Tierra de nadie
Antes de borrar el mundo, Carmen Goldblum aceptó la última misión de su carrera. Su jefe no la presionó, ella misma había insistido en el viaje final, quién sabe si con la intención de estrenar placeres solitarios en uno de los escenarios de sus pesadillas.
Lo de los placeres solitarios era un capricho. Cuando llegó a su destino se dio el lujo de estrenar dos: admirar la viscosidad de su piel en el pliegue del codo; observar a través de la ventana de la caseta un paisaje de cartilla infantil: bajo un árbol monstruoso se alzaba una tela marrón estirada sobre cuatro varas de la misma altura. Un viejo con camisa morada y sandalias custodiaba la frágil estructura y al niño en sombras. Desde el amanecer se les iban acercando algunos hombres, muchas mujeres y hormigueros de infantes esqueléticos en una fila cerrada que levantaba una nube roja, pero a las doce sólo quedaban unos cuantos refugiados. Imposible fijarse en las colinas que el sol castigaba, todo dormía en la luz cegadora, menos las moscas.
Carmen usaba binoculares sin depender demasiado de ellos. Confiaba más en los olores, en los sonidos y silencios. Siguió redactando el informe, una mano sobre el teclado de la laptop y la otra empeñada en espantar moscas y evitar que se le asentara la mugre en la cara sudorosa.
“Al Programa llegó la noticia de una actividad anormal en la frontera entre Kenia y Tanzania, en una franja larga y estrecha que es tierra de nadie, zona de amortiguamiento donde se levanta un campamento de refugiados. Un habitante del territorio sin dueño solicitó ingreso en la Organización de las Naciones Unidas, exponiendo un solo motivo para el reclamo: si esta tierra de nadie fuera un país, al menos tendría el peso de la realidad. Mi misión consiste en evaluar los méritos de ese posible país.”
Qué lenguaje Carmen, dijo en voz alta. Por suerte pronto te dedicarás a sembrar lirios y a pintarte las uñas de los pies.
Pensando en uñas pintadas sintió un vacío en el estómago. A esa hora su única hija estaría vendiendo esmaltes de uñas, en una tienda desoladoramente enorme, en un centro comercial de New Jersey. Se llamaba Alicia y no aspiraba a fundar un país; sólo atendía un puesto de cosméticos, de sábado a miércoles, entre las diez de la mañana y las tres de la tarde. Carmen no la había entendido nunca, ni siquiera cuando siendo una madre soltera la llevaba en el vientre. En contraste con el misterio que le oponía su propia carne, sabía muchas cosas sobre los mercados del mundo.
Cuando era niña y tía Ramona la llevaba al mercado sabatino improvisado en Union Square, Carmen se preguntaba cómo los vendedores podían desprenderse de sus tomates y cebollas, sin saber que aquellos frutos no eran producto de cuidados amorosos, sino de las secreciones impersonales de máquinas y abonos. La otra tía, la hermana del padre, la llevaba a los mercados cercanos a Princeton, donde vivía con su marido, un físico nuclear. En las ferias princetonianas se vendían cebollas, antigüedades, candiles, retratos de tías anónimas. Tanto le intrigó la venta de cebollas mezcladas con recuerdos familiares, que se hizo especialista en mercados.
Carmen guardaba los retratos de sus tías en una cadena colgada al cuello. No hubiera sido capaz de venderlos, no podía darse el lujo de prescindir de aquellas minucias; no la bendecían la armonía genética ni la complicidad familiar de quienes se enfrentan a la locura y organizan el horror armados de un puñado de recuerdos infantiles.
Se levantó. Hacía demasiado calor para escribir. Le gustaba contrarrestar los ardores del sol con la ingestión de bebidas abrasadoras. Derramó agua hervida sobre una bolsita de orange pekoe, abrió una silla plegadiza bajo el toldo de la entrada de la caseta y se sentó, taza en mano, pensando en Bob Schiller. No había pasado una semana desde el encuentro en la terraza del hotel donde la arqueología del África victoriana revoloteaba en las notas transparentes del instrumento musical de la región, el mbira.
