Golpear
una pelota con un palo, correr, saltar para atraparla en el aire; alguien habrá
visto en la monótona geometría del béisbol el deseo de que el cuerpo anclado en
tierra se desprenda del polvo. El sueño de Nelson Sambolín fue llegar a primera base de grandes ligas. No se pierde
el rumbo aunque el campo de juego, la superficie de la danza, mude en papel,
muro o tablón.
Con Sambolín comparto un desayuno frugal y los relatos de
su infancia en El Coquí, que fue desde tiempos de España un suburbio de la
hacienda Aguirre y hoy se relaciona con
la decrépita central a la inversa, como si fuera un modesto centro vital y
Aguirre su periferia empobrecida. El Coquí era otro cuando los padres de
Sambolín emigraron de Yauco, una familia de jíbaros de tez clara que
encontraron otra patria chica en el barrio ancestral de negros libres,
descendientes de esclavos de la isla y de las islas, pues a Aguirre llegaban
jornaleros de las Antillas menores. Les atraía la fama de la central necesitada
de mano de obra. El padre consiguió trabajo en los campos y en la fase de los
tachos. Era un hombre silencioso. La madre tenía un negocio de quincallera
ambulante. La venta a domicilio era empresa reñida y dura en aquella época de
pequeños comerciantes que recorrían las calles de los pueblos y los caminos de
los campos llevando su mercancía a las plazas y de puerta en puerta. Tanto el
padre como la madre eran analfabetos. La madre se defendía en su negocio de
vender a crédito porque, según Sambolín, que la acompañaba en sus rutas de
venta, tenía una inteligencia fuera de liga.
El niño Sambolín la seguía los sábados desde El Coquí hasta
Aguirre. La señora cargaba su mercancía en maletas: cortes de tela, zippers,
botones, ropa de hombre y de mujer. Ella también cosía. Iba a las casas e
incluso a las piezas de caña. Llevaba sus cuentas de memoria. La competencia
era otra vendedora, doña Queta, la madre del comediante Víctor Santos. La
señora Sambolín objetaba que siendo doña Queta de Guayama le invadiera su
territorio. Con el tiempo la quincalla ambulante se centró en la misma casa, en
una tienda de dulces y misceláneos.
El Coquí es y era barrio de gente pobre. Se es pobre cuando
se levanta una casa frágil y con ella una manera de convivir que no tolera
simulaciones. En un barrio de pobres la gente se conoce las debilidades. En un
barrio de pobres la crueldad y las luchas de poder se expresan en los
implacables apodos que se regalan a los habitantes y que jamás se despegan. Los
siquiatras venden etiquetas del manual de la APA: bipolar, esquizofrénico, paranoico,
border line personality. Los apodos se hacían más a la medida: el mudo, el
negro, el chino, el sapo. En un barrio de pobres la violencia tiene un freno y
una respuesta en el reconocimiento del otro, porque nadie es invisible. En
aquel tiempo, además, animaba el barrio una cultura de la marginalidad ligada a
la cercanía de una base militar y a la trashumancia de las poblaciones de
obreros migrantes que trabajaban por temporadas en Aguirre. Había cafetines,
había prostitución, había mucha vida de calle. Incluso había un teatro que se
ha mantenido con dificultad y actividades esporádicas hasta el presente. El
teatro se desdoblaba en cine, escenario de espectáculos y peleas de boxeo.
Sambolín recuerda a un boxeador legendario, Pedro Mangual, que además fue líder
sindicalista y tío de Cheo Espada, otro boxeador campeón mundial.
Un núcleo de vida sabrosa era la plaza del poblado. En la
infancia de Sambolín se conocía con el nombre de plaza de las cabras. Entre
1952 y 1953 llegó la luz eléctrica. Se reunían a jugar bajo el poste de luz,
atraídos por una fascinación invariable, dice Sambolín, desde que las
comunidades prehistóricas se reunían alrededor de las fogatas. Bajo el chorro
de luz jugaban hasta que los padres decían ya basta, centella, si por ti fuera
pasarías el día brincando, ensuciando el único pantalón limpio que tienes. El
pantalón del uniforme escolar, ese sí tenía filo. Los niños y las niñas de El
Coquí asistían a la Segunda Unidad Rural.
Cuenta Sambolín que en 2009 se celebró el centenario del barrio.
Cree recordar que antes el sector se conocía como La Zanja o Los Zanjones. Yo
he visto en un mapa militar de 1884 que ya existía un caserío en el lugar. Se
identificaba como Barrio Aguirre, con nueve casitas situadas a ambos lados del
llamado camino real.
Para el artista Sambolín, Aguirre era segregación y El Coquí, calle. En ambos espacios y en el pueblo de Salinas ocurrió su formación. Se
da cuenta de que ha hecho el trabajo de un artista desde niño sin saberlo. Se
pregunta por qué y cómo llegaban a su casa los periódicos donde descubrió el laberinto de las letras, de tamaños y formas diversas, que además
de indicar fonemas establecían jerarquías, navegando entre las fotografías y
los trazos ágiles de los muñequitos. Observar esas imágenes fue su primera
escuela; la dureza de los titulares escandalosos, la pequeñez de los calces de
las fotografías, el arte publicitario con sus viñetas correspondientes a las
temporadas comerciales. En Sambolín queda mucho del niño que decoraba los
bordes de las pizarras – en la escuela J. D. H. Luce, diseñada por el
arquitecto criollo Rafael Carmoega, dice - con imágenes correspondientes a las
fechas conmemorativas del año escolar. El arte se hizo negocio a petición de
los compañeros de clase, que le pagaban centavos para que les adornara las
carpetas de los proyectos asignados. De las letras le llegó su primera
profesión: rotulista. En Guayama compraba tintas Pelikan: verdes, azules,
rojas, amarillas, negras. Pintaba, por encargo de los pequeños propietarios de
El Coquí, los letreros de los comercios. Mientras estudiaba en la escuela
superior consiguió un trabajo diseñando letras para anuncios de neón. También
hacía las letras de los paños verdes que se usan en las picas durante las
fiestas patronales.
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