del clima social que tan
bien se reproduce en estos cuentos (las paradójicas penurias de un país rico) les
dio el tiempo justo para alcanzar su punto de cocción.
Colección de arena
reclama el derecho a la belleza; la extracción de la belleza de la piedra
bruta de la mercancía. Sus piezas facetadas quedarán como un lujo en las casas
modestas, con la materialidad del libro hermoso. Estos relatos de la experiencia
sórdida transformada en solidaridad sin programas ni cuotas son lujos de la
escritura.
Marta Aponte Alsina
Colección de arena, Rosario, Argentina, Editorial Fundación Ross, 2013.
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