jueves, 2 de febrero de 2017

El plan Tenesí (un fragmento del capítulo 2)





 Para Marithelma Costa


(En una noche de la Candelaria, quemo páginas de la novela que escribo)

Llega una brisa mañanera húmeda de lugares que ya no existen. Tampoco existe la mañana. Sepa la lectora que de las páginas de este libro han desaparecido buena parte de las islas y los continentes. Queda la ciudad de Nueva York, recuperada tras numerosos cataclismos de todo tipo. La réplica de sus barrios destruidos es casi perfecta. Sólo con el tiempo y el uso se perciben las chapucerías: que la fuente del parquecito Minetta´s Green no estaba en el mismo lugar, por ejemplo, o que el jardín del edificio 290 de la Sexta avenida era más amplio y acogedor. 


Como la ciudad siempre fue inmisericorde consigo misma, y se mutilaba para abrir espacios y edificaciones rentables, las chapucerías no tienen importancia. Los cambios en la topografía del nuevo Nueva York son, en más de un sentido, más honestos que la verdad, aunque a veces descoloquen a los residentes viejos e incluso sorprendan a Micaela. Es curioso, por ejemplo, que Micaela vea flores en el árbol grande que flota ante su ventana. Es un cornejo florido que ayer (es un decir) no tenía capullos y de pronto, con sus florecitas de un amarillo verdoso rodeadas de pétalos mayores que forman una gran flor blanca, parece un velo de novia, largo, misterioso, fatal. Un notable salto en la secuencia, con todo y fragancia enervante.
Nadie dice saber qué destruyó la ciudad reconstruida con urgencia: escapes nucleares, maremotos, terremotos, tornados, ciclones irresistibles, terroristas, plagas. Baste saber que Micaela Minh Said escribe sobre el plan Tenesí en un año que no tiene por qué saberse. Baste saber que cuando Micaela escribe, Nueva York todavía se permite el lujo de sus revistas, de sus museos, de sus intelectuales bruscos.
Antecedentes: la escritora que lleva el nombre de Micaela Minh Said necesita un hígado nuevo. Tendrá que dejar a un lado la novela en que había cifrado sus esperanzas de un retorno a la lista de best-sellers y cometer una locura. Por lo pronto sigue admirando las flores del cornejo. Se le cruzan los tiempos. De momento se confunde. No sabe dónde está, si en su apartamento neoyorquino o en la mac mansión virginiana de Sergio Calderón Morales. Sé que estoy aquí, me despertó el canto del cardenal que hizo su nido en el cornejo. Estoy a punto de bajar a desayunar con Calderón y su consorte, o quizás todavía no es tiempo, o quizás ya lo hice.
Lo dicho: ya no se puede medir el tiempo.
De pronto recuerda que almorzó con Nora, su pesada representante, en una marisquería que destilaba olores a ajo y marisco, en la calle Hudson, la de las aceras sucias y los contenedores repletos de basuras nutritivas. El recuerdo salta con lujo de detalles a la pantalla de los párpados. Era impagable el olor a pescado podrido en un mundo delirantemente feliz de esterilidad, pero Nora todavía presumía de estar al tanto de lo nuevo en gastronomía. Juzgaba a los restaurantes por el decorado y los precios razonables y raras veces los frecuentaba más de unas semanas. Nueva York, decía, se mueve siempre, constantemente, pero en el mismo lugar. Sólo cambia un poco el menú, eso sí hay miles de probabilidades, 18,696 restaurantes, miles de menús que prenden y apagan, miles de sueños de empresarios que colapsan y triunfan. Nora habla como si narrara el comienzo de un documental de la guerra fría. (A Micaela le aburren las imágenes grises, los tonos graves).
         La decoración de la marisquería recién abierta reproduce el interior de un yate: escotillas, paredes revestidas de madera, sillas de vinil blanco. Un asco. En la cocina ya no trabajan los pinches mexicanos de la infancia de los padres de Micaela. Casi todos los nuevos pinches provienen de dos de las cuatro esquinas de sus padres: Vietnam y Puerto Rico.
Nora ya había cambiado de senos más de una vez. Además se hizo dos cateterismos cardiacos preventivos y una cirugía plástica. Tenía cuarenta años más que sobrepasados y se cuidaba, sin abandonar, en su trato con los humanos inferiores –meseros, doncellas, peluqueros– cierto resabio de tacañería. Acaso, más que a la muerte del capitalismo lascivo de principios de siglo, le debía el lado cauteloso de su personalidad a una bisabuela nativa de una ciudad bombardeada durante la segunda Guerra Mundial y sobreviviente de Auschwitz. En raras ocasiones y como para imponer su personalidad resbaladiza, a Nora no le importaba pagar mil dólares por un almuerzo, siempre que el vino fuera de primera, el somelier atildado y guapo y los ingredientes naturales. Esta vez escogió un restaurante que era una de esas reinvenciones constantes en la ciudad. Más bien austero, a la altura de los tiempos del fashionismo austero. El plato más caro, producto de la ingeniería sintética y no de los escasos viveros donde todavía las langostas se reproducían de un padre y una madre, costaba $39.
Nora se veía tan matadita como siempre que se le acercaba la fecha de las vacaciones y el nuevo estirón y el nuevo amante, y el deseo de ser otra. Le habló en plata.
–Es un escándalo el precio de las endivias. Dime cómo se puede hacer una ensalada decente sin endivias. A mí no acaban de convencerme las de sintetizador y para colmo están tan caras como las naturales, que no se consiguen. Tremendo disparate.
