Para Eugenio
Santiago
Se detuvo en Guayama, aldea sobre lomita rodeada de plantaciones e ingenios
cañeros con trapiches movidos por molinos de viento. Se hospedó frente a la
plaza en una pensión de tablones de madera de pino, salvo las vigas macheteadas
de un árbol local- Manikara bidentata-
que ennegrecían con el tiempo, los humores de la cocina y el humo de los
cigarros de los huéspedes. Pintada de blanco, la casa era de construcción
reciente. Si no hubiera estado en un segundo piso podría pasar por una cottage de Nueva Inglaterra, como las
que se ilustraban en algún periódico bávaro, en la sección de viajes cuidada
por un tal Willendorf que escribía para banqueros porque ni los nobles se
hubieran rebajado a visitar América ni los campesinos sabían levantar la vista
más allá del cielo de Baviera. Esta pensión de Guayama quedaba en los altos de
una pulpería donde mercadeaban arenques en salmuera y su aire olía a cosas en
proceso de cocción o putrefacción. Tenía dos escaleras de acceso. La trasera
daba directamente a la cocina y de ahí al comedor de los huéspedes, con su chinero
y una mesa para diez comensales, justo el número de habitaciones. La escalera
principal, del lado de la fachada, llevaba a una sala de estar pequeña
amueblada con mecedora y sofá de pajilla, rematados en torrecitas como peones de ajedrez que adornaban los respaldos
y una mesa de tapete sucio y jarrón ordinario de mayólica sevillana que
aprisionaba margaritas del monte olvidadas hasta que empezaban a deshojarse y
el agua olía a una mezcla de cerámica desportillada con lágrimas de tallos
marchitos. Tres puertas de celosías
abiertas al balcón que daba a la plaza y en las paredes un retrato al óleo del
teniente Pavía, el difunto marido de la dueña de la pensión y dos pequeños
paisajes que llamaron la atención de Adalbert por cierta viveza en la
composición y la calidad con que se imitaban las largas hojas de las palmas y dos
detalles: en uno de los troncos, menudísima, una bromelia, en el otro una
salamandra. La luz que entraba por las puertas del balcón al mediodía dejaba en
el piso de pino tres franjas luminosas, casi opulentas, que aliviaban el
aspecto triste de la sala y a veces bañaban el corredor de tablas crujientes
disimuladas por un linóleo desconcertante, a ambos lados del cual se ordenaban
las diez habitaciones numeradas, con el seto interrumpido en lo alto, de modo
que cuando el sueño profundo vencía a los huéspedes se mezclaban ronquidos con olor
a humanidad.
Adalbert dormía
con el abandono de la juventud. Alquiló la séptima habitación y el ático. Convenció
a la viuda de Pavía para que lo limpiara de murcielaguina y le dejara almacenar
en lo alto los ejemplares que iba coleccionando. Allí instaló sus prensas y fue
apilando periódicos recientes. Sus pasos
débiles no se sentían más que las pisadas de las ratas. La limpieza ordenada
por la viuda se había limitado a arrinconar cachivaches y echarle
un poco de agua al piso. Todo estaba pintado de polvo, incluso el techo de cinc.
Adalbert volvió a barrer con el método que había aprendido de las barrenderas
de palacio: de izquierda a derecha y hacia el frente. Las barrenderas del rey
Ludwig limpiaban en fila, con la precisión de orugas que van devorando una hoja
y engordando el cuerpo con sus viejas pieles. Ese sistema es una metáfora de toda limpieza. Coleccionar
especies empieza por el apetito de la oruga y concluye rindiendo un homenaje memorioso,
mediante anotaciones, a los lugares que se despojan.
Exploraría los
alrededores de Guayama conforme a un sistema que, además de copiar el vaivén de
las escobas, de este a oeste, imitara la forma de un abanico. Desplegó un mapa
de la isla, marcó el centro de Guayana y trazó un semicírculo colindante
con los puntos externos del pueblo. Partiría del mar hacia adentro. Contrató
los servicios de un pescador que hablaba un poco de alemán y otro poco de inglés
y algo del papiamento de las islas, recomendado por el cura párroco, con quien Adalbert
podía franquearse porque traía una carta del obispo de Munich dirigida a la
santa madre iglesia en cualquier aldea de la isla llamada Puerto Rico, y en
forma muy particular en cualquier pueblo del sur de la isla, donde solían
verse (eso recordaba el obispo, que una vez estuvo en el sur, en viaje de Maracaibo
a Santo Tomás) islas submarinas que confundían las identidades del agua y el
aire.
