Para Beatriz Llenín Figueroa y Lissette Rolón Collazo
(Hago una pausa en la escritura de la novela sobre la PR3 para recuperar un proyecto anterior. Comparto el primer capítulo de El plan Tenesí).
Ya es común decir que la operación conocida como el Plan Tenesí nos cambió el
mundo, pero en otro tiempo esas dos palabras eran notas al calce en
diccionarios que nadie consultaba. El tino de los radares nunca sirvió para
situar un dato menor. No basta que sobreviva en la memoria artificial básica. Si no repercute, no existe. Todo cambió cuando un muchacho atlético de
ojos azules se lanzó de cabeza al tanque de un
triturador de intestinos de cerdo, estiércol de vaca y papel sanitario en The
Oranges, New Jersey. La máquina formaba parte de un herrumbroso sistema de
producción de energía de biomasa.
Un detalle pintoresco: el joven llevaba una capa de gran vuelo con leyenda al dorso. Plan Tenesí PR8. La capa no se
descompuso, pero el cuerpo del muchacho sí. Se sabe que era atlético y demás
porque sobrevivió en buen estado su memoria teledigital, donde constaban una
identidad y un retrato. La antimateria desatada ahogó residentes y encendió
alertas rojas en los tele transportadores de las ciudades aledañas, que también
quedaron inhabitables. Los menos
afectados por el escape nanofecal pugnaron por ser incluidos en la lista de semi
humanos dignos de sobrevivir. Una máquina justiciera determinó que fueran indefinidamente
excluidos en una estación espacial de clase media baja, un armatoste antiguo donde
se mantienen de buen ánimo, celebran el viernes social e incluso intentan
reproducirse sexualmente.
Se
abrieron los diccionarios poco fatigados en busca del sentido de las dos
palabras. Pronto volvieron a cerrarse.
El segundo
atentado contra la inestable paz de Estados Unidos ocurrió en el extremo
opuesto, en Kreizer, Oregón. En esa
ciudad apenas quedan 3,000 habitantes, de una comunidad que llegó a tener
alrededor de 40,000 residentes. Hacia 2011 se diseñó para Kreizer un plan de
desarrollo un tanto lírico. Contaba con una infraestructura de energía
renovable, jardines flotantes, granjas urbanas y, al centro, una lomita formada
con composta, ceñida por una vereda en espiral. En una de las vueltas encontraron
el cadáver de un joven idéntico al anterior, si bien, en honor a la verdad, no
era realmente igual. Era el mismo. El joven infiltró con un mensaje subliminal la red digitotelepática que
todavía se mantiene en pie, instando al suicidio sonriente, no sin antes inyectar,
en todos los idiomas que aún se leen en la Tierra dos palabras, dos letras y un
número: Plan Tenesí PR8. Los sobrevivientes, que sí los hubo, añadieron su
cuerpo a la composta y se encerraron en sus casas.
A pesar
de la proximidad temporal de los atentados y de la coincidencia de sus
representaciones en lugares que en otro tiempo habían inspirado planes
visionarios, tampoco se prestó mucha atención al segundo suicidio. El miedo es
inseparable de nuestra experiencia. La historia solía contarse en sucesión de
pequeñas batallas y guerras prolongadas. Ahora se lleva su cuenta en la lucha
cotidiana contra el terror, y cada día trae un encuentro con formas horrendas.
De modo que los suicidios y sus mensajes no tenían por qué llamar la atención de
quienes procuran la seguridad de la nación (se les puede disculpar el retraso en
un mundo donde lo anormal es la paz y el suicidio un método corriente de
desconectarse).
El
tercer suicidio, ocurrió en la comunidad californiana de Rialto, donde la
especulación inmobiliaria desafió al desierto de San Bernardino y se estableció
una compañía de juguetes que solo los humanos más viejos recuerdan. Allí se
inmoló pegándose fuego otro joven atlético. Esta vez, además de la repetición
del suicidio del muchacho, y de la capa inscrita, se produjo algo de veras
insólito. De la fogata del suicidio emergieron (como de un experimento de germinación
de guisantes cruzados) varones de diversos colores: negros con ojos amarillos,
amarillos con ojos negros, de cuerpos rayados, de pieles moteadas. Los hijos
del suicida, por así llamarlos, se dispersaron de inmediato, confundiéndose con
la población, que ya incluía algunos ciudadanos de colores artificiales.
En la
nación se hizo una sola voz, un solo caos, parecido al revuelo que, cuando había
hormigas, dicen las viejas, alborotaba los hormigueros envenenados. No se
recuerda quién fue el primero en sumar a los espacios virtuales que compartimos
el comentario preciso: “El mundo es otro. Más vale reconocerlo y vivir a
conciencia de que lo aprendido y acumulado no sirve para nada. Y que el lugar
de nuestra especie –digo nuestra como digo vuestra– jamás será el mismo”.
