lunes, 22 de septiembre de 2014

Mr. Green


 
 
para Paco 

Diecisiete años en tierra, ocho horas en el aire. ¿Quiere ir al baño señora? Abrazada a su cartera grande y lustrosa, la doña te mira con indignación. Tú sí quieres. Te levantas, te estiras sin soltar el respaldo del asiento, echas a andar. Caminar dentro de un avión en vuelo no se siente tan raro como lo raro que es. En las casitas de las putas de El Mondongo los pisos son más flojos y las tablas elásticas se estremecen con el empuje de los cuerpos, eso te han dicho, tú no has mojado nunca. Avanzas en dirección al fondo del avión agarrando los espaldares de los asientos hasta que decides soltarte. Empuñas la manija de la puerta y te enfrentas a una deslumbrante exhibición de cositas, al espejito, al pequeño lavamanos metálico, al jabón líquido, a la cajita de kleenex. El temblequeo te sorprende cuando no has terminado de orinar. Te asustas, abres los brazos, te apoyas en las paredes mientras el avión da coletazos. La azafata golpea la puerta gritando algo en inglés y respondes ya voy. Antes de salir limpias las salpicaduras del asiento para que no digan que los puertorriqueños somos unos puercos. Corres tambaleándote, te desplomas en el 10 C, te abrochas el cinturón. Cuando el avión baja en picada la doña del asiento vecino vomita. Te abraza, huele a cebolla y lágrimas, entonces vomitas tú, vomitan todos. El avión es un pantano de vómitos, pero no se estrellan, el piloto logra enderezar el rumbo y recuperar altura. El resto del vuelo da para calmarse, hacer chistes, cantar y emborracharse. Aterrizan entre rezos y aplausos.

Bajas del avión sintiendo que pesas menos. Te mojas la cara con agua de una fuente de beber, te dibujas la partidura con la peinilla que sacas del bolsillo del pantalón. Recoges la maleta de cartón con refuerzos y cerraduras mohosas, la pobre se ve arrepentida. En la sala principal del aeropuerto, con su decepcionante piso de madera, hay más gente que en las fiestas patronales. Tropiezas con cuerpos que tropiezan con otros cuerpos, hombres con sombreros de copa alta y trencitas, hombres con bigotes tupidos y turbantes, mujeres negras con sombreros y guantes, mujeres rubias con guantes y sombreros. Te asombra que en la muchedumbre cada quien siga sin confundirse el camino que le toca. Dudas, te inclinas ante el abismo de lo posible. Si siguieras a ese o a la de más allá cambiarías de vida. Si hubieras seguido a la joven oriental de guantes color perla esta historia sería otra historia, pero el grito te devuelve a ese lugar caótico que han pisado pies de todos los colores sin torcer el destino que los trajo al mundo. El que grita es Tavio, el tío simpático que visitó el barrio en aquel tiempo y te dijo vente con nosotros a New York. Hoy lleva el sombrero de salir, el de la plumita de faisán en la cinta, eso dice, que es una plumita de faisán, tan fina como el colmillo de oro que le afea la sonrisa. Socorro y Teresita hablan a la vez y se repiten. Comentan que los primos también querían venir a recibirte, pero aquí la vida es complicada, el trabajo, las obligaciones, tú sabes.

Salen a un país de cielo gris, apestoso a humo y aceite. Esperas con las mujeres mientras Tavio busca el carro. La ruta hacia el Bronx es larga y el tío arranca el Chevy de asientos de cuero cuarteado que tiembla más que el avión en cada semáforo, como si la calle fuera una pista de aterrizaje, pero no se te ocurre la imagen correcta para calificar la forma de conducir de Tavio hasta después de unos días, cuando recuerdas la metáfora que nació en un cine de tu pueblo, ante las películas de vaqueros y la gritería de los muchachos que cantan cada puñetazo con un juá, juá. Guías como un vaquero tío, le dices al tío la segunda vez que viajan en automóvil, rumbo a un juego de béisbol en el Yankee Stadium, el domingo siguiente al viernes de tu llegada.

