lunes, 21 de mayo de 2018

Sambolín o la estética de la felicidad



Golpear una pelota con un palo, correr, saltar para atraparla en el aire; alguien habrá visto en la monótona geometría del béisbol el deseo de que el cuerpo anclado en tierra se desprenda del polvo. El sueño de Nelson Sambolín fue llegar a  primera base de grandes ligas. No se pierde el rumbo aunque el campo de juego, la superficie de la danza, mude en papel, muro o tablón.
Con Sambolín comparto un desayuno frugal y los relatos de su infancia en El Coquí, que fue desde tiempos de España un suburbio de la hacienda Aguirre y  hoy se relaciona con la decrépita central a la inversa, como si fuera un modesto centro vital y Aguirre su periferia empobrecida. El Coquí era otro cuando los padres de Sambolín emigraron de Yauco, una familia de jíbaros de tez clara que encontraron otra patria chica en el barrio ancestral de negros libres, descendientes de esclavos de la isla y de las islas, pues a Aguirre llegaban jornaleros de las Antillas menores. Les atraía la fama de la central necesitada de mano de obra. El padre consiguió trabajo en los campos y en la fase de los tachos. Era un hombre silencioso. La madre tenía un negocio de quincallera ambulante. La venta a domicilio era empresa reñida y dura en aquella época de pequeños comerciantes que recorrían las calles de los pueblos y los caminos de los campos llevando su mercancía a las plazas y de puerta en puerta. Tanto el padre como la madre eran analfabetos. La madre se defendía en su negocio de vender a crédito porque, según Sambolín, que la acompañaba en sus rutas de venta, tenía una inteligencia fuera de liga.
El niño Sambolín la seguía los sábados desde El Coquí hasta Aguirre. La señora cargaba su mercancía en maletas: cortes de tela, zippers, botones, ropa de hombre y de mujer. Ella también cosía. Iba a las casas e incluso a las piezas de caña. Llevaba sus cuentas de memoria. La competencia era otra vendedora, doña Queta, la madre del comediante Víctor Santos. La señora Sambolín objetaba que siendo doña Queta de Guayama le invadiera su territorio. Con el tiempo la quincalla ambulante se centró en la misma casa, en una tienda de dulces y misceláneos.


El Coquí es y era barrio de gente pobre. Se es pobre cuando se levanta una casa frágil y con ella una manera de convivir que no tolera simulaciones. En un barrio de pobres la gente se conoce las debilidades. En un barrio de pobres la crueldad y las luchas de poder se expresan en los implacables apodos que se regalan a los habitantes y que jamás se despegan. Los siquiatras venden etiquetas del manual de la APA: bipolar, esquizofrénico, paranoico, border line personality. Los apodos se hacían más a la medida: el mudo, el negro, el chino, el sapo. En un barrio de pobres la violencia tiene un freno y una respuesta en el reconocimiento del otro, porque nadie es invisible. En aquel tiempo, además, animaba el barrio una cultura de la marginalidad ligada a la cercanía de una base militar y a la trashumancia de las poblaciones de obreros migrantes que trabajaban por temporadas en Aguirre. Había cafetines, había prostitución, había mucha vida de calle. Incluso había un teatro que se ha mantenido con dificultad y actividades esporádicas hasta el presente. El teatro se desdoblaba en cine, escenario de espectáculos y peleas de boxeo. Sambolín recuerda a un boxeador legendario, Pedro Mangual, que además fue líder sindicalista y tío de Cheo Espada, otro boxeador campeón mundial.
Un núcleo de vida sabrosa era la plaza del poblado. En la infancia de Sambolín se conocía con el nombre de plaza de las cabras. Entre 1952 y 1953 llegó la luz eléctrica. Se reunían a jugar bajo el poste de luz, atraídos por una fascinación invariable, dice Sambolín, desde que las comunidades prehistóricas se reunían alrededor de las fogatas. Bajo el chorro de luz jugaban hasta que los padres decían ya basta, centella, si por ti fuera pasarías el día brincando, ensuciando el único pantalón limpio que tienes. El pantalón del uniforme escolar, ese sí tenía filo. Los niños y las niñas de El Coquí asistían a la Segunda Unidad Rural.
Cuenta Sambolín que en 2009 se celebró el centenario del barrio. Cree recordar que antes el sector se conocía como La Zanja o Los Zanjones. Yo he visto en un mapa militar de 1884 que ya existía un caserío en el lugar. Se identificaba como Barrio Aguirre, con nueve casitas situadas a ambos lados del llamado camino real.
Para el artista Sambolín, Aguirre era segregación y El Coquí, calle. En ambos espacios y en el pueblo de Salinas ocurrió su formación. Se da cuenta de que ha hecho el trabajo de un artista desde niño sin saberlo. Se pregunta por qué y cómo llegaban a su casa los periódicos donde descubrió el laberinto de las letras, de tamaños y formas diversas, que además de indicar fonemas establecían jerarquías, navegando entre las fotografías y los trazos ágiles de los muñequitos. Observar esas imágenes fue su primera escuela; la dureza de los titulares escandalosos, la pequeñez de los calces de las fotografías, el arte publicitario con sus viñetas correspondientes a las temporadas comerciales. En Sambolín queda mucho del niño que decoraba los bordes de las pizarras – en la escuela J. D. H. Luce, diseñada por el arquitecto criollo Rafael Carmoega, dice - con imágenes correspondientes a las fechas conmemorativas del año escolar. El arte se hizo negocio a petición de los compañeros de clase, que le pagaban centavos para que les adornara las carpetas de los proyectos asignados. De las letras le llegó su primera profesión: rotulista. En Guayama compraba tintas Pelikan: verdes, azules, rojas, amarillas, negras. Pintaba, por encargo de los pequeños propietarios de El Coquí, los letreros de los comercios. Mientras estudiaba en la escuela superior consiguió un trabajo diseñando letras para anuncios de neón. También hacía las letras de los paños verdes que se usan en las picas durante las fiestas patronales. 


De algún modo su trabajo artístico responde, piensa, al desarrollo social y político contemporáneo, vinculado al desarrollo del capitalismo en Puerto Rico. En su trabajo y en su persona la huella de los años formativos en su barrio y en el batey de Aguirre se ha extendido sin desvanecerse. El arte que le salía de la práctica y los estudios en la Universidad de Puerto Rico, a la que debe, dice, las largas horas empeñadas en producir cientos de trabajos como cartelista del Programa de Actividades Culturales, no se desprende de sus escuelas y lugares. Pratt, Nueva York, San Juan, el Coquí, Salinas. La defensa del lugar se fortalecía ante el prejuicio que en contra de los habitantes de El Coquí mostraban algunos salinenses hacia aquel “barrio de títeres”. Del trauma del menosprecio salió un hombre con suerte de haber nacido en esa comunidad donde la gente “vivían juntos de verdad”, con sus calles animadas por toda una galería de pregoneros y marchantes, escenas como las que después vio en Puerto Príncipe, Haití.

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