Yauco, además de
ser el gemelo umbilical desconocido de un lugar igualmente desconocido, situado
en sus antípodas, en el océano Pacífico, se caracteriza por su identidad de
asentamiento fundado en la latitud 18, longitud 66 del planeta Tierra. Sus
calles son anchas y rectas como las de Coamo, para no hablar de otro lujo
típico de los pueblos parlanchines: dos plazas, tan desiertas cuando Laurita
las vio como los edificios que soportaban en sus fachadas hasta cinco colores,
con predominio del berrinche azul profundo y el dulce amarillo. Qué locura
berrenda, se parece a la Basílica de San Basilio en Moscú, pensó Laurita,
viendo confirmado en aquel demente cromatismo su buen rumbo de viajera
patriótica.
Don Sebastián se
ofreció a llevarla hasta su destino, pero Laurita le dijo que no se molestara,
quería caminar. El chofer la esperaría en una de las plazas, cerca de unas
mesitas sombreadas por laureles enormes, donde unos viejos más viejos que él
jugaban dómino y la brisa era constante y seca, recién llegada por los caminos
del mar hasta el pueblo perfumado por la esencia del café, como decía
la plena que Laurita había escuchado en una de sus excursiones a las casas
disqueras santurcinas cercanas a Miramar, donde se veneraban los sones de la prehistoria de
Puerto Rico.
Subió por una de
las calles empinadas, bordeada de viviendas minúsculas de techos a cuatro aguas
y balcones sostenidos por columnitas clásicas, dejándose orientar por la aguja
de una chimenea que se erguía detrás de los escombros de lo que fue un almacén
de café que databa de la época del oro negro, cuando en el Vaticano se
preferían los aromas de Puerto Rico y los corsos manejaban la ruta del grano
desde los montes de Yauco hasta la mesa del Papa. Las ruinas del almacén
ocupaban una cuadra completa, flanqueada por callecitas laterales. En una de
ellas la mensajera encontró la casa de puertas pintadas, o más bien
despintadas, de un rojo-sangre coagulada.
Corroboró la
dirección del sobre: Gloria, actriz del cine mudo, calle X número Y.
Detrás de aquella
fachada de estudio cinematográfico no podía vivir nadie, ni de chiste. Esta
nueva marca de una prolongada degustación de casas en ruinas colmaba la copa.
Ninguna superaría la morada de Sara, pintora mediocre residente en Coamo, tan
acogedora aunque le faltara medio techo. Quiso salir corriendo, algo le decía
que le aguardaba una experiencia estremecedora en el mal sentido de la palabra,
mucho menos grata que el beso de Esteban. Pero la curiosidad pudo más que su
sensatez de vieja prematura. Seguramente Gloria, actriz residente en Yauco, le
aportaría la clave final que explicara el sentido de las cartas.
Reviviendo el
ingenuo desbordamiento de los 19 años, cuando la contagió la fiebre de una vida
sana y participó en varias excursiones de rappelling a los farallones de
la cordillera, trepó arañando el balcón elevado y saltó por encima del barandal. Tocó la puerta del medio. Algo
se deslizaba en zigzag allá adentro, una cosa tan lenta y jadeante, que Laurita
estaba a punto de infartar cuando se abrió la puerta y apareció la tercera
vieja.
Usaba un turbante
con motivos de piel de leopardo, gafas oscuras y una bata negra de mangas
largas y anchas que rozaba el suelo y dejaba al descubierto un conjunto de
pantalón y blusa de una sola pieza, con el exclusivo accesorio de un cinturón
de resplandores metálicos. Las zapatillas bordadas puntiagudas se sostenían
sobre unos tacos altísimos.
Recostó un brazo
sobre el marco de la puerta. Laurita, que se moría del estrés, tuvo que
aguantar la risa cuando vio que la doña colocaba una mano en la cintura y sujetaba entre los dedos retorcidos como las garras de una gallina señorial,
largas y sucias de tanto escarbar en el jardín, una boquilla de marfil labrada
con cabezas de dragones. La vieja la miró, las córneas perdidas en el inmenso
blanco de unos ojos brotados, enarcando tanto una ceja que parecía la rúbrica
de una firma.
– ¿Doña Gloria?
– La misma– disparó
la otra indignada, con acento de gitana de Metro Goldwin Mayer. – Qué ordinaria
eres, cómo te atreves a reírte de mí antes de presentarte. En fin, qué otra
cosa se puede esperar, tu mundo es sumamente ordinario. Entra, pero antes dime
qué quieres ser cuando seas grande.
A Laurita la
pregunta le pareció natural.
– Quiero viajar –
dijo.
– Además de ordinaria
eres bastante estúpida. Te pregunté qué querías ser, no qué querías hacer. Dime
tu tipo de sangre.
– Soy donante
universal – dijo Laurita, agraviada.
Gloria la invitó a
pasar haciendo un gesto burlón con los dedos torcidos. El dramatismo del lunar
junto a la boca competía con el siniestro maquillaje de ojos en una comedia
macabra que de manera ilógica provocaba simpatía. Laurita se dijo que después
de todo la que había llegado en son de burla era ella, y que se tenía merecida
la reacción agresiva de la vieja. Hizo las paces de corazón. Nada, ni siquiera
el estúpido terror, le arruinaría aquel día perfecto, de nubes gordas e
incitante sopa de mar que invitaba a un baño soñoliento. De las adversidades la
protegería la gentileza de don Sebastián, quien la esperaba en la plaza para
llevarla de regreso a Miramar a cambio de una pequeña fortuna.
Tan pronto hizo las
paces con la malacrianza de Gloria se sintió protagonista de uno de esos juegos
electrónicos donde ,una vez se superan ciertos niveles de dificultad, pasamos a
otro plano más complicado y horrendo.
(De Vampiresas, 2004)
1 comentario:
Como me gusta este cuento histórico geográfico. Un beso
r
Publicar un comentario