Guerras de amor y literatura: entrevista con Antonio Jiménez Morato
por Marta Aponte Alsina
Antonio Jiménez Morato (Madrid, 1976) es un hombre de letras como se puede serlo en su país, hoy. Ha publicado los libros Lima y limón, Cuestión de sexo (Aguilar, 2009) y la antología Poesía en mutación (2010). Colaboró en el libro colectivo Escritura y creación. Dicta talleres de escritura, entre ellos los conocidos de Fuentetaja, que coordinó durante cuatro años y, en la actualidad, los que auspicia la librería Tipos Infames. Colabora con revistas y suplementos literarios: Quimera, Suroeste, Clarín y Babelia, así como Perfil, de Buenos Aires o El País, de Montevideo. Es guionista de televisión y gestor cultural. Lleva el blog
http://vivirdelcuento.blogspot.com/La portada de su novela Lima y limón, (Editorial Regional de Extremadura, 2010, 70 páginas), reproduce un grabado de A. N. Cassandre: la figura de un obrero con gorra de gendarme francés, que sostiene en ambas manos botellas que forman abanicos. Recuerda el op art de Robert y Sonia Delaunay y algo más, con su énfasis en el juego de formas geométricas que encapsulan la figura borrosa de Nicolás en una trama abstracta. De algún modo las señas de identidad de ese personaje de cartel publicitario no son tan importantes como el conjunto al que pertenece.
De manera análoga, la novela corta, acaso más que el cuento tradicional, es un artefacto que muestra sus articulaciones. “The blest nouvelle”, la llamó uno de sus mejores artífices, Henry James, en homenaje al cuidado formal que la brevedad exige. James escribió novelas breves, intensamente sicológicas y matizadas. Los rumbos actuales del género persiguen otro tratamiento del tiempo. Empezando, quizás, con Seda, de Baricco, y las menos afortunadas de Maxence Fermine, la novela corta aspira a conmover en un abrir y cerrar de ojos.
Esta de Jiménez Morato es un homenaje a los géneros breves; al cuento e incluso a la poesía, en su soporte de música popular como fondo sonoro. Es la historia de un amor, como todos igual, y como todos único. O más bien la historia de cómo se cura alguien de lo que no puede estar ya en un libro: la enfermedad del amor. Pero es, sobre todo, una apuesta a los vacíos; a que esas zanjas que quedan entre palabras y pasajes sean capaces de comunicar.
La composición en contrapunto se da en dos tiempos. Por una parte, el relato escueto de los encuentros de una pareja de seres anónimos y su entorno, conversaciones y correspondencia en forma de mensajes de texto. El relato va acompañado de digresiones brevísimas, aforísticas, que se alejan del orden cronológico y van revelando como chispazos detalles tan banales como punzantes.
La lectura de un libro nunca termina en los límites del mismo. Un libro lleva a otros. Lima y limón a: L´amour fou, de Breton y Fragmentos de un discurso amoroso, de Barthes. También, por su temática, a otro libro sobre el tema publicado recientemente en España: el concienzudo ensayo con ficción, EROS: la superproducción de los afectos, de Eloy Fernández Porta, que obtuvo el Premio Anagrama 2011. Y a la música de The Cure y de Eliot Smith.
De vuelta al libro, encuentro la metódica relación de los residuos más benignos de una catástrofe. Porque no se narra, de frente lo que anda muy mal. Más bien se rodea el vacío, como se rodea la boca de un volcán.
El limón es señal de desprecio y falta de amor. Esa parece ser la “patología” que el narrador observa en la mujer deseada. En la secuencia narrativa, se hace gala de la digresión ordenada, siguiendo los giros de la memoria. Como si se tratara de fogonazos en la noche. Con una meditación fría y distante que va jugando entre el éxtasis y la recuperación de una experiencia inefable.
