Para Marithelma Costa
(En una noche de la Candelaria, quemo páginas de la novela que escribo)
Llega una brisa mañanera húmeda de lugares que ya no
existen. Tampoco existe la mañana. Sepa la lectora que de las páginas de este
libro han desaparecido buena parte de las islas y los continentes. Queda la
ciudad de Nueva York, recuperada tras numerosos cataclismos de todo tipo. La
réplica de sus barrios destruidos es casi perfecta. Sólo con el tiempo y el
uso se perciben las chapucerías: que la fuente del parquecito Minetta´s Green no estaba
en el mismo lugar, por ejemplo, o que el jardín del edificio 290 de la Sexta
avenida era más amplio y acogedor.
Como la ciudad siempre fue inmisericorde
consigo misma, y se mutilaba para abrir espacios y edificaciones rentables,
las chapucerías no tienen importancia. Los cambios en la topografía del nuevo Nueva York son, en más de un sentido, más
honestos que la verdad, aunque a veces descoloquen a los residentes viejos e incluso sorprendan a Micaela. Es curioso,
por ejemplo, que Micaela vea flores en el árbol grande que flota ante su
ventana. Es un cornejo florido que ayer (es un decir) no tenía capullos y de
pronto, con sus florecitas de un amarillo verdoso rodeadas de pétalos mayores
que forman una gran flor blanca, parece un velo de novia, largo, misterioso,
fatal. Un notable salto en la secuencia, con todo y fragancia enervante.
Nadie dice saber qué
destruyó la ciudad reconstruida con urgencia: escapes nucleares, maremotos,
terremotos, tornados, ciclones irresistibles, terroristas, plagas. Baste saber
que Micaela Minh Said escribe sobre el plan Tenesí en un año que no tiene por
qué saberse. Baste saber que cuando Micaela escribe, Nueva York todavía se
permite el lujo de sus revistas, de sus museos, de sus intelectuales bruscos.
Antecedentes: la escritora que
lleva el nombre de Micaela Minh Said necesita un hígado nuevo. Tendrá que dejar
a un lado la novela en que había cifrado sus esperanzas de un retorno a la
lista de best-sellers y cometer una locura. Por lo pronto sigue admirando las
flores del cornejo. Se le cruzan los tiempos. De momento se confunde. No sabe
dónde está, si en su apartamento neoyorquino o en la mac mansión virginiana de
Sergio Calderón Morales. Sé que estoy aquí, me despertó el canto del cardenal
que hizo su nido en el cornejo. Estoy a punto de bajar a desayunar con Calderón
y su consorte, o quizás todavía no es tiempo, o quizás ya lo hice.
Lo dicho: ya no se puede medir
el tiempo.
De pronto recuerda que almorzó
con Nora, su pesada representante, en una marisquería que destilaba olores a
ajo y marisco, en la calle Hudson, la de las aceras sucias y los contenedores
repletos de basuras nutritivas. El recuerdo salta con lujo de detalles a la
pantalla de los párpados. Era impagable el olor a pescado podrido en un mundo
delirantemente feliz de esterilidad, pero Nora todavía presumía de estar al
tanto de lo nuevo en gastronomía. Juzgaba a los restaurantes por el decorado y
los precios razonables y raras veces los frecuentaba más de unas semanas. Nueva
York, decía, se mueve siempre, constantemente, pero en el mismo lugar. Sólo
cambia un poco el menú, eso sí hay miles de probabilidades, 18,696
restaurantes, miles de menús que prenden y apagan, miles de sueños de
empresarios que colapsan y triunfan. Nora habla como si narrara el comienzo de
un documental de la guerra fría. (A Micaela le aburren las imágenes grises, los
tonos graves).
La decoración de la marisquería
recién abierta reproduce el interior de un yate: escotillas, paredes revestidas
de madera, sillas de vinil blanco. Un asco. En la cocina ya no trabajan los
pinches mexicanos de la infancia de los padres de Micaela. Casi todos los
nuevos pinches provienen de dos de las cuatro esquinas de sus padres: Vietnam y
Puerto Rico.