Bob era un “old Africa hand”, etiqueta de rancia ingenuidad imperialista. Alto, escapado de un cuento de Hemingway, se emborrachaba con ginebra entre iniciativas burocráticas de la Fundación Ford. Carmen era de baja estatura, una herencia de ambos padres, el judío neoyorquino y la puertorriqueña de Santa Isabel. Ante el cuerpazo de Bob, que al cabo de dos tragos se calentaba como un inmenso B-52, le costó atenerse fríamente a lo que el “old Africa hand” narraba con su voz profunda, sutilmente irónica. Sí, en Nairobi se sabía de las pretensiones del viejo de tierra de nadie, su loca ambición de fundar un país, sus ínfulas de comerciante, aunque Bob ignoraba lo que allí se vendía. Había visto el tinglado del anciano y el niño en ocasión de una visita a los campamentos de refugiados, en la ruta del lago. “Es una región bellísima, tengo que llevarte”, dijo.
Ella no le comentó que ya había solicitado los servicios de un guía nativo, ni lo despertó al día siguiente, cuando se liberó del abrazo del hombre entre sábanas sudadas.
El guía la ayudó a armar la caseta en la ribera del lago, a unos pasos de la frontera. Se fue prometiendo regresar a los dos días. Cuando la dejó sola Carmen se distrajo en la tarde silenciosa con la emoción de quien palpa una realidad que sólo ha conocido a través de los libros.
Notó que el viejo recibía objetos de manos de los refugiados, los metía en la cavidad abierta en el tronco del árbol y autorizaba la entrada de los donantes. Entonces las mujeres y los hombres, doblándose hasta la cintura, se escurrían bajo la tela marrón, se sentaban junto al niño y le hablaban al oído.
La cavidad en el tronco del árbol parecía un dibujo anatómico, un tajo practicado desde la barbilla hasta el diafragma. Aunque estaba lleno de obsequios, siempre había lugar para uno más. La mugre de aquellos presentes impregnaba la carta que había llegado a las Naciones Unidas, con la textura borrosa de un billete de país pobre, gastado como un puñado de tierra, y fue bajando de niveles en la metódica ruta del abandono, cuyo punto de partida era la Secretaría General, hasta el escritorio de la especialista en mercados más antigua del Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo. La firmaba Francis Moloi, Veterano de Cien Guerras y Presidente de Tierra de Nadie.
Carmen decidió alterar sus métodos habituales. En vez de espiar por los binoculares o solicitar formalmente una entrevista, llegaría como una clienta más, sumada a las legiones de niños esqueléticos.
Apagó el abanico; se desnudó. Se olió los sobacos, los limpió con toallas desechables. Escogió un sombrero de alas anchas y unas sandalias adornadas con flores para enmarcar su vestido de gala, un traje de algodón con estampado de lirios rojos.
Pareces un jardín, se dijo mirándose en el espejo de mano. Cruzó la frontera saludando al guardia que se había acostumbrado a la mujer madura y bajita, alojada en una caseta identificada con la bandera de las Naciones Unidas, donde tomaba el té como una inglesa.
Ya olía los cuerpos, ya sentía el murmullo de las sangres, ya estaba muy cerca, cuando notó que el viejo usaba espejuelos redondos con montura de metal. Iluso. Si el caso se planteara ante la Asamblea General de las Naciones Unidas podría interesar a algún periodista dotado de imaginación para urdir una nueva utopía desechable. Sobre Tierra de Nadie descenderían los placeres del capitalismo seductor, derribarían el árbol para edificar un MacDonalds, construirían sobre el polvo rojo un mall largo y estrecho, establecerían fundaciones y agencias caritativas, desterrarían al presidente fundador, y Francis Moloi acabaría sus días de millonario exiliado jugando a la ruleta en Las Vegas.