Según Stendhal, el amante descubre perfecciones en el ser amado y las alimenta, como la ramita en una mina de sal. Pero a la hora de narrar, escribió, “hago todos los esfuerzos por ser seco”. Lima y limón es, asimismo, un análisis clínico de la enfermedad, un libro donde se explora el amor sin usar la palabra. Pero esa no es la única ausencia. Tampoco están el sexo y las lágrimas. Sí parece haber pudor. O más bien sequedad: para que algo trascienda tiene que morir.
El cristal que para Breton resume la experiencia de la belleza necesaria no es producto de un gesto deliberado, sino de percepciones o intuiciones involuntarias. La imagen del cristal en Breton y la cristalización del amor en Stendhal remiten a la arquitectura de este libro. Es como esos cristales metafóricos: facetada, geométrica, rigurosa, hecha para remedar el proceso natural de la memoria, es decir, como si en realidad respondiera a unas intrusiones “naturales”, no planeadas. Leyendo a Breton descubro que, para invocar a ese monstruo de la gracia o el deseo, uno de sus trucos era leer las cartas. Como en esta novela, donde, en una de sus escenas, la lectura del tarot encamina el destino de los afectos.
Mis preguntas al autor parten de ahí.
Marta Aponte Alsina: ¿Por qué y cómo escribir sobre el amor en lo que uno de los personajes de Fernández Porta, en Eros, define como “la era del mercado afectivo”? Barthes escribió que su libro, Fragmentos, es la afirmación exigua de un discurso, el del amor, “de una extrema soledad, completamente abandonado, ignorado o despreciado”. ¿Cómo escribes tú sobre el amor?
Antonio Jiménez Morato: Yo creo que el por qué es obvio, o sea que no es algo fortuito ni extravagante por mi parte hablar de las relaciones afectivas, y en particular de la pareja. Creo que vivimos muy obsesionados con ello, todos, y es lógico porque buena parte de los momentos placenteros que vivimos vienen de esas relaciones, ya sea en el plano del sexo, del cariño, de la confianza que se genera en toda relación, etc. Por eso, precisamente, no me interesan análisis más efectistas que honestos. Yo sé que Fernández Porta quiere hablar de la manera en la que el dinero y la transformación del mundo en un mercado han condicionado nuestra existencia, y por extensión nuestros afectos. Pero es una mirada parcial, propia de un ciudadano del “primer mundo” –o hipermercado o grandes almacenes, a elegir- que no tiene mucho que ver con lo que se vive en otras sociedades, incluso en ciertos estratos de la nuestra. Hay cosas que, todavía, no están totalmente mediatizadas por el dinero. Precisamente uno de los puntos flacos de sus textos, a mi juicio, es que cuando lo leo siempre tengo la sensación de que está hablando del sexo, que es algo importantísimo en nuestras vidas, pero no de afectos. Y que, cuando habla de afectos, en realidad no los está siquiera tanteando. Así que no me interesa especialmente su visión del asunto, la verdad. Me parece que tiene todo en común con el envoltorio del mundo en el que vivo, pero no con lo que está bajo el envoltorio, con el producto, usando su terminología. Y hay muy pocos alimentos en los que se prefiera la cáscara al fruto, me temo.
Sí me interesa mucho, en cambio, Barthes. Precisamente porque él habla del discurso amoroso, no del amor. No se mete en camisa de once varas. Como el estructuralista que es se ciñe a la estructura, las condiciones y los matices de un discurso y el modo en que este refleja esa soledad del que lo enuncia. Porque, por otro lado, hay una realidad. El discurso amoroso puede hablar de, remitirse a los momentos de pasión o de goce, pero no se escribe durante. Y eso lo capta fantásticamente Barthes. El discurso amoroso es exaltación o canto nostálgico, pero siempre desde la lejanía, cuando el ser amado está cerca se le ama, no se le canta.
Así que, supongo, yo escribo del amor desde esa situación, no me queda otra. Mientras yo escribía el libro, estaba viviendo una relación amorosa muy importante en mi vida. Está explicitado en los agradecimientos del libro. Pero esa relación se terminó cuando el libro se estaba corrigiendo, pero corrigiendo pruebas, prácticamente. Y aún así hay cosas de esa relación en el libro, pero algunas eran matices, toques de color, flashes, y se escribieron en la semana y media que tuve desde que volví a la soledad hasta que entregué el texto ya para ir a imprenta, todo lo nuevo que entró en el texto era de esa relación que acababa de terminarse. Tampoco me gustaría que se pensase que sólo escribo sobre el amor cuando lo he perdido. Pero sí sé que cuando estoy amando, así, en gerundio, no necesito escribir cómo he amado.