Hizo buen
tiempo en las horas niñas de enero. Días de sol con raras vaguadas fugaces que
Adalbert veía caer sobre la plaza y evaporarse casi al instante en las pieles
sarnosas de los perros. Cuando llovía más el horizonte se cerraba, pero casi
todo el mes barrieron la costa interrumpida por brazos de mar y unas bahías
pequeñas donde la diversidad de las especies ofrecía un lugar tentador y peligroso
que invitaba a la desmemoria en el encanto de las mareas altas, los barquitos
ociosos y, al atardecer, sombras verticales que ensombrecían un segundo los montes en
miniatura. Con la charla de los pescadores y los guisos de la pensión Adalbert
fue ganando anécdotas y peso. Lo más temible: las aguas que variaban de color
entre la dureza del cristal azul marino y una transparencia que borraba
horizontes.
Al cabo de
unas semanas de amontonar ejemplares y disecar las pulposas plantas de la costa
y las flores de los llanos la casa se fue llenando de un olor a yerbatería de
bruja, buena para baños según la viuda de Pavía. Abrumado por el encanto
luminoso, el alemán perdió el don de distinguir en la morfología de las plantas
las monstruosidades que diferencian especies semejantes (cegado por la luz, pero no impotente
de olfato y gusto). El segundo paso del método –después de secar los ejemplares
que mediante el cura enviaría al puerto de Hamburgo por vía de la isla de Santo
Tomás– era saborearlos (el cura no simpatizaba con el régimen de los capitanes
generales, era joven y algo jacobino, pero había bautizado al hijo menor del
aduanero y además lo bendecía el palio de la santa madre iglesia). El
envío de las colecciones sin más destino o propósito que ampliar el jardín
botánico de Linderhof era una coartada.
Para dar con
la planta deseada Adalbert tenía papilas.
Tras varias
semanas de pruebas no había encontrado un sabor más estimulante que la luz de
la isla. Las dosis eran mínimas y el organismo de Adalbert filtraba sin percances toda suerte de hojas y
raíces machacadas. Quizás por eso, siendo nadie, fue el escogido del rey. Una
tarde bajó del ático seducido por el olor del café y una voz que se le iba
haciendo preciosa, la voz de una niña. Tropezó saliendo de uno de los
cuartuchos con un vejete alto, flaco, de barba abundante, que olía no ya a
plantas sino a linaza. El viejo se inclinó ante Adalbert con el aire de un
seductor impenitente, patético en alguien de su edad, desagradable casi. El
piso rechinaba con las botas del viejo que insistía en almorzar junto al fogón porque
le acompañaba un negro cortés y atildado que no era bien visto en el comedor.
–Francisco
Oller y Cestero, para servirle. Soy pintor de cámara del rey de España, aunque el
honor no me rinde muchos beneficios. Este caballero es mi discípulo y colega
Casimiro Bernacer. Somos pintores de la legua.
–¿Pintores de
la legua? No entiendo.
–Vamos, usted
es alemán, así que debería conocer la fábula de los músicos de la legua o de la
aldea, como sea que les llamen. Somos pintores de la legua porque en esta isla al
artista que se quede en su estudio esperando encargos se lo come la miseria. El
artista, como el ganado realengo, tiene que buscar prados verdes y en estos
pueblos cañeros hay quien prefiera una
pintura a una fotografía, no porque sean más baratas las fotografías, que sí lo
son, sino por esa superstición del isleño bárbaro de que se les quede el alma
presa dentro de la cámara. Acá los ricos son corsos o mallorquines, muy poco
ilustrados, gente dura de mollera. Usted de dónde viene en Alemania. A Alemania
no he viajado nunca. Muy frío, ja.
–De Baviera–
dijo Adalbert, sin pensarlo mucho. –Colecciono plantas para el jardín botánico
del rey Ludwig.
Algo vibraba
en el aire, de inmediato supo lo evidente, aquella pareja de palmas reales con
sus respectivas rémoras tenía un origen.
–Los dos son míos,
los marcos dorados los hizo Casimiro, usó unos polvitos que le consiguió el
boticario Homard, ¿no lo conoce? No se ha perdido gran cosa. No, bromeo, es
buena gente, hermano masón. ¿Usted no es masón? ¿Católico, un alemán católico? A cambio de estos pequeños óleos la viuda de
Pavía nos llena el plato hondo de ese cocido hecho con una carne vieja que ni
remojándola tres días suelta la sal, más dura que el tesoro de la viuda. Bromeo,
es buena gente... cuando duerme.
Adalbert se
los apropió al instante. Francisco Oller y Casimiro Benacer, artistas del
hambre, se transformaron en ilustradores botánicos.
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