La experiencia de una vieja (de un
viejo) que cuida a una vieja. El afecto tiene más de un nombre: miedo,
desprecio, odio, compasión, reverencia. Rupturas irreparables. La
historia de Raquel no debió contarse porque “its too mixed”, decía ella misma,
que no se cansaba de contarla mientras el hijo le anotaba los suspiros. Las
flores que le regalaba a Raquel. Yo a mami orquídeas y ella a mí sus rencores.
Es común que un autor macho desplace
su impotencia hacia cuanto le rodea, sin ensuciarse las manos ni reconocer
el reflejo de sus ojos en la miseria, ni
la vacuidad de sus lamentos. No es el caso de William Carlos Williams.
A WCW se le ha culpado de infantilismo por el apego a sus padres, a la familia, a su ciudad natal.
En una fioritura intercalada en Estrella distante, Roberto Bolaño pausó para una sonrisa en la evocación de William
Carlos. El personaje Juan Stein expresa la intención de sustituir en un marco
“de cierta ampulosidad” el retrato de un tal Cherniakovski, primo político de
Stein, judío y general del ejército soviético, por una foto de Carlos “con sus
aperos de médico de pueblo… caminando por una larga acera tranquila bordeada de
rejas de madera pintadas de blanco, verde o rojo”. William Carlos, ni triste ni
feliz, pero contento; sabe que el paciente de turno no morirá. Insecto atrapado
en la acidez del narrador enfermo que retrasa su propia muerte coqueteando con
la vanidad de la muerte; contando las más atroces excursiones de la muerte. El
médico de pueblo, en una larga acera tranquila, espejo de templanza, a la
manera de un filósofo puntual, acapara la mediocridad dorada que se le negó a
un conjunto de naciones paridas al precio de muertes incontables. En la foto
imaginaria el médico es un bobo feliz; la expresión mediocre del médico de
pueblo en una Nueva Inglaterra de tarjeta postal es objeto de la cariñosa envidia
del poeta enfermo.
Mi pobre madre me castigaba
despreciándose. Va el adjetivo sin pena, en el sentido más hermoso de la
palabra pobre. Los venenos del odio son cuernos de abundancia. Cuando todavía
sabía quién era yo, le dije, un día, mientras la llevaba de regreso a su casa,
basta ya. Que no me hiriera más, que no me envenenara la vida con sus lamentos.
Pero Martita, si yo soy una bruta. Algún día quisiera entender lo que escribes.
No, madre. La bruta sería yo si en vez
de recibirme en tus brazos, donde me acurrucó la enfermera después de echarme
gotas de nitrato de plata en los ojos, en aquella clínica de ventanas abiertas
a las calles polvorientas de un pueblo en que diste a luz sin que nadie te
acompañara, en la clínica adonde llegaste caminando cuando sentiste los
primeros dolores, sin tu marido, sin tus suegros quién sabe dónde estaban, sin el
recuerdo de tu madre muerta, si en vez de recibirme me hubieras dejado caer.
Las atroces guerras modernas se
revistieron de un sistema de derecho. Las víctimas –la flor y nata de
las víctimas–, acuden a los tribunales en busca de reivindicaciones. Para las
mujeres despojadas porque sí, porque así es la vida, no ha habido nunca cortes
defensoras. La niña que fue mi madre acumuló retazos de dignidad con los que les
sacaba brillo a sus casitas de urbanización como si hubieran sido joyas, pero para
las vidas mutiladas no ha habido nunca tribunales. Mi madre intentó escribir
sus memorias. Lo hacía bien, con su letra cuidadosa y limpia. Llenó libretas de
recuerdos amparados en la distancia de las ficciones. Las destruyó, pero yo no
destruiré su recuerdo, ni los trapitos que me legó de la vida de su madre, su entrada al mundo.
Escribir a la madre es traición. Vivir
con ella, y escribirla, como lo hizo William Carlos hasta que él mismo se hizo
viejo, es una traición prodigiosa.
(Pasaje mi novela Raquel en Rutherford)
1 comentario:
Vaya qué fuerte emoción leer este tramo de novela, es duro el esfuerzo y me alegra leerte y leerlo. Abrazos
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