El rastro del caimán, de Bernardo Marqués
(San Juan, Terranova, 2010)
Un libro se puede leer como se leen las huellas de un crimen. Un libro se puede descifrar como se descifra una adivinanza. Un libro se puede interpretar como se interpreta una radiografía. En el fondo de un libro siempre hay un nido de enigmas, y unas claves para acceder al corazón de los enigmas, porque un libro es mucho más que un reguerete de palabras. Es el regalo de entrada a un mundo que no existiría sin él.
Las formas de leer están muy codificadas. Son incontables los libros publicados, pero escasas las innovaciones formales en el género de las ficciones. Italo Calvino escribió hace años que la más reciente invención en el género cuento la hizo Borges, y que era la siguiente: Borges se inventó a sí mismo como narrador. Con esa aparente exaltación de la vanidad, provocaba, con premeditación, el efecto contrario: quitarle a la voz del narrador los residuos de confiabilidad que todavía arrastraba por influencia del realismo literario. Además reivindicó la grandeza de un género chico. Al escribir cuentos que eran resúmenes de novelas, de grandes bibliotecas, incluso de universos, resaltó la capacidad que tiene un gran cuento para incluir la ilusión de una totalidad en una nuez.
Cuando se trata de un libro de cuentos como El rastro del caimán, son más de una las posibles entradas en esa forma, en ese objeto que con frecuencia se nos impone con un aire de familia, pero que a veces, por suerte, cuando el libro forcejea con las estrictas imposiciones del género cuento, nos desconcierta. Apelando a la biografía, los que tenemos el privilegio de conocer al autor, podemos vincular el libro con algunos datos de su persona. El autor es médico, de modo que se le podría comparar con otros médicos escritores. Puesto que estamos en la Navidad y ya se oye el murmullo de una brisa suave en los aires frescos (y el barrunto de aires ominosos en un clima político donde no se respetan ni las ideas ni las buenas tradiciones) cabe mencionar el Álbum puertorriqueño, que recogió prosas y versos de un grupo de estudiantes de medicina en Barcelona. Ese álbum fue una respuesta al Aguinaldo publicado en San Juan en 1843, y que se proponía, con agudeza comercial, como: “un libro enteramente indígena que por sus bellezas tipográficas y por la amenidad de sus materias pudiese dignamente, al terminarse el año, ponerse a los pies de una hermosa o en signo de reconocimiento y de cariño ofrecerse a un amigo, a un pariente, a un protector, reemplazando con ventajas a la antigua botella de Jerez, el mazapán, y a las vulgares coplas de Navidad de nuestros abuelos”.
Quien quiera encaminarse por esta lectura de reconstrucción histórica podría seguirles la pista a los médicos escritores del país, desde Manuel Alonso, Manuel Zeno Gandía y Cayetano Coll y Toste, hasta José Rabelo, Manuel Martínez Maldonado, Eduardo Santiago Delpín y Eduardo Vallés. Dejaré al rescoldo esa posibilidad de trazar relaciones entre la escritura y el ojo clínico, aunque podríamos decir, entre médicos te veas, e invocar al narrador italiano Primo Levi, que era químico e hijo de ingeniero, pero se paseó entre médicos. En un cuento de Levi, un médico joven habla “de las manías obsesivas que tienen los médicos después de cierta edad”. El personaje de Levi, se refería a los "mnemagogos" el invento de un médico mayor de pueblo chico. El invento consistía en una fórmula para aprisionar aromas que estimulaban la memoria con una precisión ajena a la imagen visual. Uno de los cuentos más sugerentes de El rastro del caimán, se llama “El lector de sombras”, y cuenta la historia de otro invento, el ferdiscopio, una máquina que enriquece la percepción mediante la eliminación y control de los colores, y que se dedica a un fin siniestro.
La presencia de lo siniestro, lograda en el suspenso sostenido de algunos cuentos del libro, crea una atmósfera amenazadora en los mundos inestables que aquí se construyen, y nos acerca a otra posible lectura: la que encuentra en los libros unos ejes, unos patrones, unos motivos recurrentes. Sobresale en el libro de Bernardo la descripción de recintos cerrados. En algunos la felicidad es posible gracias al arte, a la inocencia, al ejercicio de la sexualidad sin trabas, a la sustitución del consumo por el placer sin precio. El “Nido de cartón”, una fantasía erótica, traslada el hábitat del deambulante de la calle al supermercado. En esta sociedad fragmentada por el asedio de la estupidez, el paraíso se concibe bajo la apariencia no ya de una biblioteca sino de una megatienda en el reino de la abundancia. El Adán de este relato es un artista; su Eva, reina por unos días.
