Raquel no se imagina que dará a luz a
un poeta en 1883. Alice le ha leído las cartas y el demente Ludovico le
ha contado sus sueños eróticos. Sabe que está llamada a grandes cosas, pero
presiente que las grandes cosas serán obra suya, no de un hijo. Ha visto que
algunas mujeres pintan y lo hacen con el reconocimiento que los pintores les
otorgan. Ha visto algunos cuadros de Berthe Morisot y Mary Cassat, no
desconoce que son mujeres adineradas, pero no le preocupa demasiado, porque
ella está en París, el centro del mundo, y su maestro la elogia diciéndole que
su venenosa mezcla de verde parís es insuperable. Hoy, además, piensa en la
Exposición Universal que acaba de inaugurarse en Trocadero. Y sueña con sombreros.
Casi sin transición, como
para intentar lavar las calles de la sangre de 30,000 muertos, París se
transgenera en la ciudad más femenina del mundo. De capital de revoluciones y
matanzas, pasa a ocupar el sitial de reina de la moda. Donde se
quemaron panaderías y talleres se levantan tienditas donde trabajan muchachas rozagantes, campesinas
de piel de leche, que se frotan las manos encallecidas y ulceradas por las labores
previas con ungüento Genevieve:
Aceite de oliva 240 gramos
Trementina 80 gramos
Cera amarilla 40 gramos
Alcanfor 15 gramos
Sándalo rojo 10 gramos
El sombrero es el nuevo emblema
alegórico de la ciudad que modernizó las decapitaciones como escenarios de
justicia. Cada sombrero guarda su diferencia de auténtica obra de arte. Los
elementos son pocos, las combinaciones numerosas. El molde donde se coloca el
fieltro o el casco de paja tiene forma de cabeza cortada. Los sombreros
terminados se exhiben en torrecitas de madera, como se mostraba la cabeza
cercenada de un noble en la punta de una pica. La guillotina, fabricante de
sombreros ausentes, se anunciaba como un artefacto aséptico de la revolución
industrial. Casi un siglo después de las decapitaciones, la Plaza de La Bastilla se llama Plaza de la Concordia. Las cabezas cortadas adornan
vitrinas.
La sombrerera es una mujer, aunque el
propietario de la sombrerería pueda ser un caballero perfumado con esencia de
lavanda. Antes de confeccionar un sombrero, la artesana tiene alguna idea de lo
que le irá bien a la clienta y acceso a materiales: la base
redonda, que se coloca sobre el molde ajustado a las dimensiones de la cabeza
exigente, puede ser de terciopelo de seda; ristras de festones enrollados de
donde cortar cintas anchas, maleables, azules, doradas, anaranjadas; cajones de
madera, generosos como la alacena de un botarate, repletos de cortes de tul
liviano con que forrar la paja olorosa o formar flores de pétalos pesados; plumillas
de ganso o faisán, plumas teñidas.
Alice Monsanto decide que el oficio de
sombrerera le conviene a Raquel. En el tiempo que lleva viviendo con sus primos
ni siquiera se he echado un novio que la saque a pasear en domingo. Tiene aires
de grandeza, quiere ser artista. Gana medallitas en la Académie, pero no se
decide a empeñarlas. Alice apenas alcanza a evitar que Ludovico preñe a la primita y a la sirvienta. Porque
tienen doncella los Monsanto de Bretaña y Saint Thomas. Alice la trata a
patadas. Las doncellas solo sirven bien si se las trata a patadas, eso lo aprendió
Alice sin ser gran señora.
Alice conoce a una sombrerera y un día
va con Raquel al lugar donde trabaja. La sombrerera es una pintura de Tissot:
cara larga, llena, rizos rubios recogidos en un moño, ojos del color de la
albahaca en proceso de deshidratación, con un reflejo de tristeza, diadema del tono
albaricoque natural de sus labios, sonrisa discreta y cálida cuando despide a
una clienta con afabilidad sin olvidar el lugar que le corresponde por destino
de nacimiento. Hasta hace poco era una mujercita del campo, que llegó sin idea
de dónde estaba el Sena. De cómo Alice la conoció revela bien el temperamento
señorial de las francesas criollas. Fue en el mercado, donde la futura sombrerera
picaba cabezas y raspaba agallas de pescado. Alice notó que en vez de un
pañuelo, como los demás, lucía una gorra de fieltro bordada. La hice yo, dijo
la muchacha. Usted tiene talento, comentó Alice, que algo sabía de artistas. La
próxima vez la vio a través de una vidriera, muy bien puesta, con el pelo limpio, como si la hubieran estregado bien y puesto a secar. La mujer no solo
la reconoce, sino que le da las gracias por confiar en ella y les pide que pasen
a la trastienda.