Tavio estaciona en una calle llamada Fox. Jomsuitjom, dice. Tus parientes viven en un apartamento siamés, como los chinitos aquellos que nacieron inseparables, parte de una casa dúplex de tres pisos. En cada piso hay dos apartamentos, seis en total. The Maldonados, así lee el rótulo del buzón colocado junto a la escalera lateral que da acceso a la segunda planta. Vivimos en un tren, dice Tavio, forzando un poco la llave de la puerta, dándole una patadita cariñosa, con un beiwindou, como los de los ricos, y después te indica dónde dejar la maleta, en el cuarto que queda junto a la sala, estrecho como un pasillito de techo alto, con ventana cuadrada de cristal que da a la calle y cortinas como sábanas de fantasma. Te quedas pensando en qué se parece aquello a un tren. Has viajado una sola vez en tren, imposible seguir viajando en tren en Puerto Rico. El tren de Aguadilla a San Juan hizo su último trayecto hace años. Esa noche no duermes. Echas de menos los ruidos animales, las voces chillonas de los coquíes y los grillos que no se dejan silenciar por el vuelo de los aviones de la base, los B-52 cargados de bombas que despegan puntualmente para vigilar el mundo.

En Aguadilla hasta las piedras cantan. El Bronx es mudo.

La mañana siguiente, cuando sales del baño, encuentras a Socorro en la cocina. Qué quieres desayunar, te pregunta, hoy es mi día libre estás de suerte, ya se fueron Tavio y Teresita, aquí nos levantamos temprano. Cualquier cosa, respondes mirando al suelo, con la cabeza metida entre las manos y la voz ronca, cualquier cosa es un huevo frito, te dice ella, con la espátula en el aire, pues un huevo frito, ¿sonisaidop?, pregunta ella, sonisaidop, respondes. El apartamento se llena de olor a aceite de oliva y huevos fritos. Así olerá siempre, con variaciones: tocino y cebolla, aceite y ajo, cebolla y chuletas, manteca y arroz.

Años después vuelves a la calle Fox. Te bajas del tren elevado en la parada de la  Simpson. Caminas unas cuadras entre solares baldíos, casitas que conservan jardines de otro tiempo y edificios tatuados con grafitis. El dúplex está igualito, como si no hubieran limpiado las ventanas en medio siglo. Te invitarán a entrar, te regalarán un café, te preguntarás cómo se acomodaban Tavio, Socorro, Teresita y tú en esa miniatura. Al inquilino lo encontraste en el balcón, en el ocio peligroso del hombre duro, vigilante de la nada, junto a otro chamaco de brazos cruzados. Quizás los desarmó la cómica euforia de tus palabras, el propósito de tu visita, el haberles dicho que años atrás, tantos que ellos ni soñaban con nacer, viviste aquí –que ahora es allí– en el mismo dúplex cuyo balcón adornan con su presencia, mientras estudiabas en Morris High School. Él también estudió en Morris, aunque no pasó de tercer año, dice. Conversando te enteras de que se llama Ricky y tiene familia en el barrio donde te criaste, San Antonio de Aguadilla. Comentas que viviste en el apartamento de la izquierda, en el segundo piso. Wow, ahí mismo vivo yo, ¿quiere subir? pregunta, y como te sobra tiempo antes de la ceremonia dices que sí. Ricky fuerza un poco la llave y le propina a la puerta una patadita seca. El piso tiembla. Ya no tiene el mismo revestimiento de linóleum, está cubierto con retazos de alfombras de colores variados. Da la impresión de que podría desplomarse sobre los habitantes del primero. Recuerdas el deleite de lo nuevo, las curiosidades del apartamento de antes: el radiador pintado de plata en una esquina, las paredes divisorias de cartón y yeso, el olor a bolitas de naftalina. (Después te impresionarán los ladrillos de los edificios, pensando en las manos que supieron colocarlos a la perfección en hileras cruzadas. Y te conmoverán otras cosas de la ciudad que no impresionan a nadie: el vapor que escapaba de las parrillas del subterráneo, los olores agrios de las comidas callejeras, las niñeras negras que pasean niños rubios, el desconcierto de ruidos.)

 

(Pasaje de Mr. Green, relato publicado en la serie RHM Flash, 2013)

 

No hay comentarios:

Primeros párrafos

Recuerdo cuando recibí el envío de mi sobrina. Leí su letra en una nota breve: quizás me interesaría conservar aquellas cartas. No pensé en ...