Los paraísos de El rastro remiten a los orígenes, a la desnudez, a la naturaleza, al arte, a la sexualidad, a la amistad. El paraíso se inicia bajo la tutela del abuelo, que frecuenta a trabajadoras del sexo y convierte en versos transacciones que un escritor naturalista trataría con crudeza. No así el abuelo de “Correo etéreo”, que escribe cartas de amor cortés a sus damas. El narrador es lector de palabras. Apuesta menos a las tremebundas admoniciones de un Zeno Gandía que a la literatura de la imaginación; se acerca más a la escuela de un Juan José Arreola, que no se ganaba la vida como médico, sino como hombre de libros, literalmente, pues era encuadernador y editor.
Los paraísos no lo serían sino tuvieran como contraparte al enemigo: la violencia en todas sus formas fascinantes y terribles. En El rastro del caimán se representa el sórdido patetismo de la destrucción. Ejemplo de ello es “El nuevo creyente” un cuento de humor negro donde el aspirante a suicida se percata de que la forma de suicidio escogida no se presta para haber guardado en el bolsillo sus últimas palabras. La escritura es también exorcismo de la violencia que marca la historia familiar del autor, desde situaciones muy íntimas hasta el fusilamiento del otro abuelo, en la Guerra Civil Española, en la Mallorca oscurantista retratada por otro escritor que fue también médico, Llorenc Villalonga, en una novela admirable, La muerte de una dama, publicada en 1931, y recién editada en traducción al castellano por Veintisiete Letras.
Esa podría ser otra entrada, la más cercana a mi propia experiencia. La escritura como pago de deudas familiares, frecuente en este país de instituciones precarias, donde tantos objetos del patrimonio material y anecdótico siguen en manos de familias y de coleccionistas, y la pedagogía de la historia es siempre frágil, sujeta a la politiquería insultante y al absolutismo del poder imperialista. Entonces recae sobre los escritores el deber de rescatar del olvido esa herencia familiar y por lo general el primer libo propone un acercamiento a esa misión difícil. Y quizás por eso es frecuente esa figura del escritor que comienza a publicar en su madurez, porque tampoco es fácil escribir en medio del ajoro que ya percibía otro hombre de ciencias, el farmacéutico, Tomás Blanco, en los años cincuenta del siglo 20. Este es un país fascinante, que hay que decir y escribir, pero que no se deja ver fácilmente ni ofrece, a causa de nuestra propia torpeza, en buena medida, los espacios despejados que sueltan la mano del escritor: ciudades habitables, caminables, tertulias, conversaciones, crítica abundante, debates fértiles.
Otra lectura, muy cercana a la del libro como pago de deudas familiares, es la que define a un primer libro como paso necesario para abrir compuertas. El libro que hoy celebramos es, en efecto, un dechado de posibles escrituras, de diversos espacios, que se completa con reflexiones breves. Una de las más hermosas es “La antigua pluma Schaeffer”, que fluye como si de algún modo el mandato de la escritura fuera dar voz a la madre que hubiera querido escribir. Otra es la que bordea el impulso ético del arte en el breve “El rastro del caimán”: “Él Caimán sabía de la abundancia por las muestras que de ella llenaban diariamente su saco. Yo sabía de la carencia por el hambre que veía en sus pupilas, y por aquella generosidad tan suya que sólo se le da bien a quien no tiene nada”.
Para mí, y sé que para otros lectores, las posibilidades de lectura que admite un texto son la medida de su riqueza. Los libros más ricos son los que no se agotan en una lectura; los que se transforman con el paso de la luz y de las sombras. Esos lectores encontrarán en El rastro del caimán un regalo navideño que remplace con creces y buenas razones al plasma tv y los “gift cards”. Los invito a leerlo, e invito al autor a que no descanse hasta explorar los filones que anuncia. Hacen falta escritores que sean, ante todo, lectores; que abran galerías entre la sociedad y la sensibilidad, que saquen a la luz sus riquezas interiores.