Había pocos cuerpos en la fila. Madres niñas; hijos niños que no parecían niños sino aperitivos para la muerte. Le avivaron el recuerdo con un reflujo nauseabundo. Había presenciado incontables escenas parecidas. Pisando los talones de las guerras llegan las reconstrucciones, anunciadas por toda suerte de iniciativas humanitarias. Escoltada por técnicos y asistentes de la Cruz Roja, entraba Carmen en las aldeas, en los pueblos, en las ciudades recién masacradas por hombres de gafas oscuras, armados de machetes o armas de fuego. El silencio de aquellos asentamientos que habían pasado sin remedio de la vida a la destrucción dolía tanto como los pasos de los niños que no dejan ni un suspiro en prueba de su tránsito por la piel de la tierra. Los cadáveres enamorados de las moscas exigían la clemencia de un entierro.
En su memoria Carmen se desvía hacia una capilla de puertas abiertas. Sobre el altar, un sacerdote en descomposición, incompleto. Un brazo encajado en un florero de alabastro saluda graciosamente en dirección al púlpito, donde la cabeza boquiabierta se ilumina con una vela pascual prensada entre los dientes erosionados.
La escena del sacerdote desmembrado cifraba una minúscula versión de otra matanza en un país donde la cifra de habitantes muertos superaba la de los vivos. En aquel país no vio un cadáver completo, sólo brazos arrancados de sus omoplatos, cráneos apilados como cocos, ojos extirpados de sus cuencas y estrellados en la tierra arisca, lenguas apacibles, riñones que parecían desechos de la sección de carnes congeladas de un supermercado. No había sido una matanza premeditada, quizás por eso los verdugos descuartizaban los cadáveres de sus vecinos, para borrar la hostilidad de sus miradas, el recuerdo de sus voces. A la analista le tocó poner un poco de orden en el ojo de las atrocidades. Se convirtió en una máquina de contar cantos de cuerpos que luego se enterraban en fosas comunes excavadas con máquinas. Recordaba el comentario cínico del médico que la asistía, qué desperdicio, tantos riñones, hígados y corazones trasplantables.
La madre que la seguía en la fila tenía deformes los dedos de los pies. Carmen dejó que ella y su hijo se adelantaran. Antes de desvanecerse en el horizonte, la mujer se desahogó en los oídos de la criatura que seguía inmóvil, sentada bajo el toldo.
Cuando llegó el turno de Carmen, el viejo la saludó, ceremonioso. Francis Moloi lucía un diente de oro cuya permanencia denotaba la astucia de un sobreviviente. Su dialecto híbrido se le metió en la conciencia con la pesadez de un sedante.
–Ya era tiempo de que llegara, antes de que la guerra nos devore. La veo en sus ojos, usted la trae en los ojos, en la ropa, en los dientes. Despójese de ese perfume sangriento. Cuéntele todo. Deje algo en prenda para que sus recuerdos se queden aquí y no la sigan. Cuando termine la guerra, esa guerra que no la deja dormir, vuelva por ellos.
Desde el tronco abierto, los objetos pobres, los pedazos pulidos de vidrio, los restos de biblias quemadas, los tapones de cantimploras, le hablaron con limpieza. Sin darse cuenta de lo que hacía, se quitó el sombrero, metió dentro el relicario con los retratos de sus tías y abandonó las prendas en manos del viejo sobreviviente. De inmediato dobló la cabeza y entró en el espacio de las confesiones, sintiendo en la garganta la inminencia de un desahogo. En sus viajes de ida y vuelta al mundo del insomnio se le había ido ocurriendo una cura radical, un remedio insuperable para llenarse de paz y buen dormir: olvidarlo todo, menos cinco cosas, una por cada continente. De su memoria dilatada saldrían las alturas de Guatemala, los barrios de Dublín, las colinas de Ruanda, las calles arruinadas de Bagdad. En su memoria reducida cabrían las menudencias más absurdas. De Asia Menor retendría unos versos atribuidos a la fantástica al-Khansa, una mujer improbable; de Oceanía la palabra Atnwengerrp; de Europa la mitad de un toro que había visto colgando en un mercado primitivo. Del continente propio guardaría varias escenas polvorientas de una visita al país de su madre. Casas pintadas de rosa y verde. Cabras, canales de riego. En la esquina, una frase musical: la canción de mis recueerdooos.
