miércoles, 5 de enero de 2011
El otro círculo de Praga
El narrador –dice Walter Benjamin– toma lo que cuenta de la experiencia propia o ajena, y lo convierte en experiencia propia de los que escuchan su historia.
Antonio Jiménez Morato
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Hoy se cumple un mes de la muerte de Fernando Cros. Una oración como ésta sólo puede escribirse desde la distancia que la literatura otorga. El espacio de la literatura es parecido al de la muerte. Ambos dan forma a la vida, y le confieren cierta trascendencia. Las palabras son la marca del vacío. Donde están ellas falta lo que ellas designan. Creo que esa insuficiencia fue el tema obsesivo de Fernando. Su poesía bordea el abismo, la necesidad y el fracaso de nombrar.
Sin embargo, el Fernando que conocí era la antítesis de la melancolía: brillante, irónico, elocuente, rebosante de anécdotas que me contaba sabiendo que mi papel de escucha era callar, registrarlas y alguna vez, que es ya el presente, compartirlas. Sus memorias nunca fueron una relación de hechos. Evocaban una atmósfera irreal. Los personajes y acontecimientos más aburridos seducían cuando él los contaba.
Fernando y su esposa Deledda vivieron unos años en México. Varias tramas del anecdotario tienen como protagonista a un narrador: José Luis González. Una de ellas se da el lujo de incluir como personaje al excéntrico escritor jalisciense Juan José Arreola.
La historia de González y Arreola es el relato de un viaje y fue un regalo de viaje que Fernando me hizo. Creo que lo escarbó de la memoria y me lo regaló cuando lo visité en el hospital, en julio, y le comenté que tenía la ilusión de aprovechar un viaje a España para visitar Praga.
El cuento es más o menos el siguiente. Lo recobro empobrecido, sin el talento y la feroz ironía de mi amigo, pero recordando su voz entrañable.
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En alguna ocasión José Luis González viajó con su familia a la antigua Checoslovaquia. Arreola se enteró del viaje y, antes de que José Luis partiera, le hizo un encargo. La petición era frecuente en otros tiempos; los viajes eran acontecimientos poco comunes y los viajeros se convertían en mensajeros entre mundos distantes y casi fabulosos en el imaginario de cada extremo. Tratándose de Arreola, el encargo no podía ser ordinario. Acorraló al viajero en ciernes y le dijo:
“José Luis, por lo que más quieras, visita el cementerio donde está enterrado Kafka y tráeme alguna piedrita que encuentres cerca de su tumba”.
“Claro que sí”, balbuceó José Luis, que si no recuerdo mal era gago, así que seguramente tartamudeó la respuesta. Pasó el tiempo –entonces las estancias se extendían hasta que maduraban como una fruta que cae del árbol por su propio peso–, y llegó el momento inevitable de abandonar Praga, esa ciudad que con tanto embeleso describen los que la conocen. José Luis y los suyos regresaron a México.
Un día González fue a visitar a su colega Arreola. Justo antes de tocar a la puerta recordó, golpeándose la frente, que había olvidado por completo la encomienda del otro, el regalo mínimo y a la vez precioso de una piedrita encontrada junto a la tumba de Kafka. José Luis, que además de escritor era hombre sensato, y para colmo materialista y espiritista a un tiempo, es decir, capaz de integrar el arte con la sociología, y el realismo social con el humor, recorrió el jardín de la casa de Arreola. Le llamó la atención una piedra pequeña. Esa piedra le dijo algo; si no, hubiera escogido otra. La guardó en el bolsillo del pantalón y tocó la puerta.
Entonces, cuando se abrió la puerta, tras el abrazo de rigor, le regaló a Arreola la piedra kafkiana sin que el dueño de la casa pareciera sospechar que provenía de su propio jardín.
Así terminaba el cuento, con el círculo perfecto de un abrazo y una piedrita enaltecida, que a partir de aquel momento se hizo visible y mágica, y nunca más fue pisoteada.
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1 comentario:
Qué bello, Marta. Me encantó. Jaaaaaaaaaaaa... Hay inundación de ternura en la voz. Wow!!!
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