martes, 20 de marzo de 2018

"Mangle rojo": un libro de Sabrina Ramos Rubén




Esta isla no es un país, es un paisaje. La frase, que se atribuye a Antonio Martorell,  podría ser el lema de buena parte de la poesía del primer siglo y medio de la literatura puertorriqueña. La naturaleza imaginada desde una subjetividad exterior, la conversión de la isla en cuerpo distante y deseado, llena la poesía de José Gautier Benítez. Ese cuerpo visto desde lejos es comparable a un litoral de arenas purísimas.
En la poesía de Luis Palés Matos el litoral se oscurece en paisaje interior, se trastorna en atmósferas fétidas, descompuestas, malsanas. En la de Julia de Burgos se dejan atrás las orillas de la forma y el mar ocupa el espacio infinito del amor y de la muerte.
Proyección, reflejo, deseo insatisfecho: en esos paisajes poéticos se marca una distancia, a la vez que un encierro angustioso de la voz humana. En contraste, la sensibilidad del último medio siglo marcó un alejamiento de la oposición binaria entre naturaleza y cultura. Casi se diría que la naturaleza como baúl de imágenes dio paso a la noción de un mundo maldito por las marcas de la especie, un mundo de paisajes artificiales del fin de los tiempos. La voz poética ya no puede situarse con privilegios ante una naturaleza pasiva.
La sensibilidad actual revierte la tendencia del pensamiento humanista a situar al hombre en el centro del mundo y a justificar su dominio de otras especies. La jerarquía del señor de las cosas y sus soledades y distancias, muta en continuidades y participaciones; sugiere homologías, metamorfosis, equivalencias, entre la observadora y su lugar en el mundo. Esa actitud, que nos parece propia del ecologismo, tiene antecedentes en el animismo de los mitos antiguos.
Como diseño de palabras, el libro de Sabrina me ha sugerido la entrada. Está armado como si sus partes fueran estaciones de un solo poema largo. En ese espacio la  subjetividad es mutante y palpitante. Entre cuerpo humano y cuerpo del paisaje, la distancia es mínima. El cuerpo, tan disuelto en sus fronteras, podría ser un cuerpo animal, o una formación geológica, o un papel anfibio. Río y cañada, sequía: “El sol desvistió el cauce del río”. Naturaleza y cuerpo, sequía y ausencia, estrías, grietas, zonas yermas.
Quizás por la biografía de la autora, mi compueblana, me parecen familiares los escenarios de Mangle rojo (La secta de los perros, 2017). Pienso en la costa del sur, entre Guayama y Salinas, que se ve desde alguna altura cayeyana. Es la región pintada en palabras por un poeta mayor, Luis Palés Matos. El paisaje de ese litoral del sur está presente a lo largo de los escritos de Palés; representado como solar morboso, estéril, enfermo, palúdico. “Sal, aridez, cansancio”. La tierra estéril y madrastra.
El ámbito de Mangle rojo es un delicado y sobrio saludo a ese desolado paisaje palesiano. Que la autora haya pensado en el haiku, una forma japonesa, y no sé si directamente en Palés, es un indicio de la humana desconexión y de cómo se potencian los puntos de vista y las formas diversas cuando se aproximan. En Palés también hay alguna japonería, escrita en endecasílabos, así como en la topografía de Mangle rojo hay esterilidad y desamor.
Se han publicado  estudios fascinantes sobre la vida de los árboles, misteriosos y asombrosos. Los árboles inmóviles dotados de sistemas de comunicación a largas distancias; los árboles longevos que responden a una escala del tiempo incomprensible. Para muchos pueblos sin archivos ni escritos, el bosque del manglar es una figura tan poderosa como las manzanas del paraíso para los pueblos de las escrituras;  una vegetación enmarañada que con sus criaderos de insectos y animales defensores se oponía al paso de los aventureros, a la colonización y a la economía capitalista de extracción. Al día de hoy sigue siendo fuente de ingresos y alimentación para algunos pueblos pobres. En torno al mangle rojo la densidad metafórica aumenta. Es singular  la figura de un árbol anfibio, una especie polimorfa que además de ser el hábitat de otras especies, de portar sustancias curativas y de germinar plántulas en las vainas de sus semillas, detiene la erosión y añade espesor a la costa. Es resistente.