Nora ya había cambiado de senos más de una vez. Además
se hizo dos cateterismos cardiacos preventivos y una cirugía plástica. Tenía
cuarenta años más que sobrepasados y se cuidaba, sin abandonar, en su trato con
los humanos inferiores –meseros, doncellas, peluqueros– cierto resabio de
tacañería. Acaso, más que a la muerte del capitalismo lascivo de principios de
siglo, le debía el lado cauteloso de su personalidad a una bisabuela nativa de
una ciudad bombardeada durante la segunda Guerra Mundial y sobreviviente de
Auschwitz. En raras ocasiones y como para imponer su personalidad resbaladiza,
a Nora no le importaba pagar mil dólares por un almuerzo, siempre que el vino
fuera de primera, el somelier atildado y guapo y los ingredientes naturales.
Esta vez escogió un restaurante que era una de esas reinvenciones constantes en
la ciudad. Más bien austero, a la altura de los tiempos del fashionismo austero.
El plato más caro, producto de la ingeniería sintética y no de los escasos
viveros donde todavía las langostas se reproducían de un padre y una madre,
costaba $39.
Nora se veía tan matadita como siempre que se le
acercaba la fecha de las vacaciones y el nuevo estirón y el nuevo amante, y el
deseo de ser otra. Le habló en plata.
–Es un escándalo el precio de las endivias. Dime cómo
se puede hacer una ensalada decente sin endivias. A mí no acaban de convencerme
las de sintetizador y para colmo están tan caras como las naturales, que no se
consiguen. Tremendo disparate.
A través del borde de la copa, Nora se veía verde. Las
endivias estaban baratísimas, pero eso no era lo importante. Nora hablaba en
parábolas para referirse a sus intimidades. El nuevo amante debía ser un
consumidor de ensaladas. Un temperamento saturnino, un intelectual endeble,
quizás un pianista tuberculoso, si eso fuera todavía posible. La reina de las
enfermedades románticas. Qué bien se las arreglaban los médicos de la humanidad
primitiva para definir cualquier tratamiento. Eran cuatro las causas de las
enfermedades, cuatro los elementos. A los sanguíneos los sangraban y a los
demás les recetaban vinos poderosos. Sorbió despacio del martini, pensando en
la difteria, una enfermedad casi terminal que había ido sumiéndose en el
olvido, como la tuberculosis cuando se descubrió la penicilina, pensando
también si el bacilo de la tuberculosis tendría algún uso culinario, o si los
martinis los matarían de inmediato. Por respeto al hígado enfermito tenían que
bastar dos martinis putos y uno virgen en vez de los cuatro putos habituales.
–Nenita, te traigo buenas noticias– dijo Nora,
poniendo sus dos manos calientes sobre una de las manos grandes de Micaela. Y
la miró, entre distante y divertida, con sus ojos verdes, pelo rojo, pómulos
magníficos. Micaela no odia a nadie, las pasiones feroces no tienen asiento real en ella, aunque sepa finjirlas.
Sólo durante un pestañeo odió tanto a Nora que se le saltó una lágrima.
Micaela abre y cierra varios archivos implantados. Aparece uno sin fecha, porque las fechas ya no sirven. En ese
archivo a Nora le gustaba que Micaela fuera irreverente, una pústula abierta de
mezquindad; símbolo mercadeable de desaliño artístico e independencia
intelectual: Di la verdad al poder. Así adiestró a su pupila multiétnica, y esa
imagen de intelectual polimorfa, un poco a la histórica Patricia Highsmith, otro poco a la
anciana Amélie Nothomb, otro tantito a doña Cristina Ricci, con una pizca de doña Rosie
Vélez para suavizar la figura de torre devoradora de Micaela, les había servido
bien en las giras de promoción de los primeros libros.