De vuelta a casa, mientras enterraba bulbos de lirios en el jardincito del Bronx o preparaba la cena de Acción de Gracias sin perder la esperanza de que Alicia la visitara, recordaría el desenfreno de su corazón al momento del acercamiento. El pozo de las confesiones no era un niño, a pesar de su tamaño, ni un pigmeo, con todo y sus arrugas, ni una criatura espacial, no obstante su palidez verdosa. Olía como la desaparición de ciertos insectos que mueren liberando el espíritu ponzoñoso. Carmen le habló sin respirar, furiosamente, mientras él o ella, que a pesar de su gracia no era muchacho ni muchacha, trazaba letras claras y redondas en la penúltima página de un cuaderno forrado con una tela sucia.
Antes de cruzar la frontera Carmen se despidió del relicario de las tías. Al día siguiente el guía taciturno vendría a buscarla, pero no se daría cuenta de su estado. Y es que nadie se fija en nadie, en ninguna parte. Nadie lee entre las líneas de los informes ni espía los silencios.
Francis Moloi sabía que para sobrevivir bastan cinco recuerdos y un lugar donde guardar el resto, pero no entendía de mercados. Para protegerlo de su inocencia y amparar aquella tierra donde había dejado un buen caudal de atrocidades, a Carmen se le ocurrió mentir en su informe. Entre la siembra de bulbos y el corte del pavo vuelve a verse en la caseta, encendiendo la laptop, escribiendo tres oraciones, enviándolas: “No hay un país más frágil que esta Tierra de Nadie. No recomiendo su admisión. Sin embargo, aunque carezca de recursos para unirse al concierto de las naciones civilizadas, es acreedora al rango de pueblo pendiente”.
Qué dicha sembrar lirios y pensar que pronto recuperará el sueño tranquilo, cuando logre rasparse el polvo de la última pesadilla. Porque, en honor a la verdad, de nada le han servido las sesiones con la psiquiatra, de nada las curas radicales del olvido. Sigue atormentándola un sueño. A veces, ante la monotonía de sus noches de una sola pesadilla, echa de menos la multitud de despojos acumulados en una vida transeúnte por los mercados del mundo.
En su única pesadilla, Carmen habla con Alicia y las tías, un solo lenguaje indefinible. Incautas, juran que la felicidad es aquel diálogo entre mujeres discordantes, alentado por la amistad de Francis Moloi, todo un banquero de la pobreza. Y, en efecto, así sería si el paraíso fuera como lo pinta la esperanza.
En el sueño, las mujeres se repliegan de pronto, abrazándose. Les sorprende que alguien se acerque, anticipan la repetición de algo desagradable. No entienden el gesto del hombre de gafas oscuras, pero siempre gritan cuando el árbol recibe una ráfaga de disparos.
Qué raro, piensa Carmen. Éste ya no es el árbol de los obsequios. ¿Qué pasó?, pregunta. Alguien comenta que el mundo anda mal, que la especie humana se extingue, que afortunadamente es domingo, hace frío y no hay nadie en la calle. Entonces la despierta el silencio. Cuela café, revisa el catálogo de una compañía que vende bulbos de lirios, trata de alejar un temblor de añoranza. Abre las páginas del periódico en la sección de viajes, repara en la imagen de unas casas pintadas de rosado y verde, bajo la sombra de un árbol que refresca la figura de un vendedor de cocos, sólo que en lugar del negro folclórico se trata de un hombre blanco y altísimo, con la mirada oculta por unas gafas oscuras, sentado junto a una mesa de cuya superficie sobresale una hoja cortante para mondar las cáscaras.
