para Armindo Núñez Miranda
Se cocinan al
caldero: de coco, de piña, de ajonjolí. Nuestra madre prefería el sabor amargo del dulce de naranja, hecho con azúcar, clavo,
canela y las cáscaras de la fruta.
Sobre
los mostradores de los colmaditos reinaban las tiernas trampas de la niñez. Cuando
pasé un año en Cayey con mis abuelos,
los bombones competían con el arte de la batea jíbara: Mary Janes, paletas, chocolatitos fabricados en el
“company town” de Hershey, Pennsylvania,
adonde muchos años después íbamos de paseo con mi hermana y los niños. En
nuestra diaria ronda de comercios, mi abuela
y yo nos deteníamos en la tienda de don Cando, que vendía bombones guardados en
frascos de cristal en forma de barriles con tapas de rosca. Los de
frambuesa eran rellenos. Nunca entendí la razón de ser de los de
menta. Los redondos y duros de uva, de limón, esas exquisiteces de “hard candy”,
se fabricaban en el sur, no muy lejos de la central Mercedita, en la Ponce Sugar
Candy. Ya no existe la industria
puertorriqueña de bombones, pero queda el edificio de la Ponce Sugar, de
artística fachada art deco. Cuando viajábamos en automóvil a Ponce,
reconocíamos el nombre y le insistíamos,
a mi abuelo – que no nos complacía, porque quién le hace caso a los insanos
caprichos de los niños– que se detuviera allí para visitar las entrañas del
placer y comprar una caja de delicias.
Bombones aparte, ¿cómo no elogiar los dulces secos, acaramelados,
hechos al caldero, sobre fogón de leña, sin desmerecer los flanes que, además
de incluir ingredientes de lujo para el pobre,
como leche, huevos, y vainilla, exigían un control sutil de temperaturas? La
fabricación de dulces fue una pequeña industria de la precaria economía doméstica.
(De camino
a Aguirre ojeo el libro de Elizabeth K. Dooley, The Puerto Rican Cook Book. La costumbre de leer en el carro es más
vieja que la memoria. Solo que entonces no se podía leer, se mareaba una
leyendo. El calor de los carros sin aire acondicionado, las transmisiones
radiales, tediosas, de juegos de pelota. Cuando viajábamos las dos familias el carro iba lleno, y mi
hermana y yo no podíamos pelearnos a patadas y arañazos, así que sustituíamos las feroces agresiones inocentes por un juego despreciable. Veíamos ruinas de casas. Yo le decía “esa es tu casa,
Mili". Ella también me regalaba casitas en ruinas).
Di con el
libro de Mrs. Dooley gracias a un
personaje puente: Muna Lee, poeta y diplomática, primera esposa de Luis
Muñoz Marín, una de las mujeres que encontraban guapo a Muñoz. Escribo Mrs. Dooley porque así se la conocía
en la casa de otra amiga, Madeline Colón Terry. Mrs. Dooley debe haber sido la anfitriona más generosa de la
colonia de americanos residentes en la isla, los “continentals” que en algún viaje al sur de seguro cenarían en la casa grande de Aguirre. Mrs. Dooley
le reconocía la maternidad de su cultura culinaria a Isabel, una cocinera negra
nacida en St. Christophers, St. Kitts y residente, desde niña, en Puerto Rico.
Su recetario tiende redes azucaradas y un tsunami de manteca de cerdo hacia la
cocina de las islas.
La adicción
pueril a los dulces deja trazar una ruta literaria desde
el valle de Cayey hasta el frío puerto de Salem. En The House of the Seven Gables, de Hawthorne, la dama venida a menos tiene un cliente estrella,
el niño que le compra galletas de
jengibre. El jengibre fue uno de los
principales productos de la economía de contrabando en Puerto Rico, según
dictan las historias. También figura en la tradición culinaria de los dulces de
batea, si bien el coco es rey sin par. En “Tirijala”, el cuento emblemático de
Miguel Meléndez Muñoz, el maestro español se acerca a los niños nativos con
curiosidad y simpatía, se llena las barbas de azúcar y establece una equivalencia entre el carácter maleable del pueblo y el dulce pegajoso que se deja estirar.
Azúcar,
sustancia adictiva. Azúcar y opio. Comprar, cuando algún dinero sobre, The Oxford Companion to Sugar and Sweets,
con prólogo de Sydney Mintz y Sugarlandia
Revisited: Sugar and Colonialism in Asia and the Americas, 1800-1940, con ensayos de Mintz y de Juan
Giusti Cordero.
No hay comentarios:
Publicar un comentario