viernes, 31 de diciembre de 2010
La piel de la nostalgia
Ángel M. Aguirre, La piel de la nostalgia, Obsidiana Press, 2010
Los libros se dejan leer en el momento propicio. Hace casi un año recibí La piel de la nostalgia, de Ángel Aguirre, a quien conocí en la Sala Zenobia y Juan Ramón Jiménez, entre los recuerdos del poeta, custodiados por el simpático y brillante Ricardo Gullón y la juanramoniana más ferozmente leal del reino, Raquel Sárraga. Leí La piel de la nostalgia, me atrajeron las fotos, la poesía sincera, coloquial, directa, pero ahora que este año de profundas conmociones está a punto de largarse, encuentro el momento propicio para la lectura intransferible, esa que me corresponde, cuando los libros leídos se funden con los objetos y espacios personales. Este libro se me ofrece como una capilla de altares a los muertos y una inocente y altiva declaración de repudio a la muerte. En las últimas horas de un año que termina con la muerte de otro poeta, Fernando Cros, encuentro en el claroscuro de sus altares un espacio reconocible.
Altares de una capilla desaparecida, de la que quedan las fotos de seres retratados en vibrantes momentos de belleza: la imagen del propio autor niño, la de su prima, las de su tía abuela y sus tías. Esos altares que Ángel levantó en honor de sus muertos me guiaron hacia una lectura pendiente, la del cuento “The Altar of the Dead”, de Henry James, y al recuerdo de una película de Truffaut, La chambre verte, sugerida por el cuento de James.
El protagonista de James dedica su vida a la muerte, es decir, a recordar a sus muertos. En una iglesia oscuramente evocada por el narrador –en el caso del filme de Truffaut en la capilla de un cementerio- mantiene encendido un infierno de velas votivas, cada una en memoria de alguno de sus muertos. Solo falta el amigo más entrañable, a quien no le perdona una traición. No recuerdo el final del filme pero el cuento de James apunta a una reconciliación con el espíritu del adorado enemigo y con la muerte propia, y a una continuidad de la tradición del culto de los muertos.
Un final macabro y gélido, que contrasta con el carpe diem que a manera de “Fórmula para ahuyentar la saudade”, cierra el libro de Ángel Manuel Aguirre. Porque un carpe diem es siempre una invitación al olvido, un reconocimiento de la otredad infranqueable de la muerte y una exaltación de la vida; no de una vida sola, sino del aliento compartido por las especies vivas. Así leo el libro de Aguirre, y las velas votivas dedicadas a sus muertos, como un brindis por la vida nueva. Despido al año terrible de 2010 con unos versos suyos:
Vivir en un mundo
callado y cerrado
y oscuro de niebla
donde no haya gente
ni blanca ni negra,
ni ciega injusticia.
Donde no haya amor,
odios ni prejuicios,
ni tampoco madres
ni tonto egoísmo.
Ni espejos ni lunas
de absurda ternura.
Tan solo mis huellas,
mis huellas desnudas,
perdidas, a tientas,
por nueva orillas.
¡Qué dicha, la vida!
¡Mi vida, qué dicha!
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1 comentario:
Querida amiga
Gracias por haber escrito unas líneas tan hermosas sobre mi último libro con ese estilo tan inteligentemente hondo y pausado que caracteriza toda tu crítica. Me alegra que mis versos y las fotos de mis seres queridos muertos te hayan inspirado a recordar y escribir. Para mí comenzó una época infernal a fines de junio. Luego te cuento. Aún no me he recuperado. Deduzco por lo que me has escrito que el año pasado tampoco fue bueno para ti. Ha sido espantoso para nuestra amiga mutua Raquel.
Un fuerte abrazo y la gratitud de Ángel
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