Las flores, el
deseo de decirlas. El iris azul que al principio fue un perfume sin origen
reconocible, hasta que un color cortó en seco la respiración y el poema. El sol
del crisantemo se desploma de insignificancia. Y la flor suya, la flor de la
acacia rosa, una verdadera maleza, tan pequeña y desprovista de encantos como
la flor del guisante. Ni arrancándola de raíz desaparece. De un rizoma sale la
pujanza. Así mismo él y su madre se niegan a ser cadáveres.
Un autor no debe,
jamás, serle infiel a su obra. Menospreciar su obra es menospreciar la vida del
poeta. La poesía le marcó los límites del placer. Todo lo hizo poesía. Si su
obra no sirve le espera una agonía espantosa, la despedida de la única vida que
tuvo y no vivió por entregarse a los sonidos huecos de la poesía inservible. Él
ve las flores. No las asocia con nada, no se pone a escribir metáforas. La flor
es un abordaje, un punto de partida donde injerta las estaciones, el aire, el
lápiz, las labores subterráneas. No son metáforas. La imaginación no se
alimenta de metáforas. La imaginación es la única medida de la realidad. El
asfódelo, por ejemplo es una flor con cara de mujer barbuda. Esa mujer existe, la
flor no es una metáfora. Todo está en todo desde siempre. La flor, el descenso
y la salida de los infiernos son palabras, dividen. La imaginación las mueve.
Las acerca.
Esa flor impresiona
por su vitalidad. La vieron en Suiza, justo antes de que se les revelara la
montaña cubierta de nieve fresca. Floss sintió lástima por la áspera poseedora
del nombre flor. Mientras desayunaban en la estación de Brig, rumbo a Florencia
y él llenaba una tarjeta postal a la madre que decoró con la silueta del
asfódelo, Floss, la mujer sin atributos, la mula blanca, la pequeña Floss,
abrió el bulto grande donde guardaba las agujas de tejer, las gafas, los guantes
y el dinero de ambos y sacó la plantita arrancada de raíz con todo y flor
verde. Él no se molestó en preguntarle cómo pretendía que esa pobre llegara a
Rutherford. Confiaba en Floss, la indócil que sin él hubiera florecido de otra
manera, como esas mujeres de cuya inquietante sexualidad él podía dar fe.
El asfódelo vive
todavía, aunque ya no florece. Se prolonga en sus hijas. La mata original se
paseó en el bulto por Florencia, Roma, París. Luego cruzó el Atlántico y estuvo
a punto de morir cuando Raquel la miró con sorna de suegra imperiosa. ¿Qué
matita es esa tan fea, querida? ¿Cómo se llaman esas enredaderas parásitas, madre, que invaden el patio de tu casa con barbas y espinas que destruyen la corteza de los árboles, esas guerreras que los devoran? Del pueblo que le niega los nombres de sus árboles, que lo acoge con candados mohosos y planos nuevos no saldrá el poema ni la conclusión de Yes Mrs. Williams.
No hay comentarios:
Publicar un comentario