No sé si eso responde de un modo claro a una pregunta que no sé si puedo responder. A mí los libros se me imponen, siempre por razones muy peregrinas en algunos casos, pero son ellos los que terminan exigiendo su tiempo y que les dé cuerpo, que dejen de ser proyectos, ideas, anotaciones y adquieran una materialidad que les permita existir. Además, una materialidad discursiva y lingüística. Muchas veces se ha ido fermentando el asunto, por así decirlo del texto, pero el impulso final es meramente discursivo, se refiere al cuerpo del texto y no a lo que ese cuerpo contiene o deberá contener. Y creo que el amor es un poco así. Quizás construyo los libros como vivo el amor. A lo mejor a eso se reduce todo, a dejarse amar por los libros de uno. Ahora, creo que un autor ama todos sus libros, incluso más a aquellos por los que ha sufrido.
M.A.A.: ¿Y cómo se relaciona la escritura del amor con la memoria, en tu libro?
A.J.M.: Bueno, yo creo que el presente no existe. No es muy original, desde luego, eso de la fugacidad y rapidez del presente. Así que voy a explicarlo de otro modo. En una de las cuatro novelas que componen el libro Las aventuras de Barbaverde, de César Aira, el malvado, el profesor Frasca, traza un plan para hacer desaparecer el presente y convertir el universo en una mezcla gelatinosa de pasado y futuro. Y los protagonistas del libro, que no son Barbaverde, hacen todo lo posible por impedir que se cumplan los planes de Frasca. Cuando lo leía, yo pensé: pero si eso, precisamente eso, es lo que es el mundo. El mundo no es más que una fusión gelatinosa de pasado y futuro. Nos pasamos la vida planeando lo que queremos o debemos hacer y recordando las cosas que nos han hecho felices o nos han hecho daño. No hacemos otra cosa. ¿Quién vive en el presente en realidad?
Si eso lo trasladamos al amor es aún más evidente. Yo siempre he vivido buscando pareja, para una noche o para toda la vida, y, cuando no, recordando cuando la tenía. Pero la conciencia de presente no la he tenido.
Yo partía, eso sí, de dos conceptos claros: uno es que todo lo narrado en el libro es real, no hay nada inventado, son recuerdos míos, personales, que no deben ser leídos de forma autobiográfica porque están montados para que formen la historia de una relación cuando los recuerdos provienen de varias. El otro punto es que quería que, desde el principio, o al menos desde casi el comienzo de la narración, quedase claro que esa era una historia acabada, terminada, que no ha funcionado como suele decirse, y había que construir eso desde la memoria, claro. Una memoria fragmentada, aleatoria y aferrada al detalle. No había otro modo. No conocía lo que dices de Breton, no he leído su libro, pero creo que el enfoque es parecido, me temo.
Además, creo que la memoria es una de las cosas más vivas que tenemos. Estamos constantemente rehaciéndola, adaptándola a nuestras necesidades. Nos enfrentamos a una elección y cuando ya hemos decidido comenzamos a borrar los motivos por lo que la opción desechada podía haber sido mejor. La memoria es constante recreación. Cuando recordamos creamos. Yo eso lo tengo clarísimo, y lo tenía muy presente en el momento en que escribía el libro, yo era consciente de que podía estar creando una realidad más que recordando.
M.A.A.: El fondo cultural es la música pop y ahí soy una inculta, son mis claves perdidas, mi traición a la generación cronológica que es la mía. Aquí son constantes Elliot Smith, The Cure, Led Zeppelin. ¿Cómo relacionas las aficiones musicales del narrador con su construcción como personaje? ¿Cómo lee estas claves una persona culta en música rock?