Lo de los placeres solitarios era un capricho. Cuando llegó a su destino se dio el lujo de estrenar dos: admirar la viscosidad de su piel en el pliegue del codo; observar a través de la ventana de la caseta un paisaje de cartilla infantil: bajo un árbol monstruoso se alzaba una tela marrón estirada sobre cuatro varas de la misma altura. Un viejo con camisa morada y sandalias custodiaba la frágil estructura y al niño en sombras. Desde el amanecer se les iban acercando algunos hombres, muchas mujeres y hormigueros de infantes esqueléticos en una fila cerrada que levantaba una nube roja, pero a las doce sólo quedaban unos cuantos refugiados. Imposible fijarse en las colinas que el sol castigaba, todo dormía en la luz cegadora, menos las moscas.
Carmen usaba binoculares sin depender demasiado de ellos. Confiaba más en los olores, en los sonidos y silencios. Siguió redactando el informe, una mano sobre el teclado de la laptop y la otra empeñada en espantar moscas y evitar que se le asentara la mugre en la cara sudorosa.
“Al Programa llegó la noticia de una actividad anormal en la frontera entre Kenia y Tanzania, en una franja larga y estrecha que es tierra de nadie, zona de amortiguamiento donde se levanta un campamento de refugiados. Un habitante del territorio sin dueño solicitó ingreso en la Organización de las Naciones Unidas, exponiendo un solo motivo para el reclamo: si esta tierra de nadie fuera un país, al menos tendría el peso de la realidad. Mi misión consiste en evaluar los méritos de ese posible país.”
Qué lenguaje Carmen, dijo en voz alta. Por suerte pronto te dedicarás a sembrar lirios y a pintarte las uñas de los pies.
Pensando en uñas pintadas sintió un vacío en el estómago. A esa hora su única hija estaría vendiendo esmaltes de uñas, en una tienda desoladoramente enorme, en un centro comercial de New Jersey. Se llamaba Alicia y no aspiraba a fundar un país; sólo atendía un puesto de cosméticos, de sábado a miércoles, entre las diez de la mañana y las tres de la tarde. Carmen no la había entendido nunca, ni siquiera cuando siendo una madre soltera la llevaba en el vientre. En contraste con el misterio que le oponía su propia carne, sabía muchas cosas sobre los mercados del mundo.
Cuando era niña y tía Ramona la llevaba al mercado sabatino improvisado en Union Square, Carmen se preguntaba cómo los vendedores podían desprenderse de sus tomates y cebollas, sin saber que aquellos frutos no eran producto de cuidados amorosos, sino de las secreciones impersonales de máquinas y abonos. La otra tía, la hermana del padre, la llevaba a los mercados cercanos a Princeton, donde vivía con su marido, un físico nuclear. En las ferias princetonianas se vendían cebollas, antigüedades, candiles, retratos de tías anónimas. Tanto le intrigó la venta de cebollas mezcladas con recuerdos familiares, que se hizo especialista en mercados.
Carmen guardaba los retratos de sus tías en una cadena colgada al cuello. No hubiera sido capaz de venderlos, no podía darse el lujo de prescindir de aquellas minucias; no la bendecían la armonía genética ni la complicidad familiar de quienes se enfrentan a la locura y organizan el horror armados de un puñado de recuerdos infantiles.
Se levantó. Hacía demasiado calor para escribir. Le gustaba contrarrestar los ardores del sol con la ingestión de bebidas abrasadoras. Derramó agua hervida sobre una bolsita de orange pekoe, abrió una silla plegadiza bajo el toldo de la entrada de la caseta y se sentó, taza en mano, pensando en Bob Schiller. No había pasado una semana desde el encuentro en la terraza del hotel donde la arqueología del África victoriana revoloteaba en las notas transparentes del instrumento musical de la región, el mbira.
