De pronto veo la forma de la estrella y el número 5. Tener números favoritos es una tontería, pero al número 5 me lo encuentro desde la infancia. Y ahora en las figuraciones de una estrella de mar, la que conduce al mar, que es la transformación del fuego en una liquidez donde la vida se gestó de manera inexplicable. De ahí a la relectura del libro de Rachel Carson: de cuando el planeta se desprendió del sol con un estornudo de fuego que tardó millones de años en enfriarse un poco, hasta que otro estornudo desprendió de ella un costado que llegaría a ser la cuenca del océano mayor.
Carson recuerda que las sustancias de la sangre y del agua de mar
son semejantes. Cientos de millones de años, porque no hay fábrica más lenta
que la de la vida, no han deshecho esa continuidad. Tampoco han deshecho los
parentescos entre cuerpos humanos y organismos invisibles vivos. Ante esa
escala cronológica, ante esas semejanzas entre lo invisible por exceso de
corpulencia o por micro presencia, una persona viva es más pequeña que la
puntada de uno de aquellos trajes hechos a mano que dejaban
cicatrices en los dedos de las costureras y los sastres. Hablar de vidas grandes parece tan absurdo como hablar de grandes obras. Todo lo que existe es pequeño.
El lenguaje es la obra engañosa de nuestra especie. El yo que escribe es
una ilusión de importancia. Saberse parte de
una literatura pequeña impone el tono. La fragilidad de nuestras ilusiones no
puede esconderse. La fragilidad de la vida se ampara en la pequeñez.
Rachel Carson habla de las criaturas
microscópicas que alimentan cuerpos que se fueron haciendo grandes a lo largo
de los siglos, tan grandes, que no sobrevivieron. A la postre más frágiles que las maternales criaturas microscópicas.
Acercarse desde una tradición de literatura pequeña, esa que se compromete
con la fuga de unos pueblos desarmados de
soberanía, debería desanimar una empresa que puede parecer colosal. Sin embargo, esa empresa colosal también es poca cosa. Tan poca cosa, o tanta cosa, como los organismos invisibles. Nunca saldrán
nuestros cuerpos de la ignorancia. La belleza formal y moral de las grandes
obras humanas nos resulta incomprensible incluso a las humanas. En todo caso
algunas humanas se acercan a los bordes de la especie, para demostrar que son
accidentes.
No puedo escribir el libro cuya forma ni siquiera adivino, de modo que
me propongo escribir la crónica del libro imposible.
¿Qué mejor móvil, para animarse a escribir que la ignorancia del lugar
que ocupo y me ocupa? Es posible escribir engañosas frases contundentes y
flotar sobre ellas hasta ese momento de la muerte, que imagino acompañada de
alguna conciencia de falsedad. A veces la muerte acompañante te roza, pero no
te escoge.
Empiezo a escribir este libro un mes después de haber previsto y abandonado la ruta que me llevaría a su forma. La forma entendida como fijeza, como estructura cerrada, rectangular, libresca. El Caribe es una biblioteca. Una amplia biblioteca, nimia en la escala temporal de las especies invisibles.
He viajado poco en mi isla y a las islas. He
pisado suelos caribeños, Cuba, Jamaica, Haití, Dominicana, Aruba, Trinidad, St.
Thomas, Martinica, St. Croix. Pero la
duración de la suma de esos viajes y sus recuerdos fue breve.
De manera que me propuse visitar con pocos recursos, las islas cercanas
del Caribe oriental. Lecturas, no
siempre suficientes, pero indicadoras, apuntaban a un campo desalentador por lo
numeroso: escribir un libro de conexiones entre el Caribe oriental y el
archipiélago donde reside mi cuerpo.
Cuando empiezo a escribir estas primeras páginas aún no escojo entre varias entradas. Sin
embargo, mientras miro unas ramitas florecidas de una enredadera de jazmín de
río colocadas en un florerito sobre el escritorio, y veo cómo se hacen visibles
en la luz indirecta las flores mínimas y complejas, con sus estambres delicados
y recios, sus pétalos verdosos, alguna semillita que comienza a escaparse, se
me ocurre que el principio de un relato raras veces se muestra tan evidente como
el principio de este. (abril del 2020)
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