Determinar la anchura del ala, pensar
que la cara más insignificante, así pequeña como la tuya, Raquel, puede hacerse
enigmática al sesgo del ala ancha del sombrero. En tu caso, discreción ante
todo, asegura Alice. Templanza al escoger los adornos. Muy pocos, llenarte de
adornos sería como apilar torres sobre un dedal, eres pequeña. Pudor, silencio,
dignidad, los adornos de la pobreza respetable. El arte del sombrero puede ser
más peligroso que el arte de manejar abanicos. Los abanicos no se hicieron para
ti. Tus manos no son hermosas, que pena de manos. Palmitas anchas, deditos
cortos. (El hijo poeta estará de acuerdo: her ungainly hands.) Una cara
pequeña, sin duda una gran inteligencia. Tienes las uñas manchadas. Soy
estudiante de pintura y asistente de pintor, dice Raquel. Lo que tienes que
hacer es pintar un paisaje con playa y palmeras, dice Alice, para que traigas pan
a la mesa. Aquí somos artistas, todo lo hacemos a mano, dijo la sombrerera.
Esas máquinas de hacer sombreros, industriales, ya las verás, ¿ya fuiste a la exposición?, parecen
prensas de carpintero.
Raquel se interesa en lo que dice esta
muchacha de manos resecas que habla con más sensatez que la primita. Sabe cómo
tolerar la crueldad de Alice, sin malicia, porque sobrevivir no es malicia sino
mandato de la naturaleza. En París se
viene a estudiar y a hacer grandes obras. Su maestro pensará que el verde parís
es el destino venenoso de la isleña. Ella sabe que la ceguera es el destino del
maestro. El maestro no ha salido jamás de una ciudad capaz de matar a sus hijos
con frivolidad. El maestro todavía puede
enseñarle algo, pero no mucho. En cambio esta muchacha algo tiene en común con
ella, no obstante el hecho de que los padres de Raquel fueron propietarios de esclavos
y la muchacha es descendiente de siervos. Es cierto que el mundo tiene medidas.
Minúsculas o lejanas, da igual. Quien toma la medida de una cabeza tiene la
misma obsesión del que toma la medida del mundo, o la medida de una línea
llamada verso. Ajustar, encajar, ponderar, es decir achicar, sobrevolar, reducir
al tamaño de una mano lo que no es posible entender.
Esto no acabaría de comprenderlo
Raquel hasta los intentos de escapar de su prisión de vieja en Rutherford. Sí le
inspiró simpatía la situación de la muchacha que le tomó la medida de la
cabeza. El descubrimiento fue mutuo. La muchacha no sabía leer, pero su amante
sí. Su amante era una mujer que se ganaba la vida alargando las esperanzas de
las tenderas. Leía manos, palpaba cabezas. En la cama con la muchacha se reía de las palabras que hacían llorar a las esposas de los carniceros.
La sombrerera se sintió inspirada. Les dijo que con lo que sabía de cabezas podría
ser frenóloga. Palpando las depresiones y protuberancias de Raquel adivinó un
talento para las palabras. Si te las tragas mueres, dijo. Te equivocas, dijo
Alice, celosa. Esta muchachita sabe algo de dibujo y de música. Cuando pinte un
paisaje con palmeras nos sacará de pobres. Pero si apenas habla. Solo toca el
piano. Vamos a perder el piano si no se despabila. Y si vieras las muecas que
hace. Es nativa de una isla, Puerto Rico, donde abundan los monitos.
Monos no, dice Raquel. Frutas sí, y
más sabrosas que las ciruelas. De veras, dice la chica. A ver, muéstrame. Raquel
dibujó frutas que la sombrerera no conocía y no tan solo porque su familiaridad
se inclinaba al oficio previo de vendedora de peces y frutos de mar, sino
porque las frutas que dibujaba aquella mujercita graciosa eran de un lugar tan preciso
que no viajaban bien. El sabor del mamey se parece al del albaricoque, pero el de la
quenepa no se parece nada más que al paraíso.
La quenepa tenía el tamaño justo para adornar sombreros parisinos.
La muchacha guardó los dibujos e incluso diseñó para la duquesa de Abrantes un
sombrero campestre con quenepas. A Raquel le prometió un sombrero y
una carrera si se hacía su aprendiz. Pero tu verdadero talento no está en las
cabezas de los demás, sino en la cabeza propia, persevera en la pintura y quizás algún día
podrás ilustrar las novelas de Zola. ¿Pero te gusta Zola, ese depravado? No le
hagas caso, Raquel.
No le faltaba a Alice una pizca de
razón. La persona más equivocada siempre tiene una pizca de razón. Entre limpiar
las brochas de Carolus-Duran y exponerse a la muerte por envenenamiento con
verde parís o estudiar un oficio que llevaba el signo ascendente de los tiempos,
ni siquiera había que pensarlo. Las burguesas no salían a la calle sin sombrero,
era el velo árabe de la opulencia, la manifestación enarbolada del poder de sus
maridos. Las muchachas trabajadoras y las estudiantes como Raquel hubieran
hecho bien en servirse de la fiebre sombrerera. A ella misma le asombró su respuesta. Sueño con ser una gran artista,
dijo, con tan inusitada seguridad, que Alice se tragó las palabras.
Con el tiempo y en contacto con la economía capitalista más adelantada de la
historia, como decía William George con leve ironía, Raquel descubrió que una
mujer puede ser más pequeña que su sombrero. Para ir a la iglesia o de tiendas no
se puede prescindir del sombrero. Su favorito –alargaba el contraste de su gracia
entre bastas anglosajonas– era una cascada de encajes negros.
(De mi novela Raquel en Rutherford, en proceso.)
No hay comentarios:
Publicar un comentario