Puerto Rico, frontera donde la realidad ha sido siempre más frágil que
los cuentos, es un caldo de cultivo de ficciones. Cuando los pobladores de una
isla no deciden lo que entra y sale de ella, no fabrican los objetos que les
rodean, no conocen ni entienden el origen y el sentido de las acciones que
determinan sus vidas, la percepción de las cosas bordea la magia y florece el
caos. Todo, desde
cruzar una calle hasta escribir una novela, se hace con la sensación de
encontrarse en un espacio ingobernable y
providencial. El contrabando sigue siendo un arte de la desobediencia, pero en su versión actual, donde priman las transacciones
inmisericordes del narcotráfico, carece de la mutualidad
que en sus ensayos el escritor Wilson Harris atribuía a los intercambios
interculturales respetuosos.
Nunca fuimos puros, sino
criaturas del trasplante, del injerto y el bricolaje, y quizás por eso existimos.
Lejos de mis capacidades intentar una interpretación del “carácter nacional,”
pero, aunque no hemos carecido de héroes en el sentido histórico, intuyo que si
todavía se puede pensar la existencia de un pueblo puertorriqueño, vale
atribuirla a la tenacidad de unos afectos colectivos evasores de la supervisión
y la vigilancia del Estado. La lógica esquizoide del Estado, constituido por criterios
burocráticos desarraigados, subordinados a las directrices del aparato imperial
y carentes de solidaridad, se presta más para
destruir familias y comunidades que para protegerlas.
Tampoco forman lazos de afecto
colectivo los currículos escolares domesticados. La persistencia de nuestros afectos,
que tal vez salten generaciones, a la manera de ciertos rasgos genéticos,
quizás se acerque a formas casi silvestres de organización social que hicieron
cultura en épocas anteriores a los siglos XVIII y XIX. Esas formas cimarronas,
clandestinas, venturosamente invisibles, no se recogen a profundidad en los
archivos institucionales. No han dependido nada más que del aire (precariedad y
cariño) y del retorno cíclico de migrantes a un pequeño hábitat familiar,
incluso de un deseo de no
dejar de existir, un poco por la
exclusión de que hemos sido objeto, y que nos asigna un espacio antagónico,
cuando no un vacío, en el imaginario del otro. La misma fragilidad se empeña en
la negación y la desmemoria. La historia de los puertorriqueños es tan dolorosa
que no sorprenden los intentos de hacer borrón y cuenta nueva. Para no
perpetuar el engaño, conviene descifrar lo que esconden las tachaduras.
La mayor perversidad del
colonialismo ha sido reducirnos al abyecto papel de ser sus víctimas, cómplices, pacientes e
imitadores. Habría que reabrir esa trama absurda escrita por la Agencia Central
de Inteligencia para conocerle bien las entrañas y entrar y salir de ellas.
Habría que curarse de la locura que consiste en decretar la locura y la inferioridad
del otro, y mirar con apasionado interés la vida que nos rodea y nos habita,
hasta que lo familiar nos parezca extraño. Habría que desconfiar de la
existencia de Inglaterra, pero sobre todo de la solidez de la propia existencia,
ese no ser sumido en encierros mentales y físicos.
(Pasaje de Somos islas, ensayos de camino: Editora Educación Emergente, 2015).
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