A.J.M.: Bueno, yo vivo con música. Escribo con música, leo con música muy a menudo, voy por la calle con los auriculares, etc. Contesto a estas preguntas con música saliendo de los altavoces del ordenador. Y una de las cosas que más me sorprende cuando hablo con amigos escritores es la escasa o nula formación musical que tienen. No digo ya saber de composición o solfeo, no, me refiero a escuchar música que no sea mainstream puro y duro, que no sea la evidente, la que te venden de manera opresiva. Pero me pasa también cuando hablo de otras muchas cosas. O sea, tengo la sensación de que muchas veces los escritores sólo leen, y a veces ni eso. Hay excepciones, y excepciones fascinantes, pero no es muy habitual. Como ejemplo: no me entra en la cabeza que una persona que escriba, que sabe lo fácil o complicado que es escribir, me diga que es un seguidor de Joaquín Sabina. Me dejan alucinado cosas así. Así que yo cuando pienso en ese personaje, que soy yo en muchos aspectos, no tengo necesidad de construirlo, comparto los hechos reales que hay detrás y punto.
O sea, la referencia a la capa del cuarto disco de Led Zeppelin, los discos de The Cure sonando mientras estoy con mi pareja o el descubrimiento de una mañana en casa ajena de Elliot Smith son hechos personales, vividos y para mí muy naturales. No hay construcción, en ese sentido, porque no es consciente. Son el reflejo de una generación, supongo. Cuando hablo de música me siento más cerca de cualquier tipo yanqui o de Fabián Casas, por ejemplo, que de un español medio. Creo que esos detalles del libro sencillamente hablan de alguien que se fija en lo que está sonando, que se deleita con ellos y entiende que debe formar parte, como lo que ve o hace, de ese algo a vivir o entender. Para mí la música da sentido a momentos de mi vida, sirve como contrapunto y como explicación también, y supongo que para mis personajes es algo parecido.
Y el cómo lo lee alguien con mayores o menores conocimientos de música popular es algo que me preocupa menos. De todos modos, supongo que verán ahí a una persona que en la adolescencia destrozó las cassettes de Led Zeppelin, que en la juventud escuchaba a The Cure y que en la madurez escucha cosas como Smith, o Iron &Wine, Bob Dylan, Wilco, etc. pero también música brasileña, desde samba y bossa hasta gente de hoy como Otto o Vinicius Cantuária, por poner dos extremos, y que puede estar horas escuchando a Miles Davis, a Thelonius, a Coltrane o a Mozart, a Satie o Glenn Gould, que son, todas, cosas que escucho muy a menudo y en diversas situaciones y motivos.
A mí me gusta la música, qué voy a hacerle. De todos modos, en ese sentido, siempre me he sentido muy cerca de Fogwill, que era un escritor que habló siempre de la presencia constante de la música en sus textos. O de Julián Rodríguez, con quien he hablado mucho de música y con quien comparto muchas preferencias, por nombrar dos escritores.
M.A.A.: El título del libro, veo, está en una canción de Lorca y también en una copla popular, y se refiere a la imposibilidad de amar. Esa imposibilidad aquí caracteriza exclusivamente a la mujer, al objeto del deseo, o al objeto que no se deja desear. Ni siquiera la tenemos clara, su voz es un enigma. Es una bruja con ojos como el verde limón, guapa, fascinante y terrorífica. Es gemela. “Sólo quiero, o sólo puedo, recordarla sonriendo”. Hay una reticencia, un terror, ante ese objeto deseado. ¿No crees?
