Enrique Vivoni Farage escribió un ensayo que comienza con una
memoria breve de su niñez en Aguirre: “Americanisation south of the border: the
architecture of Central Aguirre Sugar Company”.[1] En
esos párrafos describe los rituales de vivero de especies exóticas en el sector
de los americanos, que a veces se cruzaba con el de los profesionales nativos
de piel blanca. Los hijos de los obreros asistían a la escuela Woodrow Wilson.
Los hijos de los americanos y de los puertorriqueños profesionales a la Aguirre
Private School, al menos para la fecha de las memorias de Vivoni. Las maestras
de Aguirre Private School eran norteamericanas. En esa escuela los niños
actuaban en obras de teatro en inglés para conmemorar Halloween y la Navidad. Aprendían
villancicos y canciones populares de la época –“I´m dreaming of a White
Christmas”– fantaseando navidades blancas bajo la nieve negra de la central.
Le comento que yo también fui una niña con pretensiones de
americanita. Vivimos una temporada en la base militar Fort Buchanan, en uno de
una serie de apartamentos en hilera, de dos pisos, intachablemente blancos, con
un patio común donde jugábamos como en el espejo de otro mundo. Fue hacia 1950,
antes de que Ana, nuestra madre, viera los anuncios de las casitas de
urbanización y se enamorara de una minúscula de balcón con arcos y alero
adornado con tejas. Nos mudamos, pero alguna vez volvimos a la base militar a
celebrar la navidad nevada. Yo tomaba prestados libros de la biblioteca, por
supuesto en inglés. Leí las más olvidadas biografías de los más impertinentes
personajes, hombres incapaces de imaginarme: el dramaturgo Eugene O´Neill, el
comediante Joe E. Brown. También Little
Women, Little Men, Jo´s Boys, la serie entera, y me asimilé
a un paisaje folklórico de Nueva Inglaterra que en esa región de Estados Unidos
se evoca en el muzak de las tiendas por departamentos, en el reino ideal de los
villancicos y las postales navideñas.
Desde la memoria personal, el ensayo de Vivoni analiza el
perfil arquitectónico del poblado de compañía, que se distinguía del “company
town” construido en el continente por la intención de que se sintieran a gusto
los funcionarios estadounidenses y sus familias. Érase, pues, el deseo de un
poblado de tarjeta postal más que un calco de zonas realmente existentes en las
regiones industriales del norte. La autosuficiencia, el rigor del diseño, el
orden subordinado de los sectores, marcaba, además, una diferencia respecto al
mundo extramuros, demostrando acaso que en el poblado se podía vivir “mejor que
en la isla”, prescindiendo de intercambios con las autoridades del entorno. El
eje de aquel gobierno propio era la producción, desde luego, y la central
contaba con una planta generatriz propia que nutría de energía eléctrica no
solo las maquinarias del molino, sino su propio sector residencial, e incluso
vendía energía sobrante a zonas de la isla que existían más allá de sus
guardarrayas. Un experimento sobre la capacidad del hombre blanco para vivir en
el trópico sin transformarse, ni ejercer una violencia bárbara, confiado en el
arraigo universal de las criaturas de su cultura popular, muñecos de nieve,
chimeneas en main street, muérdago colgante, medias como cuernos de la
abundancia, henchidas de dulces y juguetes.
Aquella navidad blanca era una proyección de “White America”,
la purificación de una mitología que se exportó a las salas de cine de buena
parte del planeta. Orson Welles capturó sus imágenes como fósiles en ambar en The Magnificent Ambersons. Otra
película, White Christmas difundió la
quimera de un ruralismo encantador. Una Navidad negra hubiera sido inconcebible, si bien el más
hermoso disco de canciones de época fue uno de villancicos interpretados por
Nat King Cole, un negro retinto a quien maquillaban de blanco para que su
belleza no ofendiera al público televidente. En Aguirre pasaban temporadas
técnicos asiáticos. No he preguntado si pasaban temporadas estadounidenses
negros. La otra gran fiesta, además de Halloween, era Thanksgiving, cuya
conmemoración en una colonia de pieles oscuras es de fondo alucinante, aunque
en los afectos de tantos boricuas apenas represente una ocasión más para
devorar animales.
El “company town” tuvo otro antecedente estético en los
paisajes idealizados de las plantaciones del sur, reconstruido para consumo de
masas en los galantes encuadres “ante bellum” de Lo que el viento se llevó. La distribución del espacio en zonas
residenciales, vías de comunicación y áreas recreativas entre los dos sectores
principales, Aguirre y Montesoria, se dispuso conforme a una intención que
Vivoni describe como serendipia de lo pintoresco (“serendipity of the
picturesque”). En el sector Montesoria el trazado de las manzanas corresponde a
una cuadrícula ortogonal, de clara función controladora. En el sector de los
señores, la vegetación, la curva y el juego de elevaciones evocan una
iconografía bucólica, el paraíso mínimo de incontables pinturas paisajistas que
decoraban paredes de palacios y de residencias burguesas. Excluyendo las bases
militares que se impusieron con la violencia de las expropiaciones, la
intención de vivir como quien habita en una obra de arte, expresando formas
sociales superiores, facultadas para la extracción de riquezas, fue, acaso, lo
más cercano a la escritura en el paisaje de un país alterno: el modelo para un
Puerto Rico asimilado, productivo, en paz, orden y progreso.
[1]Publicado en Prospero´s Isles, The Presence of the
Caribbean in the American Imaginary. Diane Accaria-Zavala y Rodolfo Popelnik,
editores. Oxford, Malaysia: Warwick University Caribbean Studies, 2004.
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