Marta Aponte Alsina, La Tertulia, 11 de diciembre de 2010
(San Juan, Terranova, 2010)
Un libro se puede leer como se leen las huellas de un crimen. Un libro se puede descifrar como se descifra una adivinanza. Un libro se puede interpretar como se interpreta una radiografía. En el fondo de un libro siempre hay un nido de enigmas, y unas claves para acceder al corazón de los enigmas, porque un libro es mucho más que un reguerete de palabras. Es el regalo de entrada a un mundo que no existiría sin él.
Las formas de leer están muy codificadas. Son incontables los libros publicados, pero escasas las innovaciones formales en el género de las ficciones. Italo Calvino escribió hace años que la más reciente invención en el género cuento la hizo Borges, y que era la siguiente: Borges se inventó a sí mismo como narrador. Con esa aparente exaltación de la vanidad, provocaba, con premeditación, el efecto contrario: quitarle a la voz del narrador los residuos de confiabilidad que todavía arrastraba por influencia del realismo literario. Además reivindicó la grandeza de un género chico. Al escribir cuentos que eran resúmenes de novelas, de grandes bibliotecas, incluso de universos, resaltó la capacidad que tiene un gran cuento para incluir la ilusión de una totalidad en una nuez.
Cuando se trata de un libro de cuentos como El rastro del caimán, son más de una las posibles entradas en esa forma, en ese objeto que con frecuencia se nos impone con un aire de familia, pero que a veces, por suerte, cuando el libro forcejea con las estrictas imposiciones del género cuento, nos desconcierta. Apelando a la biografía, los que tenemos el privilegio de conocer al autor, podemos vincular el libro con algunos datos de su persona. El autor es médico, de modo que se le podría comparar con otros médicos escritores. Puesto que estamos en la Navidad y ya se oye el murmullo de una brisa suave en los aires frescos (y el barrunto de aires ominosos en un clima político donde no se respetan ni las ideas ni las buenas tradiciones) cabe mencionar el Álbum puertorriqueño, que recogió prosas y versos de un grupo de estudiantes de medicina en Barcelona. Ese álbum fue una respuesta al Aguinaldo publicado en San Juan en 1843, y que se proponía, con agudeza comercial, como: “un libro enteramente indígena que por sus bellezas tipográficas y por la amenidad de sus materias pudiese dignamente, al terminarse el año, ponerse a los pies de una hermosa o en signo de reconocimiento y de cariño ofrecerse a un amigo, a un pariente, a un protector, reemplazando con ventajas a la antigua botella de Jerez, el mazapán, y a las vulgares coplas de Navidad de nuestros abuelos”.
Quien quiera encaminarse por esta lectura de reconstrucción histórica podría seguirles la pista a los médicos escritores del país, desde Manuel Alonso, Manuel Zeno Gandía y Cayetano Coll y Toste, hasta José Rabelo, Manuel Martínez Maldonado, Eduardo Santiago Delpín y Eduardo Vallés. Dejaré al rescoldo esa posibilidad de trazar relaciones entre la escritura y el ojo clínico, aunque podríamos decir, entre médicos te veas, e invocar al narrador italiano Primo Levi, que era químico e hijo de ingeniero, pero se paseó entre médicos. En un cuento de Levi, un médico joven habla “de las manías obsesivas que tienen los médicos después de cierta edad”. El personaje de Levi, se refería a los "mnemagogos" el invento de un médico mayor de pueblo chico. El invento consistía en una fórmula para aprisionar aromas que estimulaban la memoria con una precisión ajena a la imagen visual. Uno de los cuentos más sugerentes de El rastro del caimán, se llama “El lector de sombras”, y cuenta la historia de otro invento, el ferdiscopio, una máquina que enriquece la percepción mediante la eliminación y control de los colores, y que se dedica a un fin siniestro.
La presencia de lo siniestro, lograda en el suspenso sostenido de algunos cuentos del libro, crea una atmósfera amenazadora en los mundos inestables que aquí se construyen, y nos acerca a otra posible lectura: la que encuentra en los libros unos ejes, unos patrones, unos motivos recurrentes. Sobresale en el libro de Bernardo la descripción de recintos cerrados. En algunos la felicidad es posible gracias al arte, a la inocencia, al ejercicio de la sexualidad sin trabas, a la sustitución del consumo por el placer sin precio. El “Nido de cartón”, una fantasía erótica, traslada el hábitat del deambulante de la calle al supermercado. En esta sociedad fragmentada por el asedio de la estupidez, el paraíso se concibe bajo la apariencia no ya de una biblioteca sino de una megatienda en el reino de la abundancia. El Adán de este relato es un artista; su Eva, reina por unos días.