Bob era un “old Africa hand”, etiqueta de rancia ingenuidad imperialista. Alto, escapado de un cuento de Hemingway, se emborrachaba con ginebra entre iniciativas burocráticas de la Fundación Ford. Carmen era de baja estatura, una herencia de ambos padres, el judío neoyorquino y la puertorriqueña de Santa Isabel. Ante el cuerpazo de Bob, que al cabo de dos tragos se calentaba como un inmenso B-52, le costó atenerse fríamente a lo que el “old Africa hand” narraba con su voz profunda, sutilmente irónica. Sí, en Nairobi se sabía de las pretensiones del viejo de tierra de nadie, su loca ambición de fundar un país, sus ínfulas de comerciante, aunque Bob ignoraba lo que allí se vendía. Había visto el tinglado del anciano y el niño en ocasión de una visita a los campamentos de refugiados, en la ruta del lago. “Es una región bellísima, tengo que llevarte”, dijo.
Ella no le comentó que ya había solicitado los servicios de un guía nativo, ni lo despertó al día siguiente, cuando se liberó del abrazo del hombre entre sábanas sudadas.
El guía la ayudó a armar la caseta en la ribera del lago, a unos pasos de la frontera. Se fue prometiendo regresar a los dos días. Cuando la dejó sola Carmen se distrajo en la tarde silenciosa con la emoción de quien palpa una realidad que sólo ha conocido a través de los libros.
Notó que el viejo recibía objetos de manos de los refugiados, los metía en la cavidad abierta en el tronco del árbol y autorizaba la entrada de los donantes. Entonces las mujeres y los hombres, doblándose hasta la cintura, se escurrían bajo la tela marrón, se sentaban junto al niño y le hablaban al oído.
La cavidad en el tronco del árbol parecía un dibujo anatómico, un tajo practicado desde la barbilla hasta el diafragma. Aunque estaba lleno de obsequios, siempre había lugar para uno más. La mugre de aquellos presentes impregnaba la carta que había llegado a las Naciones Unidas, con la textura borrosa de un billete de país pobre, gastado como un puñado de tierra, y fue bajando de niveles en la metódica ruta del abandono, cuyo punto de partida era la Secretaría General, hasta el escritorio de la especialista en mercados más antigua del Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo. La firmaba Francis Moloi, Veterano de Cien Guerras y Presidente de Tierra de Nadie.
Carmen decidió alterar sus métodos habituales. En vez de espiar por los binoculares o solicitar formalmente una entrevista, llegaría como una clienta más, sumada a las legiones de niños esqueléticos.
Apagó el abanico; se desnudó. Se olió los sobacos, los limpió con toallas desechables. Escogió un sombrero de alas anchas y unas sandalias adornadas con flores para enmarcar su vestido de gala, un traje de algodón con estampado de lirios rojos.
Pareces un jardín, se dijo mirándose en el espejo de mano. Cruzó la frontera saludando al guardia que se había acostumbrado a la mujer madura y bajita, alojada en una caseta identificada con la bandera de las Naciones Unidas, donde tomaba el té como una inglesa.
Ya olía los cuerpos, ya sentía el murmullo de las sangres, ya estaba muy cerca, cuando notó que el viejo usaba espejuelos redondos con montura de metal. Iluso. Si el caso se planteara ante la Asamblea General de las Naciones Unidas podría interesar a algún periodista dotado de imaginación para urdir una nueva utopía desechable. Sobre Tierra de Nadie descenderían los placeres del capitalismo seductor, derribarían el árbol para edificar un MacDonalds, construirían sobre el polvo rojo un mall largo y estrecho, establecerían fundaciones y agencias caritativas, desterrarían al presidente fundador, y Francis Moloi acabaría sus días de millonario exiliado jugando a la ruleta en Las Vegas.
