Hay novelas que se prestan como pocas al comparatismo, a la búsqueda de
filiaciones. Son novelas literarias, novelas “escribibles”, además de legibles
(Barthes). Cuando el pretexto de la novela es la biografía de un poeta, la
pasión comparativa y la alegría de la lectura aumentan, como cuando se leen The Blue Flower, de Penelope Fitzgerald,
o Prodigios, de Angélica Gorodischer.
Ambas son desprendimientos del aura del poeta Novalis. Si, por añadidura, la
novela se inspira en una variedad de poeta que se niega a ser masa, al grado de
enajenarse de los lenguajes naturales de la especie; es decir, si la novela
toma como pie forzado la figura de un matemático, escasea el aire en las
cumbres y prende la risa eufórica. Hay otras novelas de matemáticos, no las he
leído, pero sé que existen. La mejor de todas es esta.
Una novela se puede construir como se construye un mito, en bricolaje de
temas musicales. Coronel lágrimas, podría
leerse como una fuga, un canon, para evocar a Hosftadter o una serie de temas
con variaciones. Entre párrafos, el narrador intercala frases que nombran dieciocho
placeres, si no conté mal. Algunos son rigurosamente
ingenieriles: el placer de los datos, el placer de las sumas mínimas. Otros, traviesos
o irritantes: el placer de los nudos, el placer de la nariz precisa.
Entre las etimologías de la palabra placer, además de plano y apacible,
se cuentan playa y archipiélago.
Hablemos de los placeres de Coronel
lágrimas. No ya de los dieciocho placeres que en el libro se mencionan,
sino de algunos que el libro provoca. Será un guiño torpe a Roland Barthes, autor
de El placer del texto. De no haber
sido un cadáver maduro y hermoso, Roland cumpliría 100 años el próximo noviembre.
Primer placer: historia y ficción o el enigma de la
habitación cerrada
Esta novela, nos indica el autor, “toma como punto de partida la vida
del matemático francés Alexander Grothendieck”. La figura excéntrica del
matemático interesa por la constelación de puntos que en ella convergen.
Supongo que si los matemáticos, los científicos y los filósofos tienen madera
de personajes de relatos ello se debe a que son seres obsesionados. Con seres
obsesionados se construyen novelas del pensamiento, cuya fascinación evoca el
deseo de una teoría unificada de los saberes, que de algún modo se corresponde
con la ambición del género novela; la fe en que la explicación de la realidad
puede resolverse en una teoría general, abarcadora y elegante a la vez. El músculo
duerme como dice la letra del tango, y se ha opacado la influencia de científicos
divulgadores como el biólogo Edmund Wilson y un libro que se convirtió en
lectura de culto, a pesar de sus oscuridades, Gödel, Escher, Bach: un eterno grácil bucle. No obstante, la ambición
de una coherencia radical es muy moderna y muy antigua. Replica lugares del
platonismo, la alquimia, el animismo
romántico y el estructuralismo. Se recoge en las palabras de María Zambrano,
cuando insiste en que el poeta encuentra, mientras el filósofo busca, y que el
sentido de esa búsqueda pasa por la percepción del “ritmo común que abarca
desde el movimiento de los astros a la yerba que brota en el resquicio de las
piedras”. Una atávica pretensión de totalidad se recoge en la forma de la
novela, cómplice y traidora de la historiografía. Lezama Lima nos recuerda,
citando a Curtius, quien a su vez citaba a Toynbee y eso mucho antes de Hayden
White, que para hacer historiografía, “con el tiempo, resultará manifiestamente
imposible emplear cualquier técnica que no sea la de la ficción.” (La expresión americana, p. 55)
En esta novela, tan musical por el fraseo y la sonoridad de sus
oraciones, hay huellas de la trama
detectivesca de la habitación cerrada. El personaje, el coronel, con toda la
carga de frustración, violencia y utopías truncas que arrastra la palabra
coronel, recuerda sus proyectos y traiciones. Un placer algo oscuro, con
reminiscencias de la literatura nazi en América, en ese claustro hermético, materno,
mental, inquietante.
