sábado, 14 de febrero de 2009

El origen de los párpados


En El ojo en la mitología: su simbolismo, Juan Eduardo Cirlot recorre, con horror y fascinación, las correspondientes figuraciones irracionales: el mal de ojo, las efigies heterotópicas (cuerpos cubiertos de ojos), mitos orientales, leyendas griegas y cristianas. Émulo de los surrealistas, Cirlot acude al método de la analogía para explicar sinrazones, desde las personificaciones solares ("el ojo puede ver el sol porque es un sol") hasta los desplazamientos más siniestros. Cierra el libro una cita de Carl Jung: “El ojo representa… al seno materno… la pupila del ojo es un niño. Así el gran dios vuelve a ser niño, penetra el seno materno para renovarse”.

El origen de los párpados, de Mara Pastor, se ha escrito desde esa propedéutica materna, la presencia de las mujeres de la casa propia y las lecciones de los poetas influyentes de las casas grandes de las tradiciones (Angela María y Lima y Áurea Sotomayor, de este lado); los párpados, esas cesuras que marcan las intermitencias de la tinta en la página en blanco, las pausas de la respiración, la extensión de los versos, las visiones y cegueras. 

En las pupilas infantiles anida el ancestral bosque de símbolos. La marca de la poeta es el reconocimiento, la apropiación, la domesticación de esos símbolos atroces, como quien oye el canto de las sirenas, o acaso el aullido de los licántropos y aún mantiene la muñeca firme, el gesto preciso, el control del parpadeo.

Un pensamiento rector se enfrenta a la dispersión, e incluso la provoca, en algunos versos sin conjunción ni “término medio”. Es difícil desprender del conjunto el poema más hermoso, así que escojo uno donde se evoca toda una poética:

Cómo abecedeas

las pestañas sonámbulas.


Rastro de espasmo.


Presencia ineludible

de humo, de humo,

he dicho.

 

Acomodo los muebles

según la primera sílaba del silencio.

 

Con ella, coso la derrota de la mirada

que me regalaste aquel día

lejano como los nacimientos

 

y curiosamente consigo

sacudir los retrovisores,

aunque ya no vamos tarde

a la escuela.

 

Es la última etapa

de un colapso gravitacional

es.

(“Deletreando a oscuras”)

  

Entonces escribir es acomodar y reacomodar muebles, y también reparar muebles rotos a los que les falta o les sobra algo. Entonces el término medio que conjuga la dispersión y cose la desgarradura de las pérdidas es la suerte de reacomodar sílabas en palabras propias -deluvio, abecedear, huellar- ("Qué maroma/inventarse un verbo,/ que haga justicia/ a su accidente") o hacer que afloren imágenes obsesionantes ("insecto de cafeína"; "No hay tema/ universal por el cual/ a las mujeres/ se nos caen los dientes" ). Entonces escribir es cambiar los muebles de sitio ("Estuve todas las rocas/pensándolas/como a dos ramitas tristes"). Poseer el tiempo, o hacer como si fuera posible lo imaginable. Entonces el cierre, la seca entrada en el silencio, es la entrada del lector en la jaula del libro, cautiverio y provocación, donde el pasado se rehace en la “devoción del momento” (Francisco José Ramos) y coinciden los opuestos: la que mira y la mirada, el ojo y la pupila, la figura materna, hija de la hija que la concibió y le cierra los párpados:

 

Emma posó con su vestido

negro de lentejuelas

 

-maquillada y con cancanes-

al lado del televisor.

 

Nadie le dijo entonces

que el futuro sería

la batita de casa

el ruido de las noticias.

 

Sólo eso.

(“Aquella foto en blanco y negro”)

 

Este libro descubre y encubre la finura de un arte sin alardes: el rigor del oficio; la inteligencia tácita, libre de vacilaciones borrosas tanto como de cicaterías cínicas; una escritura sabia, entre el sonido y la furia, y la distancia empeñada en reparar las palabras, y en quererlas.

 

  

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