sábado, 15 de octubre de 2016

Bicicletas





para Ricky
para Wandi


El tramo de carretera es corto, apenas nueve kilómetros. Sin embargo, está tan lleno de seres y de cosas que las distancias se alargan. La densidad nos reduce a la escala de las hormigas.
Benjamín Joubert se acuesta de madrugada, cuando la cama invita. Las noches son para meditar sin las fronteras que el sol impone, alumbrando la dureza de los objetos acumulados en el patio del solar. (Llaman la atención los talleres de las barriadas. Abundan, pero siempre asombran. Parecen de otra era de la máquina y de la mano). El cobertizo donde Joubert hace mecánica es un techo rectangular largo. Cubre una hilera de vehículos estacionados, restaurados o en  reparación. Sobresale una guagua Toyota roja con una maniquí rubia sentada al volante. Es la novia de Benjie, según Iris Valentín. Iris es la novia humana de Benjie, su compañera desde hace treinta años.
Al fondo hay un tractor que Benjamín reparó y usó para rellenar el terreno pantanoso donde construyeron la casa. El patio se divide en espacios: el lugar del tractor, el cobertizo del taller de mecánica, la zona de los gallineros, el estanque de los patos, la tala de yuca. A veces se mezclan las aguas que dividen los espacios. En el de los carros hay una mesa de billar y un estante con cuatro volúmenes de la Enciclopedia Británica y uno de la Illustrated Encyclopedia of Sciences. 
Viven en la Calle del Pescado, un sector del barrio Mosquito, comunidad estrecha,  larga, interrumpida a trechos, que se formó al costado del mar. Iris nació en la barriada Blondet, pero se crió en Massachussets.Cuando Iris y Benjamín se juntaron, dice ella, la casa era pequeña. Entre los dos la ampliaron. Ahora tiene dos pisos y una sala grande con techo de cinc. La sala es cerrada y calurosa, los muebles de madera tapizados con tela de motivos florales; a un costado un piano eléctrico, y más allá, sobre un librero, una guitarra.
Supimos de Benjamín por el sorprendente comentario de un amigo. En toda la casa, en todas las habitaciones, en los pasillos y en los armarios hay bicicletas, nos dijo. Exageraciones, si cabe exagerar lo que ya es excesivo. Hay un espacio dedicado a las bicicletas, un salón que recuerda lo que en casas de urbanización sería el family room, con losas italianas esmaltadas. Las bicicletas ocupan ese cuarto, y son incontables, azules, rosadas, amarillas. Habrá medio centenar de bicicletas alineadas casi todas en la misma dirección, con alguna en diagonal
Las alas no son de uso común. Desde que en el relato mitológico se derritieron aquellas alas, volar es lujo de extravagantes. La bicicleta sí es casi universal. Forma parte de una experiencia infantil prodigiosa, cuando alguien nos soltó, y supimos que sabíamos correr en equilibrio. Son máquinas humanas, no tanto por ser réplicas antropomorfas, como por el remoto reflejo de las piernas en el invento más antiguo de las civilizaciones humanas. Curioso que sean modernas, que en lugar de encontrarlas en todas las culturas de la rueda, su invención sea posterior a la revolución industrial. Para que existiera la bicicleta la técnica de construcción de caminos evolucionó, y dio paso al rodaje sutil de las ruedas.
En las filas de bicicletas se destaca la marca Schwinn: el monograma de la S, o pétalos de flores en los sillines; manubrios decorados con colas de zorra, recios timbres de mano. Del techo cuelgan cuadros de bicicletas de tamaño uniforme. Benjamín compra las costosas piezas originales, restaura las bicicletas, y las vende a quien quiera y pueda pagar lo que pide por ellas. Yo las vendo, pero nadie las compra, dice.
¿Adónde van las ideas,  las ilusiones, la mano, cuando algo se pone en venta y nadie lo compra? Reparar no es una práctica económica. Cuestan la tela del billar, las piezas de las bicicletas y de los automóviles. En la región de Walmart y Home Depot, con su aura de solidez en lo barato, con la marca del trabajo escondida, recuperar, renovar, restaurar, es problemático, porque el menos hábil se cree capaz. “Puedo tener oro de los españoles y no sé qué hacer con él“, escucho que dice Joubert.
En cada barrio hay creadores, artistas e inventores. Él prefiere llamarse ingeniero sin licencia.

