para Paco
Diecisiete años en tierra, ocho horas en el aire. ¿Quiere ir al baño
señora? Abrazada a su cartera grande y lustrosa, la doña te mira con
indignación. Tú sí quieres. Te levantas, te estiras sin soltar el respaldo del
asiento, echas a andar. Caminar dentro de un avión en vuelo no se siente tan
raro como lo raro que es. En las casitas de las putas de El Mondongo los pisos
son más flojos y las tablas elásticas se estremecen con el empuje de los
cuerpos, eso te han dicho, tú no has mojado nunca. Avanzas en dirección al
fondo del avión agarrando los espaldares de los asientos hasta que decides
soltarte. Empuñas la manija de la puerta y te enfrentas a una deslumbrante
exhibición de cositas, al espejito, al pequeño lavamanos metálico, al jabón
líquido, a la cajita de kleenex. El temblequeo te sorprende cuando no has
terminado de orinar. Te asustas, abres los brazos, te apoyas en las paredes
mientras el avión da coletazos. La azafata golpea la puerta gritando algo en
inglés y respondes ya voy. Antes de salir limpias las salpicaduras del asiento
para que no digan que los puertorriqueños somos unos puercos. Corres
tambaleándote, te desplomas en el 10 C, te abrochas el cinturón. Cuando el
avión baja en picada la doña del asiento vecino vomita. Te abraza, huele a
cebolla y lágrimas, entonces vomitas tú, vomitan todos. El avión es un pantano
de vómitos, pero no se estrellan, el piloto logra enderezar el rumbo y
recuperar altura. El resto del vuelo da para calmarse, hacer chistes, cantar y
emborracharse. Aterrizan entre rezos y aplausos.
Bajas del avión sintiendo que pesas menos. Te mojas la cara con agua
de una fuente de beber, te dibujas la partidura con la peinilla que sacas del
bolsillo del pantalón. Recoges la maleta de cartón con refuerzos y cerraduras
mohosas, la pobre se ve arrepentida. En la sala principal del aeropuerto, con
su decepcionante piso de madera, hay más gente que en las fiestas patronales.
Tropiezas con cuerpos que tropiezan con otros cuerpos, hombres con sombreros de
copa alta y trencitas, hombres con bigotes tupidos y turbantes, mujeres negras
con sombreros y guantes, mujeres rubias con guantes y sombreros. Te asombra que
en la muchedumbre cada quien siga sin confundirse el camino que le toca. Dudas,
te inclinas ante el abismo de lo posible. Si siguieras a ese o a la de más allá
cambiarías de vida. Si hubieras seguido a la joven oriental de guantes color
perla esta historia sería otra historia, pero el grito te devuelve a ese lugar
caótico que han pisado pies de todos los colores sin torcer el destino que los
trajo al mundo. El que grita es Tavio, el tío simpático que visitó el barrio en
aquel tiempo y te dijo vente con nosotros a New York. Hoy lleva el sombrero de
salir, el de la plumita de faisán en la cinta, eso dice, que es una plumita de
faisán, tan fina como el colmillo de oro que le afea la sonrisa. Socorro y
Teresita hablan a la vez y se repiten. Comentan que los primos también querían
venir a recibirte, pero aquí la vida es complicada, el trabajo, las
obligaciones, tú sabes.
Salen a un país de cielo gris, apestoso a humo y aceite. Esperas con
las mujeres mientras Tavio busca el carro. La ruta hacia el Bronx es larga y el
tío arranca el Chevy de asientos de cuero cuarteado que tiembla más que el
avión en cada semáforo, como si la calle fuera una pista de aterrizaje, pero no
se te ocurre la imagen correcta para calificar la forma de conducir de Tavio
hasta después de unos días, cuando recuerdas la metáfora que nació en un cine
de tu pueblo, ante las películas de vaqueros y la gritería de los muchachos que
cantan cada puñetazo con un juá, juá. Guías como un vaquero tío, le dices al
tío la segunda vez que viajan en automóvil, rumbo a un juego de béisbol en el
Yankee Stadium, el domingo siguiente al viernes de tu llegada.
