sábado, 13 de julio de 2019

Un arte de la felicidad







(Leí estas palabras en un acto de homenaje a Walter, hace ya unas semanas) 

Es difícil hablar sobre el artista a tan poco tiempo de su partida. No recuerdo la última vez que vi a Walter Torres, pero seguramente fue hace más de diez años. La imagen suya que mi memoria prefiere es anterior a esa última vez que lo vi, y se relaciona con un libro: En el Bosque seco de Guánica.  El libro forma parte de la colección San Pedrito de relatos ecológicos publicados por la Editorial de la Universidad de Puerto Rico al inicio de los años noventa. El método de la serie, que estuvo al cuidado de la editora Gloria Madrazo, consistía en la colaboración entre autores, artistas y ambientalistas. Fue uno de los primeros libros para niños y niñas que Walter ilustró, a partir de un cuento del poeta Ángel Luis Torres.
 Hay mucha vida en ese libro sobre el bosque seco. Recuerdo las tensiones entre la riqueza de palabras del poeta y la no menos desbordante manifestación de la imagen en el cuerpo del ilustrador, porque la palabra es más rica y abundante de lo que recomiendan los criterios pedagógicos de lectura, pero la imagen tampoco se está quieta, no se limita a reflejar lugares precisos del texto, si recuerdo bien, pues no tengo a mano un ejemplar del libro.  
Walter nació y se crió en el suroeste. Fue muchachito de una cierta luz, de una cierta topografía, de una inclinación estética. Walter en la Sabana Grande de los años cincuenta. ¿Cómo serían los sonidos, los silencios, los días y las noches de aquel pueblo? Los movimientos de las cosas se inscribían en un ambiente de medios artificiales como las historietas y caricaturas de los periódicos y los cómics disponibles en las farmacias, otros estímulos para la fantasía.
Cuando el lector de cómics despertaba de sus aventuras mentales el paisaje del suroeste seguía allí. Recuerdo que Walter me expresó la alegría de ilustrar un ambiente como el del bosque seco, porque era el paisaje familiar de su región natal.  Allí se formó la mirada del ilustrador, allí se formó el deseo de capturar vivencias y organizarlas en una plantilla que Walter llamaba el “grid” o “arquitectura” del libro como recipiente de un mundo que se reduce a las dimensiones del papel.  Entre esos límites y el tenso duelo entre palabra e imagen, el arte de la ilustración deja a veces imágenes icónicas que se sostienen por sí solas; provoca emociones, evoca una atmósfera. En el bosque seco de Guánica  trata de una zona calladamente sagrada, uno de los espacios que fueron comunes cuando la isla era libre, y que se intenta recrear y proteger.
Las imágenes insinúan una continuidad de las formas, la apertura entre los cuerpos de tinta y papel, entre el cuerpo inclinado de un pescador y el carapacho de una tortuga como diseño ordenador. Ver los objetos del bosque, detallarlos como en un inventario de pequeñas formas ásperas, espinosas; captar la luz blanca en los cuerpos minerales: en ese libro particular el inventario del artista equivale a un saber de la patria, en el sentido del poema de Corretjer: “Patria es saber los ríos, los valles, las montañas, los pájaros, las plantas, las flores… las aguas, las sombras, los colores”. De pronto un hombre y una tortuga concuerdan, insinuando la perfección de la vida como fábrica de formas que se repiten en todas las especies; y esa intuición se reitera cuando en un libro de recetas de cocina que Walter ilustraba cuando nos vimos por última vez, se funden en una especie de tromba marina, o de nota sostenida en el aire, una casa, unas ostras, una flor de jengibre, una gaviota. La opulencia de la imagen levanta vuelo delirante, en un orden de elegancia.
Walter conocía bien la tradición del arte de la ilustración de libros y revistas, incluso la escuela de los ilustradores e ilustradoras de series como los Libros del Pueblo y los cuadernos de poesía del Instituto de Cultura Puertorriqueña.  Basta entrar en su canal en YouTube para ver cómo asimilaba y reorganizaba estilos e imágenes de tradiciones dispares, desde el arte de las pirámides egipcias y aztecas hasta la estridencia del grafiti en las paredes urbanas.
Con la dedicación incansable de su breve tiempo y el don asombroso de transformar la miseria humana en vitalidad impenitente, Walter hizo un arte de las imágenes comunes transformadas en revelaciones que no pueden ignorarse. Un arte con sentido del humor, agudeza y travesura. Un arte como el suyo tiene nombre. El maestro Nelson Sambolín habla de un  “arte de la felicidad… tanto más necesario cuanto más pobre es una comunidad”.
Quizás las imágenes del ilustrador ya forman parte de la memoria de toda una generación que manejó los libros escolares ilustrados por él. Ahora, en medio del desastre, cuando amarramos la casa a la tierra para que no se la lleve el viento y empacamos los objetos de la cultura (nuestros saberes y lugares de la memoria) no dejemos que se pierda su legado.


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