 Debemos la visita de hoy a un golpe de suerte. Tomábamos fotos de un negocio que en ciertos días de la semana está abierto, el cafetín El Oasis. Un hombre corpulento, entrado en años,  nos vio desde lejos y se acercó.  Dijo que era el dueño de El Oasis y de la casita abandonada que está al lado del cafetín. Le han robado, por eso vigila. Le mencioné el nombre de Benjamín como si se tratara de una contraseña. Es mi vecino, nos dijo, y nos llevó a una casa no muy distante.  Entró en la casa y salió en compañía de Iris. Sí, dijo ella, Wanda me habló de ustedes.
Benjamín, atrapado, nos recibe. Iris lo saca de la cama, nos dice que se acuesta tarde porque la noche es para el desvelo de tantos proyectos empezados o imaginados.
Benjamín nos pregunta si hemos vivido fuera del país y cuántos años.  Yo también hago preguntas, dice.  Es para saber qué se perdieron en los años que no vivieron en la isla. Él lleva cuarenta años en la comunidad, la conoce “por condición geológica”.
Menciono la desaparecida línea de guaguas entre Guayama y Cayey. Para subrayar el sentido de la pérdida, Joubert encuentra la palabra ajustada: “era algo clásico, que no debió haberse extinguido”. Se detenía sin paradas fijas, donde se encontrara el pasajero. Era una excursión subir de la mórbida plaza de Guayama a la meseta cayeyana, visitar la barriada El Polvorín, con sus cafetines y casitas enlomadas.
Tiene muchas cosas en mente, entre ellas un libro que narre la historia de la comunidad, sus necesidades. Pero incluso hacer un libro implica un repaso infinito de telas que cortar, cuando ya se tienen 66 años y lo que no es poesía se organiza en series de  relatos, esa forma que da a lo extinto peso de realidad.
Quizás la desaparición de las guaguas entre Guayama y Cayey, abandonadas por el último dueño, se relaciona con otro proyecto descartado por la historia. Los federales, que todo lo controlan, querían construir un túnel entre Cayey y Guayama. Lo dice sin notar mi asombro. Querían sacar oro de las montañas, que no se han explotado, y ese túnel sería luego de uso común. El gobierno no aprobó el proyecto (difícil concebir que el gobierno de Puerto Rico no aprobara un proyecto de los federales). El proyecto no pasó de la fase especulativa pero el oro debe estar ahí, en esas montañas que no se han explotado. “Lo del túnel”, dice, sellando el caso, “fue una propuesta efímera, sin un fundamento sólido”.
"Nosotros los puertorriqueños, estamos atrapados como en una prensa de carpintero, y no sabemos adónde ir. Unos amigos árabes dicen que el mundo es de los judíos, que son los jeques del petróleo y los dueños de mundo.”
Pero el mundo realmente es de los federales, porque si hay un jueyito o un carey no se puede hacer nada. Un juey vale más que un ser humano, según Joubert. Quieren sacar a los vecinos de la zona del mangle. En otros países se comen las tortugas y después aprovechan el carapacho para hacer peinillas. Aquí no se puede, lamenta. Y añade que la Calle del Pescado es producto de un rescate de terrenos que  pertenecían a la familia González Rodríguez. Ahora es peor, porque los terrenos del frente los compró la Monsanto. ¿Ustedes saben lo que es la Monsnato?, dice nada que hacer.  Estos son terrenos inundables, pero la solución es imposible porque no hay voluntad.
¿Cómo se forma un hombre que hace cosas, cómo aprende el arte de dar forma a las cosas? Mientras tomamos un café dulce,  Joubert nos habla de su niñez.  Fue el sexto de dieciséis hermanos, hijos de Herminia Agront, una madre constante, pero débil de carácter e incapaz de defenderse ante el marido, un tipo enorme que abusaba de ella. Faltaba una figura que velara por los niños y  fuera “suplidor”. Comían tierra. Cuando uno de los niños enfermaba, ella no tenía con quien dejar a los otros quince. La acompañaban todos al hospital, una caminata larga desde un sector llamado Hoyo Inglés, en una calle llamada Las Flores. En aquella casa no se comía carne. A los doce años él se dijo que haría lo que fuera para comer carne.  Como el hambre es la madre de la invención empezó a mirar el mundo para ver cómo están armadas las cosas. Empezó, dice, por la “creatividad visual”. “El maltrato hace que uno genere su mente.”
Joubert comparte los hallazgos de sus desvelos nocturnos.  El deseo de comer carne es puro. Cuando se sacia, el sobrante conduce al exceso, al desorden. Joubert repara objetos y las pone en venta, pero las cosas que rescata no encuentran compradores. Es un acumulador de capital sentimental. Quisiera tener menos, sus obras lo asfixian, aspira a un ascetismo imposible. Según él “la virtud debe ser inventar para sobrevivir”, no para acumular. De todos modos lo que tenemos es “la ilusión de la creación”.  El exceso se paga, es una carga.





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