Segundo placer: cajas chinas tropicales
La ubicación de mundos más pequeños al interior de una trama es otro
recurso narrativo muy antiguo y muy actual. Debe ser homóloga de la memoria
celular y de los paréntesis anidados de las fórmulas matemáticas. Estructura
del cerebro, cajas chinas. Estructura de la célula, cajas chinas. La maleta de la
migrante, cajas chinas
El coronel tiene tantas identidades y títulos que con ellas podría
tejerse una letanía. Es un matemático coleccionista empeñado en escribir Los vértigos del siglo pero lo derriban
el tedio y la abulia palesianas, como si
Oblomov se levantara de vez en cuando a comer torrijas y urdir proyectos que se
resuelven en el pavoroso deseo de “codificar la vida en pequeñas postales, construir una
Babel enciclopédica para su memoria en grietas”. Parecería
que en las colecciones del coronel anida el deseo de la construcción deseada y
perfeccionada de nuestras sociedades; proyectos imaginados, inconclusos,
arrastrados, resucitados y vueltos a sellar en la habitación cerrada. El
fracaso de las utopías, de las escrituras correctas, pero también el reclamo de
justicia. Y la búsqueda cínica, pero sostenida, de un continente hecho de
islas.
En colaboración con un discípulo mexicano que tiene nombre de emperador
austriaco, el coronel colecciona. Saltan a la vista (en la obsesión de encerrar
el mundo en la nuez de una colección) el Atlas
Mnemosyne, de Aby Warburg y, en las
grietas de la ambición totalizadora, los montajes del libro Atlas portátil de América Latina, de
Graciela Speranza. Pero el modelo excelso de la colección añadida a una trama se
expresa en los libros de Sebald. Sebald, lector de paisajes y ciudades, encuentra
en sus travesías colecciones de pájaros nocturnos, de estrellas de mar, de
minerales, escarabajos y mariposas. Con frecuencia irrumpe en su soledad algún personaje
que le cuenta una historia. Una de esas historias lleva a los trópicos ardientes
de la explotación esclavista y de ahí a las grandes colecciones de arte de las
familias condecoradas e infames, y a los museos de las grandes ciudades
metropolitanas.
(A todo esto, ¿la isla dónde está? Porque México está, pero la abuela
del autor era de Aibonito, Puerto Rico, la ciudad donde edificó su fortaleza de
halcón el gobernador general Palacios.)
La isla no se repite no. La isla es irrepetible, por eso incita a
contarla. Y creo que justamente porque
no se repite y siempre la estamos perdiendo, se escribe tanto hoy en Puerto Rico
y se ha escrito esta novela entre Princeton y Nueva York. Coronel lágrimas procura “narrar lo propio como si fuera ajeno,
narrar lo ajeno como si fuera propio”, ha escrito Ricardo Baixeras. Apetito
característico, si no exclusivo, de un autor caribeño, que como escribió Barthes
a propósito de Severo Sarduy, hace gala de una estética franciscana que acoge todo
tipo de palabras como si fueran todas las especies de pájaros, para sostenerlas
en los brazos y dejarlos hablar, apretarse, convivir, como vetas de un jaspe
chino.
En las afueras de esa habitación cerrada, el ojo del trópico encuentra
la belleza de la nieve y de la arena, porque en ambas ha dejado el rastro de su
sangre.
Tercer placer: el placer del miedo
El placer del texto lleva como epígrafe una frase de Hobbes: “La única
pasión de mi vida ha sido el miedo”.
¿Cómo se escribe un texto en ebullición en torno a un centro sereno,
casi estático? ¿Adónde va? “La historia es un vendaval pausado”. (p. 146), un
punto estático que se resiste. La
dirección no se encuentra en la historia sino en el lenguaje, que pretendiendo describir
sirve para ocultar, para que no podamos acercarnos a ese coronel coleccionista,
glotón, viejo vagabundo inmóvil. En el vórtice estático hay un monstruo. Como
monstruo moderno está hecho de piezas inconexas. Se le llama bufón, a ratos es
calvo, otras veces ídolo de rizos canosos alborotados. ¿Qué hay en ese vórtice?
¿Será la domesticación de una violencia
abismal, insoportable, como la del hombre inmóvil en el escalofriante montaje Perros héroes, de Bellatin? A juzgar por
la devoción del narrador, que le trata con el cariño y la cautela de un niño
que aprovecha la siesta del monstruo para invadir sus lugares secretos, algo
portentoso y agónico como la potencia herniada de aquel patriarca del otoño. O,
si la palabra miedo fuera femenina, como en francés, algo todavía más
estremecedor; que se piensa, pero no puede nombrarse.
Cuarto placer: el placer de la lengua madre, sea la
que sea
Además de coleccionista, el coronel es biógrafo de divas que en tiempos
medievales y alquímicos fueron hechiceras. Divas alquímicas, nada menos; que le
dan un reposo de medievalista a ese autor violento que pasa por matemático y
militar.
La diva mayor es la madre del coronel. Pintora incansable de volcanes
sagrados es la madre, ese lugar inicial de la repetición, en palabras de Carlos
Fonseca.
