miércoles, 1 de mayo de 2019

Violeta (conclusión)





A las cuatro en punto de la tarde, el geólogo gritó:
- No sigan, no puede moverse, ya pedimos refuerzos.
El arqueólogo me pidió que guardara su libreta de apuntes en mi mochila. La recibí sin decirle lo que pensaba: cada quien debe hacerse cargo de sus libras y libretas. La recepcionista del senador maduro comentó que era natural que las mujeres ayudáramos. Los hombres tendrían que mover las cuatrocientas libras del caído.
Llegó un empleado de emergencias médicas con una soga enganchada al hombro. Con ellos estaba Jorge, el muchacho de los huesos que parecen seres vivos. Venían cargando un tanque de oxígeno desde las parcelas, donde esperaba una ambulancia.
El caído no sólo padecía de flebitis, informó la recepcionista, sino que a los 25 años había sufrido su primer ataque cardíaco. Mientras se retorcía de dolor intentaron darle oxígeno, pero al tratar de hacer funcionar el tanque notaron que habían olvidado la boquilla. Jorge y el empleado de emergencias médicas recibieron con mansedumbre un tiroteo de insultos disparados por el geólogo, el biólogo y el senador maduro.
Viendo que la espera había agotado sus posibilidades, los hombres se resignaron a bajar el cuerpo colosal hasta el lecho del río y llamar a un helicóptero de rescate. Para acostarlo en la camilla se colocaron tres a cada lado, y dos en las extremidades. Lo levantaron al son militar de "one, two three". Luego lo fueron bajando, haciendo altos (en una ocasión lo dejaron caer). Tardaron quince minutos en bajar hasta el lecho del río. Después Juan Carlos y Jorge asistieron al caído, mientras los demás hombres se fueron colocando en diversos lugares de la ribera, cada uno conectado a su teléfono celular, cada uno dejando saber a su manera que nos encontrábamos en el cauce seco de un río y que se nos estaba muriendo un muchacho.
Antes de transformarse en político el senador maduro fue conductor de televisión. Se había hecho una liposucción y estirado la piel, tanto, que se le han borrado las facciones. Se ve sobrio y gris, pero los tennis rojos lo delatan. Sin soltar el celular preguntaba a los empleados de emergencias médicas si habían llevado una Panadol o una Coors Light.
El geólogo -sombrero de un ala doblada y cordón amarrado alrededor del cuello– daba  largos pasos, hablando con su esposa por el celular:
- Este país es un desastre. Comunícate con aquel vecino que trabajaba en la Defensa Civil, llama a la prensa, dales mi teléfono, que me llamen.
De pronto el senador maduro con el celular pegado al oído, gritó:
- Viene un helicóptero. Hay que pasarles las coordenadas.
El geólogo sacó un aparatito conectado con satélites, que según nos explicó era capaz de indicar la localización precisa de una pulga en la superficie terrestre. En breve nos rescatarían, imposible perderse en una isla tan penetrada, pensé. Pero pasaron los minutos y las coordenadas antes que la decepción se convirtiera en pánico o algo remotamente parecido, la sensación de vértigo que debe sentir una persona cosciente de que está muriendo tan rápidamente que no le dará tiempo para despedirse del mundo. No era sólo la loca sensación de inutilidad. El aparatito, con aquel nombre, yipiés, tan flamante como el sombrero australiano del geólogo que lo manejaba, no servía para nada. Era sentir que cuando entra el desorden no hay quien lo detenga, aunque no hubieran faltado señales de la inminencia del colapso, como a mitad de camino, cuando el muchacho todavía cargaba con su propio peso, y nos habían cerrado el paso varios vecinos para protestar por lo que se haría allí sin pagarles el precio justo por unas tierras que fueron de sus viejos y que todavía visitaban ocasionalmente, recogiendo los frutos que se caían de puro abandono. Habían bajado del monte sin dejarse sentir y volvieron a perderse monte arriba.
Entre la cara desconocida de una naturaleza poblada de flores ocultas y el fracaso de la tecnología inútil, presenciaríamos la muerte de un muchacho en el lecho seco de un río. Nunca he cerrado los ojos de un muerto. Dejé de asegurarle al caído que todo saldría bien y que él era un amor.  Me alejé de Juan Carlos y Jorge, que nunca abandonaron al enfermo. Había arbustps de Santa María en el lecho seco del río. Las flores blancas huelen a miel.