A.J.M.: Posiblemente, sí, haya algo de terror detrás de esa descripción. Pero es que a mí casi todas las mujeres me dan miedo en el fondo, en cierto sentido. De todos modos el título es lo que más guerra me está dando. Me han llegado a decir que del libro les gusta todo menos el título. Bueno, uno tiene que mirar hacia delante. Estoy barajando nuevos títulos por si el libro, como parece que va a suceder, se reedita. Títulos más relacionados, quizás, con el tema de la narración. En fin, volviendo a la pregunta tengo que decir que no creo que la protagonista del libro no se deje amar. Creo que ella sí ama, pero lo hace de otro modo, o no está, por así decirlo, preparada en ese momento para amar, al menos tal y como él quiere, o puede, hacerlo. También es posible que el protagonista ande por ahí pidiendo demasiado. Pero lo de la voz es sencillo: tenía que ser el discurso de él reconstruyendo la relación. No terminaba de tener sentido darle la voz a ella. Al menos no en este caso. Y lo que sí puede haber es una idealización de la mujer, por ejemplo, lo de recordarla sonriendo es porque esa mujer en particular, era bellísima cuando sonreía, lo seguirá siendo, espero, hace tiempo que no la veo. Casi todas lo son, de hecho, hay algo en una sonrisa de mujer que te puede helar el alma, que sí que da miedo, porque caes totalmente en sus redes, incluso cuando ellas no tengan la más leve intención de pescarle a uno. No hablo de las sonrisas que uno se ve obligado a poner en una fotografía, o de las risas de un buen rato con amigos, aunque ahí puede aparecer, hablo de una sonrisa que las mujeres guardan para cuando están en la intimidad, que aparece en medio de una comida, en el sofá viendo una película o durante el sexo. Y es una cosa maravillosa. Pero es algo que casi todas las mujeres con las que he estado tienen, hay algo hay, una luz extraña que aparece en ciertos momentos y que es, creo, lo que los hombres amamos. Y tememos, al mismo tiempo, claro. De todos modos, aunque a algunos les pueda parecer interesado el hacerlo o decirlo, me interesa mucho que en este libro se aprecie la verdadera obsesión que siento por la mujer.
M.A.A: ¿A qué le teme el narrador cuando siente “miedo de hacer literatura”?
A.J.M.: A la literatura, precisamente, a lo que hoy se ofrece como literatura desde los medios, desde muchas editoriales, etc. A una idea de artificio, de artesanado, de hacer un producto para el solaz del buen burgués. Para que se vea de un modo claro: a lo que me dicen que es buena literatura y que luego leo y me desagrada profundamente. Las novelas de Vargas Llosa de los ochenta en adelante, que son todas iguales, las de Saramago tras el Nobel, todas iguales también, las de Phillip Roth, todas igualitas desde el inicio, la solemnidad vacua de Javier Marías, etc. A eso me refiero con literatura. Esa escritura me interesa muy poco. Es literatura escrita bajo presupuesto: lo que le va a gustar al editor que quiere prestigio, lo que le va a gustar al crítico que sanciona los libros con un rasero, lo que leen los que se creen cultos porque leen dos suplementos literarios y no leen best-sellers. Esa literatura institucionalizada, que me repugna completamente, porque es literatura muerta, estancada. Podría estar mucho tiempo dando nombres, así que obviémoslo.
De un tiempo a esta parte siento que no quiero leer literatura, y por extensión hacerla. Me sigue interesando la escritura, pero no la literatura. No creo que el auge de la narrativa de no ficción, el reportaje y la crónica sea casual; responde en buena medida a ese hartazgo de artificios vacuos. Al menos, cuando uno lee un reportaje, piensa el lector, está leyendo verdad. Si está bien escrita es mejor que mejor. Y yo creo que eso se debe al acomodo total de muchos autores a una idea mercantil de elaboración de un producto. A esa literatura me refiero.
M.A.A.: Me parece muy lograda la estructura del libro, esquemática y en contrapunto, y aquí vuelvo a la idea de la cristalización. Primero remedar el recuerdo (no es lo mismo no recordar que olvidar; en no recordar hay una resistencia). Esa resistencia, ese pudor, se mantiene y el libro es como la construcción de un desvío en torno a una ausencia innombrable. No es fácil mantener la tensión en esa propuesta narrativa estática, sin progresión dramática. Creo que se sostiene por la brevedad de los fragmentos y por el contrapunto entre una progresión lineal y los desvíos anecdóticos. A medida que avanza la repetición se van develando o sugiriendo las tensiones de la pareja. Pero la atracción también está en ese retrato de una masculinidad enamorada, que contrasta con la voz hormonal, “brutota”, de la violencia, sin dejar se refugiarse en una rebuscada frialdad. Es intelectual, metódico, cerebral y con estrictas lealtades familiares. Es ese personaje y son sus deseos y temores los que impulsan la narración. ¿En este tipo de construcción o tensión psicológica lo que querías y en qué antecedentes literarios si algunos lo modelaste?