Había pocos cuerpos en la fila. Madres niñas; hijos niños que no parecían niños sino aperitivos para la muerte. Le avivaron el recuerdo con un reflujo nauseabundo. Había presenciado incontables escenas parecidas. Pisando los talones de las guerras llegan las reconstrucciones, anunciadas por toda suerte de iniciativas humanitarias. Escoltada por técnicos y asistentes de la Cruz Roja, entraba Carmen en las aldeas, en los pueblos, en las ciudades recién masacradas por hombres de gafas oscuras, armados de machetes o armas de fuego. El silencio de aquellos asentamientos que habían pasado sin remedio de la vida a la destrucción dolía tanto como los pasos de los niños que no dejan ni un suspiro en prueba de su tránsito por la piel de la tierra. Los cadáveres enamorados de las moscas exigían la clemencia de un entierro.
En su memoria Carmen se desvía hacia una capilla de puertas abiertas. Sobre el altar, un sacerdote en descomposición, incompleto. Un brazo encajado en un florero de alabastro saluda graciosamente en dirección al púlpito, donde la cabeza boquiabierta se ilumina con una vela pascual prensada entre los dientes erosionados.
La escena del sacerdote desmembrado cifraba una minúscula versión de otra matanza en un país donde la cifra de habitantes muertos superaba la de los vivos. En aquel país no vio un cadáver completo, sólo brazos arrancados de sus omoplatos, cráneos apilados como cocos, ojos extirpados de sus cuencas y estrellados en la tierra arisca, lenguas apacibles, riñones que parecían desechos de la sección de carnes congeladas de un supermercado. No había sido una matanza premeditada, quizás por eso los verdugos descuartizaban los cadáveres de sus vecinos, para borrar la hostilidad de sus miradas, el recuerdo de sus voces. A la analista le tocó poner un poco de orden en el ojo de las atrocidades. Se convirtió en una máquina de contar cantos de cuerpos que luego se enterraban en fosas comunes excavadas con máquinas. Recordaba el comentario cínico del médico que la asistía, qué desperdicio, tantos riñones, hígados y corazones trasplantables.
La madre que la seguía en la fila tenía deformes los dedos de los pies. Carmen dejó que ella y su hijo se adelantaran. Antes de desvanecerse en el horizonte, la mujer se desahogó en los oídos de la criatura que seguía inmóvil, sentada bajo el toldo.
Cuando llegó el turno de Carmen, el viejo la saludó, ceremonioso. Francis Moloi lucía un diente de oro cuya permanencia denotaba la astucia de un sobreviviente. Su dialecto híbrido se le metió en la conciencia con la pesadez de un sedante.
–Ya era tiempo de que llegara, antes de que la guerra nos devore. La veo en sus ojos, usted la trae en los ojos, en la ropa, en los dientes. Despójese de ese perfume sangriento. Cuéntele todo. Deje algo en prenda para que sus recuerdos se queden aquí y no la sigan. Cuando termine la guerra, esa guerra que no la deja dormir, vuelva por ellos.
Desde el tronco abierto, los objetos pobres, los pedazos pulidos de vidrio, los restos de biblias quemadas, los tapones de cantimploras, le hablaron con limpieza. Sin darse cuenta de lo que hacía, se quitó el sombrero, metió dentro el relicario con los retratos de sus tías y abandonó las prendas en manos del viejo sobreviviente. De inmediato dobló la cabeza y entró en el espacio de las confesiones, sintiendo en la garganta la inminencia de un desahogo. En sus viajes de ida y vuelta al mundo del insomnio se le había ido ocurriendo una cura radical, un remedio insuperable para llenarse de paz y buen dormir: olvidarlo todo, menos cinco cosas, una por cada continente. De su memoria dilatada saldrían las alturas de Guatemala, los barrios de Dublín, las colinas de Ruanda, las calles arruinadas de Bagdad. En su memoria reducida cabrían las menudencias más absurdas. De Asia Menor retendría unos versos atribuidos a la fantástica al-Khansa, una mujer improbable; de Oceanía la palabra Atnwengerrp; de Europa la mitad de un toro que había visto colgando en un mercado primitivo. Del continente propio guardaría varias escenas polvorientas de una visita al país de su madre. Casas pintadas de rosa y verde. Cabras, canales de riego. En la esquina, una frase musical: la canción de mis recueerdooos.