–Maldita colonia– gritaba el biólogo en su lado del barranco, estas cosas pasan porque somos una maldita colonia. El biólogo es un hombre corpulento, de piel blanca y elástica como flan de vainilla. Llevaba un pañuelo amarrado a la frente que me hizo pensar en uno de los soldados desajustados de Apocalypse Now. Antes de que cayera el muchacho, el biólogo nos había dicho que estábamos en una de las partes de la isla que emergieron primero del fondo del mar. Añadió que su abuela usaba el zumo de la hoja de yerba bruja para curar el dolor de oídos, la misma hoja que echa raíces dentro de los libros.
Nadie recordaba el poder de la yerba bruja cuando el primer helicóptero voló sobre la muchedumbre de más de treinta personas que agitábamos los brazos en aspas. De las parcelas Vázquez iba llegando gente. El helicóptero desapareció después de cruzar varias veces sobre el sitio. Volví a sentarme en una de las grandes piedras del río seco. Juan Carlos no soltaba la mano del muchacho, Jorge seguía abanicándolo. Oscurecía y la atmósfera se iba poniendo fresca.
El segundo helicóptero pertenecía según el senador maduro a la Autoridad de Energía Eléctrica. A gritos les indicó por el celular que estábamos en un claro en el lecho del río, detrás del Monumento al Jíbaro.
Poco después de que el segundo helicóptero se alejara llegaron otros técnicos de emergencias médicas con la boquilla del tanque de oxígeno. Se comunicaron por celular con el médico de turno que recomendó seguir haciendo lo mismo, es decir, nada. Le quitaron la camisa al muchacho, expusieron la descomunal barriga al sol, lo movieron bajo la sombra con el esfuerzo de los recién llegados y Juan Carlos y Jorge.
El senador maduro perdió la tabla a las 5:45 de la tarde, poco después de que el tercer helicóptero, el de la flotilla de la Policía, grande y azul, se detuviera como un insecto flotante sobre su presa antes de moverse rápidamente hacia un lado y escapar con brusquedad en dirección diagonal. Nos fue señalando a todos como si barriera con una ametralladora a los curiosos, que ya eran más de cuarenta, y al muchacho que se retorcía de dolor.
- ¿Quién llamó a la prensa?
Anoté la hora precisa de la cólera del senador maduro en mi libreta, mientras el arqueólogo impasible se apoyaba en un bastón improvisado y el promotor cultural decía que pronto caería el sol y tendríamos que seguir por el lecho seco del río hacia las parcelas.
Juan Carlos se estiró con una expresión de cansancio, diferente de cuando hablaba de plantas y besaba dedos de moribundos. No sé cómo se llaman las transfusiones de vida, pero entre el despiste de los helicópteros y la insuficiencia de los tanques de oxígeno estaba convencida de que el muchacho no había muerto todavía porque Juan Carlos le había regalado unos pensamientos y Jorge el aire de un sombrero. Se rió, se avergonzó, confesó que había tomado cursos de sanación y que no recordaba lo que había aprendido en esos cursos. Hablaba como quien se aburre en una reunión elegante, mientras el muchacho agradecía el oxígeno y el senador anunciaba la llegada de otro helicóptero. Entonces llamaron a Juan Carlos para que ayudara nuevamente a cargar la camilla.
Entre los curiosos había un hombre lampiño, de ojos verdes. Llevaba una camiseta anaranjada y una gorra amarilla de pelotero. Dijo llamarse Armando Escalante. Se había acercado desde las Parcelas Vázquez por si se nos ofrecía algo, ya las noticias daban cuenta del incidente.
Armando fue boxeador. Entrenaba en aquellos caminos antes de caer en el vicio, me dijo, mucho antes de entregarse al señor y hacerse cristiano. Le sorprendía la transformación del senador maduro, tan diferente después de la cirugía plástica, y que  hubiera pasado de la histeria a la añoranza de una Coors Light. En vez de pedir una cerveza debería orar, opinó, y más en noche de luna nueva, hay que salir de aquí antes de que esto se ponga como boca de lobo.