Primeros libros, que nostalgia. Micaela ataca a su
representante:
–¿A sí? ¿Me conseguiste un hígado? ¿Cuánto me cuesta?
¿Lo compraste en Calcuta, hija de puta? Prefiero un hígado de macho. Son más
resistentes al alcohol y además los muy asesinos se merecen quedarse sin
hígados.
– No seas disparatera, sabes muy bien de dónde vendrá
tu hígado. Si lo quieres macho no hay problema, siempre y cuando depongas esa
tendencia destructiva que te hace verte más fea de lo que eres. Te vendemos a
ti, querida. Y no es fácil. Eres una aguafiestas, y si hay algo que reta la
paciencia de los lectores es la malacrianza.
– Juicio profundo, viniendo de ti. ¿Venderme a mí? Mi
escritura pasó de moda, eso lo dijiste tú. Mis acciones han caído con la bolsa
y con el mercado de las energías alternas, eso dijiste en la fiesta del
solsticio. Me amenazaste con una visión catastrófica. Soy una escritora
maldita, no me queda otra. Escribir una novela cada diez años, una reseña
pasajera del New York Review of Books, y entonces con el mismo hígado vivir de
los recuerdos, mudarme a Brooklyn, vivir de las regalías y ser famosa a los
cincuenta años y morir a los cincuenta y uno, porque los escritores famosos
mueren a los cincuenta, pero yo, que no seré tan famosa, duraré un año más.
Nora rió con un destello de ojos verdes y pulsera
grande. Estaba vestida para el lugar, con aretes comprados en el pulguero,
mahones baratos, una blusa exquisita que debe haber costado una fortuna.
–Querida, no te lo iba a decir así, como quien vomita
en un avión, amargándole la vida al prójimo, pero ya no me gusta esa tónica
autodestructiva y a tus lectores les gustará menos. Está pasé. Ya no funcionan
la malacrianza ni los vampiros ni el sadomasoquismo. Las cosas están malitas.
Bastante jodidos están como para que te des terapia en tu escritura torcida y
arrogante y para colmo les pases la cuenta. Los libros son mercancías para el
placer. No son indispensables para vivir. Ocupan espacios inelásticos en
apartamentos donde ya no cabe nada. Acumulan polvo. Si son electrónicos pueden
salir 10,000 idénticos con títulos diferentes de un solo clic, tantos que el
bosque no deja ver los árboles.
–Ahora cuéntame la de vaqueros, ese sermón ya lo oí.
Y desconectó el auricular. Porque Micaela es sorda,
una caída, un golpe, un virus. Sorda necesitada de auriculares, desde niña
–Sólo a los autores les hace falta escribir para
vivir. Los lectores no te necesitan. Dile a tu técnico genetista que te revise
las dosis. Nada, no te lo mereces, pero estás de suerte. The New Yorker se
interesa en ti.
Sorda, lee los labios rojos de Nora. The New Yorker. Micaela se echa a reír y
termina en llanto. Se sopla los mocos con la servilleta babero y se obliga a
recordar. The New Yorker. Sí, aquel otoño
de dos mil algo. La graduación, la pasantía. Le habían publicado un artículo
sobre los mil restaurantes vietnamitas de Manhattan. The New Yorker. Siendo una niña su padre la llevó a ver a Junot
Díaz y a Annie Proulx en una actividad de The New Yorker Festival. Las lecturas se
hacían en Chelsea, en un almacén transformado en ágora oscura con cabida para quinientos
espectadores que pagaban treinta dólares para oír leer a los autores y después
hacer fila y acercarse a los micrófonos con alguna pregunta. Junot había
leído de su novela en curso, la segunda parte de Oscar Wao, con abundantes
alusiones a los culos de sus amoríos. Proulx, de un libro sobre los parques de
Wyoming, inspirado en un guardia
forestal que enloqueció por el amor de un sequoia, o de un matojo volador, de
esos que los eremitas ven en los desiertos.
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