De
algún modo los medios dieron con las pistas que hasta entonces no habían despertado
interés, inyectaron ríos de pánico, reabrieron los diccionarios poco fatigados
en busca del sentido de las dos palabras, volvieron a cerrarlos.
Pasó un
tiempo imprecisable – ya no se puede medir el tiempo, no hay consenso entre
humanos viejos, semihumanos y humanos artificiales- antes de repetirse los
suicidios y la proliferación de seres moteados, rayados, negros, rojos,
amarillos y azules. No era posible entrar a la casa asignada, cepillarse los
dientes, acostarse en la cama destinada, sin dispensar muestras de ADN. Cuando
se fue haciendo rutinaria la prestación de heces fecales matutinas, es decir,
cuando la nación se acostumbró a la molestia, comenzó otro ciclo de atentados
con resultados idénticos. Para detenerlos hubiera sido preciso eliminar de raíz
todas las especies, y esa pérdida no tiene sentido para los mercados, que han
tomado más tiempo del previsto en hacer la transición hacia el martedólar. De
modo que el misterio llegó a su fin. Al fin empezaba a vislumbrarse un método
común en el suicidio, resurrección y reproducción del muchacho de ojos azules.
El cuarto
suicida estalló en medio de Cicero, un sector de Chicago que en tiempos remotos
fue sede de una monstruosa fábrica de feísimos teléfonos, artefactos enormes e
ineficientes. De aquella comunidad de personas color barro quedaban las vías
del tren elevado. Desde ellas se lanzó el muchacho al pavimento. De su sangre
brotaron cientos de criaturas de colores que jamás se han visto en pieles estiradas
sobre esqueletos humanoides. El suicida agarraba una bandera modificada de
Estados Unidos: tenía tres franjas y ocho estrellas. De sus labios despedazados
brotó un grito tan poderoso que las ruinas de Cicero se hicieron polvo, y los
retoños de los arbolitos sembrados para limpiar sus tierras contaminadas
lloraron de espanto: Plan Tenesí, Puerto Rico 8.
Un vistazo
a la plaquita madre implantada en las neuronas del muerto reveló lo que ya se
sabía: se llamaba (se llama, porque se reproduce al infinito) Sergio Calderón Morales.
Al hacer las respectivas autopsias de los restos digitales de los suicidas anteriores se
corroboró la sospecha. Todos eran rubios de ojos azules y cuerpos atléticos.
Todos se llamaban Sergio y eran idénticos a un señor muy viejo tal cual fue en
su juventud: Sergio Calderón Morales. Los investigadores, recordando sus deberes, tuvieron que acudir al museo de los
servidores y rescatar un modelo del 2020. En las páginas pornográficas del tal
Calderón se encontró su retrato juvenil. La solución del caso estaba encaminada.
Los terroristas pudieron haberse economizado el próximo suicidio, que
francamente sobraba. Sucedió en Florida. Los muchachos multiplicados se
perdieron en los manglares. No se les prestó atención, pues la verdad es tan rara
que no tiene competencia.
Un
mortal sin implantes llamado Francisco Valdés desentrañó el enigma que escapó
a las más complejas inteligencias artificiales. El Plan Tennessee fue la
estrategia empleada por el estado de ese nombre –hoy desaparecido– para
ingresar, en 1796, al club de las trece colonias recién independizadas de
Inglaterra. (Los datos históricos se apuntan con retórica ironía, pues son absolutamente
incomprobables). Los colonos de Tennessee, matadores de indígenas, devoradores de carne
de jabalí ahumada protagonizaron una invasión de bárbaros peludos al parlamento
de los founding fathers con peluca. Parecida estratagema usó el territorio de
Alaska en el siglo XX y también Washington, DC. Con la admisión de la extinta
Washington DC a la Unión, la bandera de Estados Unidos llegó a tener 51 estrellas.
Tras la desaparición catastrófica de cuarenta y cuatro estados, es decir, casi
todos, con excepción de Illinois, Florida, Oregon, California, New Jersey,
Virginia y Nueva York, las estrellas se redujeron a siete y las franjas a tres.
En Nueva York no hubo atentado suicida. Total, para qué.
La teoría
de Valdés asombra. Algo tiene que ver el sacrificio de los Sergios con el deseo
de que Puerto Rico sea admitido como el octavo estado de la nación. En el
archivo de uno de los diccionarios poco fatigados se informa que Puerto Rico todavía
existe. Es una de las miles de islas que
pertenecieron a Estados Unidos (solo el archipiélago filipino, estadounidense hasta
1945, tuvo siete mil islas). Puerto Rico, la inspiración de una chillona comedia
musical olvidada. Puerto Rico, cuyo nombre, para algunos, evocará a una escritora
joven que tuvo muchos lectores y los perdió: Micaela Minh Said.
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