De vuelta a casa, mientras enterraba bulbos de lirios en el jardincito del Bronx o preparaba la cena de Acción de Gracias sin perder la esperanza de que Alicia la visitara, recordaría el desenfreno de su corazón al momento del acercamiento. El pozo de las confesiones no era un niño, a pesar de su tamaño, ni un pigmeo, con todo y sus arrugas, ni una criatura espacial, no obstante su palidez verdosa. Olía como la desaparición de ciertos insectos que mueren liberando el espíritu ponzoñoso. Carmen le habló sin respirar, furiosamente, mientras él o ella, que a pesar de su gracia no era muchacho ni muchacha, trazaba letras claras y redondas en la penúltima página de un cuaderno forrado con una tela sucia.
Antes de cruzar la frontera Carmen se despidió del relicario de las tías. Al día siguiente el guía taciturno vendría a buscarla, pero no se daría cuenta de su estado. Y es que nadie se fija en nadie, en ninguna parte. Nadie lee entre las líneas de los informes ni espía los silencios.
Francis Moloi sabía que para sobrevivir bastan cinco recuerdos y un lugar donde guardar el resto, pero no entendía de mercados. Para protegerlo de su inocencia y amparar aquella tierra donde había dejado un buen caudal de atrocidades, a Carmen se le ocurrió mentir en su informe. Entre la siembra de bulbos y el corte del pavo vuelve a verse en la caseta, encendiendo la laptop, escribiendo tres oraciones, enviándolas: “No hay un país más frágil que esta Tierra de Nadie. No recomiendo su admisión. Sin embargo, aunque carezca de recursos para unirse al concierto de las naciones civilizadas, es acreedora al rango de pueblo pendiente”.
Qué dicha sembrar lirios y pensar que pronto recuperará el sueño tranquilo, cuando logre rasparse el polvo de la última pesadilla. Porque, en honor a la verdad, de nada le han servido las sesiones con la psiquiatra, de nada las curas radicales del olvido. Sigue atormentándola un sueño. A veces, ante la monotonía de sus noches de una sola pesadilla, echa de menos la multitud de despojos acumulados en una vida transeúnte por los mercados del mundo.
En su única pesadilla, Carmen habla con Alicia y las tías, un solo lenguaje indefinible. Incautas, juran que la felicidad es aquel diálogo entre mujeres discordantes, alentado por la amistad de Francis Moloi, todo un banquero de la pobreza. Y, en efecto, así sería si el paraíso fuera como lo pinta la esperanza.
En el sueño, las mujeres se repliegan de pronto, abrazándose. Les sorprende que alguien se acerque, anticipan la repetición de algo desagradable. No entienden el gesto del hombre de gafas oscuras, pero siempre gritan cuando el árbol recibe una ráfaga de disparos.
Qué raro, piensa Carmen. Éste ya no es el árbol de los obsequios. ¿Qué pasó?, pregunta. Alguien comenta que el mundo anda mal, que la especie humana se extingue, que afortunadamente es domingo, hace frío y no hay nadie en la calle. Entonces la despierta el silencio. Cuela café, revisa el catálogo de una compañía que vende bulbos de lirios, trata de alejar un temblor de añoranza. Abre las páginas del periódico en la sección de viajes, repara en la imagen de unas casas pintadas de rosado y verde, bajo la sombra de un árbol que refresca la figura de un vendedor de cocos, sólo que en lugar del negro folclórico se trata de un hombre blanco y altísimo, con la mirada oculta por unas gafas oscuras, sentado junto a una mesa de cuya superficie sobresale una hoja cortante para mondar las cáscaras.
Cierra el periódico, no recuerda el nombre del hombre. Se oye musitar unas palabras: la canción de mis recuerdos. Sólo eso, cinco palabras y un largo día de placeres solitarios.
Por Marta Aponte Alsina
Fúgate, 2005
Por Marta Aponte Alsina
Fúgate, 2005
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