A través del borde de la copa, Nora se veía verde. Las endivias estaban baratísimas, pero eso no era lo importante. Nora hablaba en parábolas para referirse a sus intimidades. El nuevo amante debía ser un consumidor de ensaladas. Un temperamento saturnino, un intelectual endeble, quizás un pianista tuberculoso, si eso fuera todavía posible. La reina de las enfermedades románticas. Qué bien se las arreglaban los médicos de la humanidad primitiva para definir cualquier tratamiento. Eran cuatro las causas de las enfermedades, cuatro los elementos. A los sanguíneos los sangraban y a los demás les recetaban vinos poderosos. Sorbió despacio del martini, pensando en la difteria, una enfermedad casi terminal que había ido sumiéndose en el olvido, como la tuberculosis cuando se descubrió la penicilina, pensando también si el bacilo de la tuberculosis tendría algún uso culinario, o si los martinis los matarían de inmediato. Por respeto al hígado enfermito tenían que bastar dos martinis putos y uno virgen en vez de los cuatro putos habituales.
–Nenita, te traigo buenas noticias– dijo Nora, poniendo sus dos manos calientes sobre una de las manos grandes de Micaela. Y la miró, entre distante y divertida, con sus ojos verdes, pelo rojo, pómulos magníficos. Micaela no odia a nadie, las pasiones feroces no tienen asiento real en ella, aunque sepa finjirlas. Sólo durante un pestañeo odió tanto a Nora que se le saltó una lágrima.
Micaela abre y cierra varios archivos implantados. Aparece uno sin fecha, porque las fechas ya no sirven. En ese archivo a Nora le gustaba que Micaela fuera irreverente, una pústula abierta de mezquindad; símbolo mercadeable de desaliño artístico e independencia intelectual: Di la verdad al poder. Así adiestró a su pupila multiétnica, y esa imagen de intelectual polimorfa, un poco a la histórica Patricia Highsmith, otro poco a la anciana Amélie Nothomb, otro tantito a doña Cristina Ricci, con una pizca de doña Rosie Vélez para suavizar la figura de torre devoradora de Micaela, les había servido bien en las giras de promoción de los primeros libros.
Primeros libros, que nostalgia. Micaela ataca a su representante:
–¿A sí? ¿Me conseguiste un hígado? ¿Cuánto me cuesta? ¿Lo compraste en Calcuta, hija de puta? Prefiero un hígado de macho. Son más resistentes al alcohol y además los muy asesinos se merecen quedarse sin hígados.
– No seas disparatera, sabes muy bien de dónde vendrá tu hígado. Si lo quieres macho no hay problema, siempre y cuando depongas esa tendencia destructiva que te hace verte más fea de lo que eres. Te vendemos a ti, querida. Y no es fácil. Eres una aguafiestas, y si hay algo que reta la paciencia de los lectores es la malacrianza.
– Juicio profundo, viniendo de ti. ¿Venderme a mí? Mi escritura pasó de moda, eso lo dijiste tú. Mis acciones han caído con la bolsa y con el mercado de las energías alternas, eso dijiste en la fiesta del solsticio. Me amenazaste con una visión catastrófica. Soy una escritora maldita, no me queda otra. Escribir una novela cada diez años, una reseña pasajera del New York Review of Books, y entonces con el mismo hígado vivir de los recuerdos, mudarme a Brooklyn, vivir de las regalías y ser famosa a los cincuenta años y morir a los cincuenta y uno, porque los escritores famosos mueren a los cincuenta, pero yo, que no seré tan famosa, duraré un año más.
Nora rió con un destello de ojos verdes y pulsera grande. Estaba vestida para el lugar, con aretes comprados en el pulguero, mahones baratos, una blusa exquisita que debe haber costado una fortuna.
–Querida, no te lo iba a decir así, como quien vomita en un avión, amargándole la vida al prójimo, pero ya no me gusta esa tónica autodestructiva y a tus lectores les gustará menos. Está pasé. Ya no funcionan la malacrianza ni los vampiros ni el sadomasoquismo. Las cosas están malitas. Bastante jodidos están como para que te des terapia en tu escritura torcida y arrogante y para colmo les pases la cuenta. Los libros son mercancías para el placer. No son indispensables para vivir. Ocupan espacios inelásticos en apartamentos donde ya no cabe nada. Acumulan polvo. Si son electrónicos pueden salir 10,000 idénticos con títulos diferentes de un solo clic, tantos que el bosque no deja ver los árboles.
–Ahora cuéntame la de vaqueros, ese sermón ya lo oí.
Y desconectó el auricular. Porque Micaela es sorda, una caída, un golpe, un virus. Sorda necesitada de auriculares, desde niña
–Sólo a los autores les hace falta escribir para vivir. Los lectores no te necesitan. Dile a tu técnico genetista que te revise las dosis. Nada, no te lo mereces, pero estás de suerte. The New Yorker se interesa en ti.
Sorda, lee los labios rojos de Nora. The New Yorker. Micaela se echa a reír y termina en llanto. Se sopla los mocos con la servilleta babero y se obliga a recordar. The New Yorker. Sí, aquel otoño de dos mil algo. La graduación, la pasantía. Le habían publicado un artículo sobre los mil restaurantes vietnamitas de Manhattan. The New Yorker. Siendo una niña su padre la llevó a ver a Junot Díaz y a Annie Proulx en una actividad de The New Yorker Festival. Las lecturas se hacían en Chelsea, en un almacén transformado en ágora oscura con cabida para quinientos espectadores que pagaban treinta dólares para oír leer a los autores y después hacer fila y acercarse a los micrófonos con alguna pregunta. Junot había leído de su novela en curso, la segunda parte de Oscar Wao, con abundantes alusiones a los culos de sus amoríos. Proulx, de un libro sobre los parques de Wyoming, inspirado en  un guardia forestal que enloqueció por el amor de un sequoia, o de un matojo volador, de esos que los eremitas ven en los desiertos.


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