A.J.M.: Pues sí, ahí has dado en el clavo. Porque esa es la duda que yo siempre tuve al concebir el libro, el reto que me planteé como escritor, por así decirlo: mantener una narración en la que ya ha pasado todo, que es estática, de la que se conoce el final, etc. Y sí, pensé que el mejor modo era escoger un hecho más narrativo, por así decirlo y contraponerlo, atravesarlo, con esos detalles más cotidianos. Se puede decir que la narración es la del enamoramiento, cuando hay progresión, y lo estático son los detalles que llevan al final de la historia, que es la rutina, por así decirlo.
Y la voz surgió con más naturalidad, era la que tenía que ser, la mía en cierto sentido, pero más camuflada, maquillada para la narración. Y hay una ausencia fundamental, sí, la de la amada. Pero es esa la ausencia que justifica el libro, el libro no existiría sin esa ausencia. Por eso tiene que ser el centro, por así decirlo, del libro.
No hay una influencia directa. Por un lado este libro debe mucho a El agrio, de Valérie Mréjen, que me permitió vislumbrar de un modo claro esa idea fragmentaria y azarosa del recuerdo. Pero también le debe mucho a libros muy ambiciosos y modestos, como Prontos, listos, ya, de Inés Bortagaray o El luchador invisible de Matías Paparamborda, por ejemplo. De todos modos, yo creo que todo lo que uno ha leído, lo que ha asimilado, termina brotando en su escritura, sea por imitación más o menos consciente o, por el contrario, por alejamiento, consciente o no también.
M.A.A.: Dices que este es el primer libro que reconoces como propio. Cuéntame de los anteriores.
A.J.M.: Bueno, en realidad este sería mi cuarto o quinto libro escrito por mí, y hay un par de libros de los que me considero más editor que otra cosa. He trabajado de negro literario, de ghost writer, entre otras cosas porque me pagan bien y porque me parece algo divertido. He escrito libros que han firmado estrellas de la televisión y del cine, que estaban basadas en series televisivas y que usaban el prestigio del personaje que firmaba el libro para vender recetas de cocina andaluza, por ejemplo. O sea, cosas muy peregrinas. Pero con todos me lo he pasado bien y, en mayor o menor medida, creo que en ellos he puesto la profesionalidad que se me ha pedido. Obviamente no daré títulos de esos libros, pero yo estoy orgulloso también de ellos, que sean libros de encargo no los hace mejores o peores. La Capilla Sixtina fue un encargo, no hay que olvidarlo. Tampoco creo, lo aclaro, que mis libros sean la Capilla Sixtina de nada.
Me considero editor de una antología de poesía joven, que nació de un ciclo de encuentros y lecturas que organicé al que venía muy poca gente pese a que teníamos un auditorio fantástico para realizarlo. El ciclo se llamó “Poesía en Mutación” y la antología también. Siempre me ha gustado leer poesía, empecé escribiendo poesía y es algo que me reporta mucho placer o decepciones horrorosas, pero sigo en ello porque cuando es buena, el placer es muy bueno. Buena mierda que diría un dealer.
El otro era una recopilación de textos de reflexiones sobre la escritura y la docencia de la misma. Era un proyecto de la empresa en la que trabajaba pero lo hice un poco mío. No es un libro que pase a los manuales de literatura, pero alguno de esos textos estaba, está, muy bien.
Bueno, ese es mi currículum, por así decirlo.
M.A.A.: Comenzaste con Fuentetaja y ahora conduces talleres en la librería Tipos Infames. Eres, por lo tanto, un tallerista convencido. Háblanos de tu experiencia como conductor de talleres y de cómo esa presencia física del lector, e incluso de un grupo de lectores, forma parte o no de tu propio “proceso” de escritor.