“El autor, la autora”, escribe Barthes, “es alguien que juega con el
cuerpo de su madre, ya sea para glorificarlo y embellecerlo o para desmembrarlo
y llevarlo al límite de lo que puede saberse sobre el cuerpo”. Habla de la
lengua materna. Este libro es un inagotable testimonio de belleza. ¿De qué está
hecho? ¿Cómo repercuten en el oído las imágenes visuales, en qué sabores sirve
sus frases, como ilumina sus toques al
lector, a la lectora? Por el camino de la belleza el lenguaje también lleva al
límite: “en el espacio del sueño no existen líneas rectas”.
Conciso y correcto, no hay caídas, ni baches, ni tejidos conectores
meramente útiles en el lenguaje de esta novela.
Es una línea viva, con una voluntad de invención animista y una prosa
eficaz y palpitante, que en ocasiones deposita epigramas como el siguiente:
“tedioso el comienzo que no regala un fin”.
Si no hay estructura lineal, cómo hacer las trampas habituales en la
lectura de una novela; dónde saltar párrafos, qué deseo nos impulsa a seguir
leyendo. La tensión de la música, de una sucesión de raras y precisas
metáforas. Se lee sorbo a sorbo, y es intensa y esa intensidad golpea y
requiere un tiempo de lectura inusual para una novela breve, que puede releerse
a saltos empezando por cualquier página y llegando a una página cualquiera.
Más que un texto de gozos, este es un libro de placeres. El placer erótico
de ver a alguien que lee. La percepción de una criatura hecha a imagen y
semejanza, no ya de un autor, sino de
un lector que reescribe. La eficacia de la novela no se explica por la suma de
sus rasgos gramaticales: “¿Tiene el texto forma humana, es una figura, un
anagrama del cuerpo humano? Sí, pero del cuerpo erótico. El placer del texto no
puede reducirse a su funcionamiento gramatical, del mismo modo que el placer
del cuerpo no puede reducirse a la necesidad fisiológica.” (Barthes, L P. d. T,
p. 30)
Quinto placer: el adentro es el afuera
Carlos Fonseca es autor de una tesis doctoral titulada: States of
Nature: Castastrophe, History and the Reconstruction of Latin America. ¿Será Coronel
lágrimas una limpieza en clave lúdica de las atrocidades que la tesis
consigna? Esa diatriba contra los esfuerzos útiles, ¿es la tesis bajo otro
aspecto, una tesis contra el trabajo invertido en producir una tesis? ¿Es más
útil una disertación que una novela? ¿Es más meritorio y entrañable un proyecto de novela
(con sus abortos, su matanza de textos descartados) que una novela terminada?
¿Está hecha una novela de materiales que no llegaron a redondear otros textos
de toda índole, leídos, imaginados, encontrados, parecidos a los que aquí
refulgen?
El placer del síndrome de Diógenes en un escritor.
Sexto placer: El placer del carpetazo
Este último placer es muy mío, no es seguro que al autor le agrade, ni
se sienta interpelado por él. Si, como insinuó Vilá Matas con etílica mala
leche, Los detectives salvajes fue el
carpetazo a Rayuela, Coronel lágrimas es el carpetazo a En busca de Klingsor, aquel ladrillo
rezumante de diálogos sobreactuados y villanos sin sutileza. En esta novela de
Fonseca hay un pastor televisivo, menos pintoresco que Yiye Ávila. No obstante,
en lugar de vulgarizar y maltratar la fábula de Jonás y la ballena, el pastor
de Coronel lágrimas menciona a Herman
Melville, como es propio. Y de pronto, en el centenario de Barthes, puedo sacar
del baúl una frase snob de El placer del
texto: “Ninguna trascendencia (ningún gozo) puede producirse, estoy seguro,
en una cultura de masas (que debe distinguirse, como el agua del fuego, de la
cultura hecha por las masas), puesto que el modelo de una cultura de masas es
pequeño burgués”. Repito la frase y
celebro esta novela legible y escribible de Carlos Fonseca.
Que la fuerza y la belleza sostenidas de Coronel lágrimas sean la hazaña de un nieto de mujer aiboniteña, y
que el gentilicio aiboniteña todavía no figure en el diccionario de la RAE,
acentúan en mí el placer del carpetazo.
(Presentación de la novela Coronel lágrimas, de Carlos Fonseca, Anagrama 2015, en La Tertulia, Río Piedras, el 28 de mayo de 2015).
(Presentación de la novela Coronel lágrimas, de Carlos Fonseca, Anagrama 2015, en La Tertulia, Río Piedras, el 28 de mayo de 2015).
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