Y así se decide que el libro sea tan frágil y poroso, tan firme y tan viajero como las semillas del árbol múltiple. De pronto es el cuerpo reproductor o el vientre vacío. De pronto una memoria, una estampa de ese páramo desolador y con ella como una especie de medallón o talismán, la visión de una mujer “que vive con sus hijos junto al mar”.  En otro paisaje, en el río seco, recala un anfibio de papel en el cauce ceniciento.  El tú a quien se dirigen varios de los poemas es pelirrojo como las raíces de la planta, y, sobre todo, una figura capaz de contar cuentos de lugares exóticos, como el de los pescadores del lago de Malawi, un país sin acceso al mar. Por el cuento entra el anecdotario familiar y la sensación de que la familia extendida es una familia de seres expulsados. Los migrantes sirios, espantados de su tierra, como los migrantes boricuas, también convergen en el libro, paisaje de pasajes.
(Como apunte marginal, vaya aquí un recuerdo de temas afines en la pintura: el mangle majestuoso de Myrna Báez; la Manglaria de Rafael Trelles y Francisco Font; el hombre que sueña en azul, pero es negro y verde, de Arnaldo Roche Rabell.)
El tú pelirrojo y cuentero del libro de Sabrina interpreta el comportamiento de los pájaros. Solo le asiste su cuerpo y le basta para hacer y desbaratar nidos, liar cigarrillos y tejer redes, es decir, relatos. Eso es resistencia. El recuerdo es resistencia. Cuánto más cuando no se distinguen los cuerpos en función de jerarquías,  y los cuerpos humanos y sus frutos solo son. La unidad de Mangle rojo radica en ese terreno suelto y mojado de analogías y símiles que se agrupan en la imagen del árbol como casa resistente. Una casa marcada por las estaciones de la vida y la  muerte. Una casa mutilada en sus raíces, y, sin embargo, viva. Es una casa muy material y espectral, como las casas aparentemente desocupadas. En esa casa árbol que es el libro, las palabras se juntan en cadenas o guirnaldas de poemas, en una continuidad donde solo uno de los textos lleva título, y algunos manchan la parte superior de la página, y otros comienzan o están diagramados a la mitad, como olas en movimiento, que reflejan una rica escala cromática: zapatos, labios, y pavimentos azules; grietas, luz y polillas grises; pestañas naranja, barba bermellón o cinabrio; troncos negros.
El libro es un espacio melancólico y, sin embargo, vibrante, un escenario para la representación de la pérdida y la despedida serena de seres y sentires muertos.
Hay un poema crudo, casi un relato breve, una imagen cotidiana en las vivencias de un pueblo saturado de violencia, que lee así:
¿Como entender el cadáver repentino en una /caja/alumbrado por luces fluorescentes?/¿La respuesta está en los sábalos diurnos con/bocas enormes/hambrientas de hojas y pan?/Quizás en la casa de la mujer que vive con sus/hijos frente al mar/o en el seco tronco/ de grietas abiertas/ por la sal.
El cuento de la mujer del mar es aquí una imagen expresiva de la espera, del amparo y la dependencia, y asimismo de la franja de participación con lo otro, donde radica tanto el peligro de perder la vida como la esperanza de prolongarla. Más que la personificación del mundo natural quizás se representa la metamorfosis del cuerpo en agua salada, en luto lento, vegetativo. El tono de sobriedad y distanciamiento como montura de imágenes poderosas es lo que me queda de varias lecturas de este libro engañosamente breve. Cada palabra carga otras palabras, cada denotación abre otras redes, y la pesca de palabras continúa en el interior de las cuevas, en los ríos cubiertos de brea, en las gargantas de las viejas que cantan boleros, en la muerte que quiebra talones, en la voz enmascarada del yo que escribe para ver y para verse, y escribe así: “En mí lo más cercano a la ceguera es la ausencia de las palabras. “


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