Andrea Benavídez
Una historia tan blanda
que se estira y crece como una delgada cuerda que cruza a través del tiempo los
anchos mares subterráneos de las culturas. Levanto una de las capas de las
colchas que abrigan mi imaginación para ver siempre la lámina que está debajo, donde algunas cosas cambian de matiz pero no de forma.
Espartaco es un amigo
que vive en el Louvre, 75001 Paris, Francia, cultivamos en secreto un afecto
que no ha dejado de crecer en los últimos veinte siglos. Para verlo en su
calidad de mármol hay que pagar una entrada en euros, yo no la hubiera pagado
por respeto a su historia de esclavitud, antes ni ahora tampoco. Exhibe sus
atributos impúdicamente, no hay forma de vestirlo, siempre está desnudo, forzado
por Foyatier a posar su modo histórico, histriónico. Quizás es injusto para él
haber quedado petrificado en un museo de élite, en el centro del centro de lo
que alguna vez centró a la cultura y ahora sólo sobrevive como eco. Expuesto
como un objeto de lujo tan distante de su linaje rebelde, el cuerpo de
Espartaco se erige contradiciendo su destino de esclavo, de dios imaginario y
contradictorio de la libertad. Nada más humillante que ser presa del mercado
del arte para Espartaco. Aunque también es una irrealidad que un hombre así
haya conquistado su existencia eterna y entonces, a lo mejor sea justo que
quede así, en ese estado de mostración, como una piedra preciosa, cuidada, a
salvo de la intemperie que haría de su cuerpo una ruina, de su recuerdo una
lástima.
Un esclavo es un esclavo
aunque pasen dos mil años, aunque haya nacido sin esa condición o logrado
conquistar su precio de libertad con la prosaica muerte, aunque haya perfumes
de alto costo con su nombre. Un esclavo como Espartaco siempre está liberándose
de lo que la cultura le obliga a colgar sobre sus hombros como estigma, pero sobre
todo, él vive dentro de un espiral en el que continuamente está aboliéndose a
sí mismo. No es por instinto de autodestrucción es porque entiende, del modo
más futurista posible, que la identidad es una masacre continua de pasados
yuxtapuestos que se consumen consecutivamente en las lenguas de fuego. Espartaco
no es un hombre libre, nunca lo será y él lo sabe. Vive dentro de la tensión
que le tiende la pasión por ser un esclavo de cualquier destino; tampoco es un
cautivo que rueda por la eternidad en ese estado. Espartaco es un gesto, un
grito, un movimiento libertario que se repite a sí mismo, un deseo freudiano,
una causa perdida, un izquierdismo de toda derecha. Espartaco es un hombre dos
veces dual, bicéfalo y bicéntrico.
Estuve con él en el sitio
donde fue liberado, en un rapto alado dejó el museo de cosas eterna y
coincidimos en la Península Ibérica, no había tropas, ni grupos de rebeldes
pulsando la línea histórica por su libertad, allí sólo estaba él sentado, contándome
su historia de frentes de batallas. No estaban sus verdugos, ni las cadenas que
lo ataban a sus trabajos forzados en las canteras de yeso. Espartaco estaba solo,
sin vanidad, con su cuerpo cincelado por el tiempo y el mar, todo él vuelto
piedra que un día golpeó con la ira suficiente para librarse del mundo. En ese
gesto perpetuo de esclavo en la cantera de piedra Espartaco se talló
a sí mismo, quizás porque supo desde siempre que nadie le daría la vida
que él no se diera. Se volvió precursor de todos los que iban a esculpir su
figura para honrar algo que antes que él lo develara no existía.
Espartaco se
sabe símbolo, es un símbolo dual, él lo cultiva con esmero. A un mismo tiempo
es la pesadilla de la esclavitud y el
sueño de la libertad, mientras que por su cuerpo cabalga una legión de
seguidores, que en un sueño hipnótico ven el enigma develarse en su piel. La
piel de Espartaco vale como escudo ante el verdugo que lo subyuga, quizás porque
él siempre lo ha sabido es que fue desarmado al frente. En la intimidad del
diálogo con Espartaco he visto en sus ojos el destello inquebrantable que
convierte todo a su paso. Claro que el descanso del guerrero es necesario, una
copa de vino, un poco de pan y un avistaje de la línea que apresa a los cuerpos
en el yugo del trabajo dan dimensiones inesperadas a la libertad y a la
esclavitud en un mismo movimiento de alas. Yo misma no he sabido si después de mirarlo a los ojos
quedaba libre o cautiva y he sucumbido ante la duda que todo lo transforma.
Entre
lamentos lo he visto preguntarse qué sentido ha tenido darlo todo por la
libertad si en el presente la humanidad sigue siendo esclava, si el hombre que
él creyó liberar sigue siendo en un mismo gesto el esclavo y el verdugo. En la
noche profunda de la historia, Espartaco se ha levantado de la tierra que lo
vio caer muerto y ha mirado con sus ojos todopoderosos los días de trabajos
forzados de hace miles de años. En ese gesto que sólo un cautivo en eterno
movimiento puede pretender he visto tensarse la línea del tiempo hasta el
presente y cruzar las dimensiones tecnológicas del futuro. Espartaco, ha vuelto
en sí de su momento bélico y me ha dado su espada, sus sandalias, su caballo, y
en el silencio alunado ha dicho como hace dos mil años: ¾ si venzo al enemigo en la
batalla, todo esto no me hará falta, si sucumbo en la derrota, tampoco. Acaso le
he visto levantar sus ojos y ardiendo de dolor ha dicho: ¾ sigo siendo en el yugo el
mismo cautivo, pero es ese sino el que me da el nombre y el destino. Siempre
estaré preso, pero no de la historia, ni del destino, ni del ejército enemigo,
sino de mi nombre, de mí mismo, siempre seré Espartaco.
Quizás, el acto de
valentía más íntimo de Espartaco, acaso el único que tiene sentido, fue ir hacia su última batalla a pie. Sigue perpetuando el acto una y otra vez de su
único cautiverio real, en el retorno de
los ciclos. Mató a su caballo con su propia espada, se quitó las sandalias de
gladiador, dejó su vestimenta y se entregó a la lucha armado sólo con su hierro, que perdió en la disputa. Quizás por eso el cuerpo que destella sus brillos en
el museo sigue diciendo que la libertad se alcanza en la desnudez, con el tórax
abierto, donde ninguna espada tiene la fuerza para atravesar el corazón sin
mácula, en el absoluto despojo.
Andrea Benavídez. Nació en 1976 San Juan (Argentina)
donde cursó la licenciatura en Filosofía en la Universidad Nacional de San Juan
(U.N.S.J.). En 2008 obtuvo un Máster en Pensamiento Contemporáneo en la
Universidad de Murcia y un Doctorado en Estudios Literarios en la Universidad
de Alicante. Es docente de epistemología en la UNSJ y ha publicado cuentos en distintos
blogs de crítica literaria y literatura.
http://laflorenlamaceta.blogspot.com/
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