Tavio estaciona en una calle llamada Fox. Jomsuitjom, dice. Tus
parientes viven en un apartamento siamés, como los chinitos aquellos que
nacieron inseparables, parte de una casa dúplex de tres pisos. En cada piso hay
dos apartamentos, seis en total. The Maldonados, así lee el rótulo del buzón
colocado junto a la escalera lateral que da acceso a la segunda planta. Vivimos
en un tren, dice Tavio, forzando un poco la llave de la puerta, dándole una
patadita cariñosa, con un beiwindou, como los de los ricos, y después te indica
dónde dejar la maleta, en el cuarto que queda junto a la sala, estrecho como un
pasillito de techo alto, con ventana cuadrada de cristal que da a la calle y
cortinas como sábanas de fantasma. Te quedas pensando en qué se parece aquello
a un tren. Has viajado una sola vez en tren, imposible seguir viajando en tren
en Puerto Rico. El tren de Aguadilla a San Juan hizo su último trayecto hace
años. Esa noche no duermes. Echas de menos los ruidos animales, las voces
chillonas de los coquíes y los grillos que no se dejan silenciar por el vuelo
de los aviones de la base, los B-52 cargados de bombas que despegan
puntualmente para vigilar el mundo.
En Aguadilla hasta las piedras cantan. El Bronx es mudo.
La mañana siguiente, cuando sales del baño, encuentras a Socorro en
la cocina. Qué quieres desayunar, te pregunta, hoy es mi día libre estás de
suerte, ya se fueron Tavio y Teresita, aquí nos levantamos temprano. Cualquier
cosa, respondes mirando al suelo, con la cabeza metida entre las manos y la voz
ronca, cualquier cosa es un huevo frito, te dice ella, con la espátula en el
aire, pues un huevo frito, ¿sonisaidop?, pregunta ella, sonisaidop, respondes.
El apartamento se llena de olor a aceite de oliva y huevos fritos. Así olerá
siempre, con variaciones: tocino y cebolla, aceite y ajo, cebolla y chuletas,
manteca y arroz.
Años después vuelves a la calle Fox. Te bajas del tren elevado en la
parada de la Simpson. Caminas unas
cuadras entre solares baldíos, casitas que conservan jardines de otro tiempo y
edificios tatuados con grafitis. El dúplex está igualito, como si no hubieran
limpiado las ventanas en medio siglo. Te invitarán a entrar, te regalarán un
café, te preguntarás cómo se acomodaban Tavio, Socorro, Teresita y tú en esa
miniatura. Al inquilino lo encontraste en el balcón, en el ocio peligroso del
hombre duro, vigilante de la nada, junto a otro chamaco de brazos cruzados.
Quizás los desarmó la cómica euforia de tus palabras, el propósito de tu
visita, el haberles dicho que años atrás, tantos que ellos ni soñaban con nacer,
viviste aquí –que ahora es allí– en el mismo dúplex cuyo balcón adornan con su
presencia, mientras estudiabas en Morris High School. Él también estudió en
Morris, aunque no pasó de tercer año, dice. Conversando te enteras de que se
llama Ricky y tiene familia en el barrio donde te criaste, San Antonio de
Aguadilla. Comentas que viviste en el apartamento de la izquierda, en el
segundo piso. Wow, ahí mismo vivo yo, ¿quiere subir? pregunta, y como te sobra
tiempo antes de la ceremonia dices que sí. Ricky fuerza un poco la llave y le
propina a la puerta una patadita seca. El piso tiembla. Ya no tiene el mismo
revestimiento de linóleum, está cubierto con retazos de alfombras de colores
variados. Da la impresión de que podría desplomarse sobre los habitantes del primero.
Recuerdas el deleite de lo nuevo, las curiosidades del apartamento de antes: el
radiador pintado de plata en una esquina, las paredes divisorias de cartón y
yeso, el olor a bolitas de naftalina. (Después te impresionarán los ladrillos
de los edificios, pensando en las manos que supieron colocarlos a la perfección
en hileras cruzadas. Y te conmoverán otras cosas de la ciudad que no
impresionan a nadie: el vapor que escapaba de las parrillas del subterráneo,
los olores agrios de las comidas callejeras, las niñeras negras que pasean
niños rubios, el desconcierto de ruidos.)
(Pasaje de Mr. Green, relato publicado en la serie RHM Flash, 2013)
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