A.J.M.: No sé si convencido, digamos que un profesor profesional de talleres. Comencé, sí, con Fuentetaja, y además de en los Tipos Infames he dado clases en la Asociación de Universidades Populares de Extremadura, en las Bibliotecas Municipales del Ayuntamiento de Madrid, en Editrain-Publiss (un centro dedicado a la docencia de aspectos de la edición y el audiovisual) e, incluso, en un bar-café, La Tuerta. Muchos lugares, me temo. A veces pienso que demasiados. Y talleres presenciales y a distancia, por Internet. Así que digamos que uno es veterano, pero, como todo veterano, no muy convencido.
De todos modos, digo siempre que la función del profesor es la de guiar un grupo, pero la vivencia la debe hacer cada alumno y el grupo en sí. En un buen grupo de trabajo se aprende más de los compañeros que del profesor.
En lo que sí percibo que ha influido esta experiencia en mí como escritor es en el orden de los conceptos y la seguridad de su exposición. Uno pasa muchas, quizás demasiadas, horas hablando de aspectos de la escritura y la lectura, en voz alta, dirigiéndose a un público. Por ejemplo, hay veces que me sorprendo hablando como un libro, con periodos larguísimos y un vocabulario un poco peraltado. Pero no he notado muchos más rastros. Orden y seguridad en ciertos planteamientos, sobre todo, pero no sé si mucho más. Me ha dado más seguridad como lector y crítico que como autor, desde luego.
M.M.A.: ¿Desde cuándo estás en esto de los talleres y la literatura en un ambiente que no es el propiamente universitario? ¿Es posible, en España, “vivir” de hacer con palabras?
A.J.M.: Yo me introduje en el mundo de los talleres de rebote, como quien dice. Nunca fui alumno de ellos, y terminé aquí porque conocí a gente que sí había sido alumna de talleres, me presentaron a su profesor y luego este me recomendó a la empresa que organizaba esos talleres, Fuentetaja. Y ya desde ahí sí que he mantenido una relación continua con esto de la docencia de la escritura.
De todos modos, mi relación es ambigua, todavía hoy. No creo que un taller convierta a nadie en escritor, así se lo digo el primer día de clase a los alumnos. Pero, al mismo tiempo, creo que un taller sirve como acelerador de ciertos procesos para un escritor, y es un acercamiento a la experiencia de la escritura, que es una herramienta única para cualquier persona, sea o no escritor. Yo creo que un taller de escritura es como el gimnasio: allí van los que quieren ser plusmarquistas olímpicos y los que quieren hacer algo de ejercicio para sentirse mejor. Es un espacio válido para ambos fines.
Creo que, entre unas cosas y otras, va ya para casi una década que anda uno en esto, y, bueno, supongo que sigo porque me ha servido para descubrir que uno es un buen profesor para el alumno que quiere aprender. Para el que no, no lo soy, esa es la verdad. No creo que mi función sea la de motivar. Esto no es una enseñanza obligatoria, y el que se acerca hasta ella lo hace porque quiere.
Y es bastante rentable, sí, de no ser así no habría el chaparrón de talleres que puede uno encontrar hoy en Madrid, por ejemplo. Otra cuestión sería hablar, largo y tendido, de la calidad de los mismos o, sin ir tan lejos, del motivo que los mueve: el dinero. En la mayoría de los casos se bordea, cuando no se cae, en la estafa prometiendo mentiras y halagando al ego de ingenuos y narcisistas.
M.M.A.: ¿Qué juicio te merece el panorama literario en España? ¿Puede hablarse de diferencias regionales? Por ejemplo: una ciudad literaria llamada Barcelona, otra llamada Madrid, un lugar o varios en el sur. ¿Cuáles son las tendencias y los debates?