Los paraísos de El rastro remiten a los orígenes, a la desnudez, a la naturaleza, al arte, a la sexualidad, a la amistad. El paraíso se inicia bajo la tutela del abuelo, que frecuenta a trabajadoras del sexo y convierte en versos transacciones que un escritor naturalista trataría con crudeza. No así el abuelo de “Correo etéreo”, que escribe cartas de amor cortés a sus damas. El narrador es lector de palabras. Apuesta menos a las tremebundas admoniciones de un Zeno Gandía que a la literatura de la imaginación; se acerca más a la escuela de un Juan José Arreola, que no se ganaba la vida como médico, sino como hombre de libros, literalmente, pues era encuadernador y editor.
Los paraísos no lo serían sino tuvieran como contraparte al enemigo: la violencia en todas sus formas fascinantes y terribles. En El rastro del caimán se representa el sórdido patetismo de la destrucción. Ejemplo de ello es “El nuevo creyente” un cuento de humor negro donde el aspirante a suicida se percata de que la forma de suicidio escogida no se presta para haber guardado en el bolsillo sus últimas palabras. La escritura es también exorcismo de la violencia que marca la historia familiar del autor, desde situaciones muy íntimas hasta el fusilamiento del otro abuelo, en la Guerra Civil Española, en la Mallorca oscurantista retratada por otro escritor que fue también médico, Llorenc Villalonga, en una novela admirable, La muerte de una dama, publicada en 1931, y recién editada en traducción al castellano por Veintisiete Letras.
Esa podría ser otra entrada, la más cercana a mi propia experiencia. La escritura como pago de deudas familiares, frecuente en este país de instituciones precarias, donde tantos objetos del patrimonio material y anecdótico siguen en manos de familias y de coleccionistas, y la pedagogía de la historia es siempre frágil, sujeta a la politiquería insultante y al absolutismo del poder imperialista. Entonces recae sobre los escritores el deber de rescatar del olvido esa herencia familiar y por lo general el primer libo propone un acercamiento a esa misión difícil. Y quizás por eso es frecuente esa figura del escritor que comienza a publicar en su madurez, porque tampoco es fácil escribir en medio del ajoro que ya percibía otro hombre de ciencias, el farmacéutico, Tomás Blanco, en los años cincuenta del siglo 20. Este es un país fascinante, que hay que decir y escribir, pero que no se deja ver fácilmente ni ofrece, a causa de nuestra propia torpeza, en buena medida, los espacios despejados que sueltan la mano del escritor: ciudades habitables, caminables, tertulias, conversaciones, crítica abundante, debates fértiles.
Otra lectura, muy cercana a la del libro como pago de deudas familiares, es la que define a un primer libro como paso necesario para abrir compuertas. El libro que hoy celebramos es, en efecto, un dechado de posibles escrituras, de diversos espacios, que se completa con reflexiones breves. Una de las más hermosas es “La antigua pluma Schaeffer”, que fluye como si de algún modo el mandato de la escritura fuera dar voz a la madre que hubiera querido escribir. Otra es la que bordea el impulso ético del arte en el breve “El rastro del caimán”: “Él Caimán sabía de la abundancia por las muestras que de ella llenaban diariamente su saco. Yo sabía de la carencia por el hambre que veía en sus pupilas, y por aquella generosidad tan suya que sólo se le da bien a quien no tiene nada”.
Para mí, y sé que para otros lectores, las posibilidades de lectura que admite un texto son la medida de su riqueza. Los libros más ricos son los que no se agotan en una lectura; los que se transforman con el paso de la luz y de las sombras. Esos lectores encontrarán en El rastro del caimán un regalo navideño que remplace con creces y buenas razones al plasma tv y los “gift cards”. Los invito a leerlo, e invito al autor a que no descanse hasta explorar los filones que anuncia. Hacen falta escritores que sean, ante todo, lectores; que abran galerías entre la sociedad y la sensibilidad, que saquen a la luz sus riquezas interiores.
Marta Aponte Alsina, La Tertulia, 11 de diciembre de 2010
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