Eran las seis, no quedaba agua en las botellas depositadas en mi mochila, junto a la libreta del arqueólogo y la cámara desechable, pero el promotor cultural nos indicó las charquitas que habían sustituido a la corriente del río y dijo que él prefería contraer bilharzia en unos años a morir de sed.
Apareció entonces el cuarto helicóptero. Bajó tanto que las hojas de los árboles se dispersaron y las ramas cortadas por los macheteros se alzaron en un remolino y el olor de la gasolina se suspendió sobre las piedras donde el fotógrafo de la expedición había descubierto una boa diminuta. Bajó hasta que vimos las gafas negras del piloto. Después se elevó y se mantuvo un rato a breve distancia de la superficie. Desde el helicóptero soltaron un cubo, como un inquilino de un piso alto que deja caer la llave de su apartamento en una pequeña canasta. Nadie pudo relacionar la soga y el cubo con el objetivo de transportar al enfermo.
Entonces el promotor cultural aprovechó el cansancio de la espera y dio la orden de que todos los que no estuviéramos haciendo algo útil partiéramos antes de que anocheciera. Yo me puse a las órdenes de Armando Escalante y Juan Carlos me siguió junto a los demás en fila india. Sobre nosotros voló el quinto helicóptero.
Le pregunté a Armando si era seguro caminar por el lecho seco del río, si no corríamos el peligro de que un golpe de corriente inesperado nos arrastrara. Me dijo que al río lo habían secado al construir la autopista. Armando subía y bajaba de las piedras enormes, rápidamente, la espalda recta, alzando las piernas hasta la cintura sin perder el balance.
Con el aliento entrecortado llegamos al comienzo de la carretera en los pastos llanos, al lugar donde esperaba la ambulancia. El senador joven, que todavía no se ha hecho la liposucción y prefiere las Heineken a las Coors, nos estrechó las manos y nos indicó que en el baúl del jeep oficial había agua fría, uvas y manzanas.
Unos niños se inclinaban sobre la caja trasera de una camioneta pequeña. Habían encontrado en el pasto a un becerrito con los ojos cubiertos de mimes, el estómago pegado y la respiración fatigosa. Era amarillo con manchas blancas. Le pasé la mano por la cabeza dura, que olía a perro sucio. Dónde estará su madre dijo uno de los niños espantando a los mimes. El dueño de la camioneta les pidió que botaran aquella cosa, ellos le dijeron que lo habían encontrado por ahí, yo comenté que podían salvarlo si se lo proponían. El biólogo y los muchachitos se acomodaron con el becerro moribundo y yo al frente junto al dueño de la camioneta. El hombre estaba entusiasmado: uno de los helicópteros era de un canal de televisión.
Volví a ver a Juan Carlos a las 6:30, en el trolley que nos llevaría al pueblo. Me enteré de que mientras seguíamos a Armando Escalante sucedió el evento culminante del día. El quinto helicóptero aterrizó en penumbras, en el lecho del río, maniobra descabellada de un piloto que no tuvo más remedio que hacer lo imposible porque era el último en la cadena de aspirantes a rescatadores. Los tres hombres que habían quedado atrás, vecinos de las parcelas, lograron levantar la camilla y meterla dentro del helicóptero. Ya el muchacho habría llegado al centro médico de la capital. No había tenido que volar sobre media isla pendiendo de un cubo.
El regreso de la vida normal se anunció placentero mientras esperábamos  al chofer. El biólogo, el geólogo y el promotor cultural se quejaban de los servicios de emergencias médicas, del gobierno, de la calidad de las cervezas. El senador maduro, con su estallido, había bajado mucho en la estima del geólogo y el biólogo.
El trolley arrancó. Miré por la ventanilla a los niños que abanicaban al becerrito moribundo. El arqueólogo me pidió que le devolviera su libreta.
A las siete de la noche el trolley volaba bajito, subiendo por las curvas de la carretera vieja. Juan Carlos tenía el pelo empapado en sudor. Escuché sus palabras trenzadas con el merengazo de la radio.
- ... qué veremos esta noche cuando cerremos los ojos...



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