A.J.M.: Yo no me siento demasiado a gusto con el panorama literario español. Me parece en líneas generales muy pobre. Hay algunas, pocas, excepciones, frente a una mayoría de autores muy prescindibles. Pero me temo que esto tiene que ver con una herencia bastante incómoda. En la transición se vinieron abajo una serie de valores y eso dejó un vacío enorme que ocupó, lógicamente, el mercado. Y uno de esos valores era el del valor social de la literatura y otro el del prestigio de la exploración artística. El resultado ha sido una literatura de mero consumo, dócil y previsible y, lo que es peor, ramplona y alejada de la realidad. Los únicos conflictos, por ejemplo, son sentimentales –parece mentira que lo diga yo con el libro que he escrito-, y no hay más. El triunfo de lo que se dio en llamar “nueva narrativa española” ha resultado ser, en realidad, el fracaso de la narrativa, de la literatura en general. Para que se entienda de un modo claro voy a poner un ejemplo que es, creo, paradigmático: los jóvenes que buscan la exploración artística se ven obligados a tener que rebuscar a un padre como Julián Ríos, que es un autor muy poco interesante, entregado a una idea de la ilegibilidad como único objetivo, algo absurdo. Los otros, los que buscan referentes sociales, tienen apenas a autores como Belén Gopegui o Rafael Chirbes, que son los únicos que se han atrevido a mirar la realidad que tienen a su alrededor, porque muchos de los que se presentan como “escritores comprometidos” o, abiertamente, de izquierdas, en realidad se pasan el día escribiendo novelones sentimentales ambientados en la república o en la Guerra Civil porque, claro, no van a disparar contra los poderosos que les dan premios literarios, les contratan como jurados o les encargan pregones de fiestas populares que les han permitido hacerse con un capitalito para vivir como burgueses. El perro no muerde la mano del amo, claro.
Yo disfruto más leyendo a autores de América Latina, y quizás por eso me siento más incardinado a esa tradición que a la puramente española. De todos modos, los autores con una edad cercana a la mía que me interesan (Julián Rodríguez, Mercedes Cebrián, Elvira Navarro y pocos más) son lectores asiduos, como yo, de autores latinoamericanos.
M.A.A.: ¿Qué posición toman los más jóvenes ante la tradición? ¿Cuáles son las voces entre ellos que te parecen más dignas de atención, y sus propuestas? ¿Y de los viejos, qué? ¿En qué foros debaten los escritores? ¿La prensa, la Internet?
A.J.M.: Bueno, yo creo que debate hay poco, muy poco, y el que hay es de tan escaso vuelo que casi se agradece que no haya más. Siempre pongo el mismo ejemplo: en España nadie te pregunta de qué trata tu libro, qué autores te interesan o qué piensas de la literatura, las preguntas son, todas, relacionadas con el mercado: qué editorial te publica, cuánto te han pagado, cuántos ejemplares han impreso, etc. No hay debate literario. Una batería de preguntas serias, como esta, tiene sentido, tan sólo en Internet. Son preguntas que están destinadas a un medio, ya sea una revista virtual o un blog donde no importa tanto el espacio y donde uno sí que puede explayarse y pensar en las respuestas con calma.
Los jóvenes en España, me temo, no se plantean el debate con la tradición, sino el cómo entrar en la fiesta, en el banquete donde se reparten ediciones, páginas de suplementos y elogios correspondidos o por corresponder, nunca sinceros y desprendidos. Así que cada vez me interesa menos, la verdad, la vida literaria. Por fortuna, sí que tengo amigos, que en algunos casos son gente del mundillo, pero con los que trato como amigos y nada más, en algunos casos jamás hablamos de libros. No me interesa qué piensan los jóvenes con relación a nada. Me interesa lo que piensan algunos autores. Y esos autores son, como ya he dicho, Julián Rodríguez, Mercedes Cebrián, Elvira Navarro y, por ejemplo, Martín López-Vega o Félix Romeo. Pero ya te digo que muy poco más. Hay cosas que me han parecido muy interesantes, como el libro Tiempo de memoria de Marcos Giralt-Torrente, o Asuntos propios de José Morella. En general encuentro cosas mucho más interesantes en las literaturas mexicana, argentina, chilena o uruguaya que en la mía, la verdad.