Dices que el terror dominó tus
primeros años. Cuentas que en las mañanas invernales de este pueblo, cuando el
sol se queda en la cama y no se asoma en todo el día– aquí donde nos encerró tu
padre, mientras él les despachaba aguas perfumadas a las niñeras de Buenos
Aires – yo lamentaba mi suerte. Te has quejado de que abusara de ti. Usar a un
niño para vaciarse del dolor propio es imperdonable. En tus libros devolviste
la afrenta. Con creces. Mi amargura vencida por el entusiasmo de tus flores fue
tu venganza. Para mí las flores son interesantes de la raíz hacia abajo. Para
ti las flores son pétalos, la resurrección circular de la carne. Te obsesiona
la poesía como descenso a los infiernos, pero no aprendiste a vivir en el
infierno. Tu poesía es el pretexto para la huida de los infiernos. Otra cosa. En
todos tus libros sembraste mi amor a los jardines, lo ocupaste, te lo robaste.
crisantemos
ciclámenes
rosas
flores
del mar
margaritas
astromelias
encajes
de la reina Ana
tulipanes
narcisos
iris
flores
de mostaza
peonías
asfódelos
lirios
verbenas
jacintos
Yo
te hablaba de las flores de Mayagüez, las que recogíamos en los jardines para
adornar el altar de la virgen. Sus nombres te entraban por el oído como soplos
de viento y salían sin dejar huellas. Claveles, nardos, trinitarias, varitas de
San José. Yo habré muerto, tú no me dejarás ir.
Sé que el aura tiñosa fue uno de los
relatos que olvidaste. Es un pájaro de rapiña, cruza de un extremo al otro el
arco de las islas. Carlitos, tú escribes sobre flores, yo puedo hablar de
piedras calientes, hirientes, resistentes. O de piedras redondas, chinos de
río, como aquellas que disparábamos desde la honda que mi hermano me regaló
cuando se cansó de ser niño. Yo me fugaba con los varones hacia la salida del
pueblo. Allá les tirábamos piedras a los pajaritos, los pequeños caían
ensangrentados, pero las auras no. Un día me dio por subirme a un árbol de
mangó y tirarle a un aura con todos los malos sentimientos de mi brazo, pero la
piedra cayó en el ojo de uno de los muchachitos y lo dejó tuerto. Sus padres
eran peones de la finca de papá y no se atrevieron a quejarse. Desde entonces
fue el entenado, el adoptado, el inútil de la familia. Lo usábamos para
mandados livianos.
Pues yo era la zurrapa, atiéndeme
bien. El residuo que se acumula en el fondo de la botella. Y mamá, que bastante trabajo le daba su máquina de coser,
cuando papá murió y ella se hizo cargo de alimentarnos, pero siempre me tenía más
o menos detrás de la oreja y me pegaba hasta dentro del pelo, porque las madres
buenas no sueltan a sus hijos, no hay mejor madre que una buena mala madre, la
que quiere con crueldad egoísta. Recuerda cómo era nuestra casa. Se me ocurre
(la memoria es lo más lejano de lo que fue, mejor recuerdan las manos, la
lengua; la memoria diseca) que no quedaba en una de las zonas centrales del
pueblo, sino más bien cerca del área de los almacenes. Era una casa de cuatro
aguas con tejas de barro dispuestas como escamas. El balcón era… Pero no es verdad
nada de esto. Era de madera. Quedaba en la calle más elegante de Mayagüez,
bautizada con el nombre de un capitán general del imperio: la calle Méndez
Vigo.
Es la hora. Raquel despierta. Se
acaricia la espalda con las manos, respira un aire de azoro. Aunque la artritis
le duele en los huesos carcomidos, no tarda mucho en volver al momento
insoportable del presente donde el hijo la dejó tras administrarle la sopa rala
del almuerzo con medicinas acompañantes que tienen nombres de hechiceras :
calbisma, irradol, sanaka, anasarsin.
Raquel en Rutherford, donde cada
segundo más de vida le parece un desperdicio.
(De La muerte feliz de William Carlos Williams, novela)
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