por Marta Aponte Alsina
A mediados de octubre de 2017 le envié por correo a
Beatriz una tarjeta con impresiones sobre el manuscrito de Puerto islas: crónicas, crisis, amor. Para la
misma fecha, el querido amigo Nelson Rivera me envió una carta a mí. La carta de
Nelson tardó más de un mes en llegar a Cayey desde Río Piedras, quizás porque antes
hizo escala en Memphis, Tennesse. Sí, en Memphis, Tennesse, Dixieland, Estados
Unidos. La tarjeta que le envié a Beatriz debe haber emprendido una
ruta comparable, pues llegó a la deslumbrante luz de Cabo Rojo el 7 de
noviembre.
Los caminos obligatorios que siguieron esos papeles
para llegar a destino delatan al hacedor
del rumbo y el tiempo de nuestros afectos. La importancia de contar muertas y
narrar vidas la conocen los pueblos desde siempre, pero por aquel tiempo de las
cartas perdidas averiguar la situación de los amigos era un deseo comparable al
de la pobre que ve desde la calle una mesa servida de manjares. Todavía a la
oficialidad le parece un capricho el deber de contar los muertos del 20 de
septiembre y sus días cercanos. Más les importa gestionar migajas de la mesa
imperial.
Bueno, lo que viene al caso es que recibí una carta de
Beatriz donde acusaba recibo de la mía con un mensaje escrito como para
resucitar muertas a fuerza de elegancia. Cito tres oraciones: “Mi tan querida Marta.
Me has hecho recordar cuánto amo la obsolescencia. Haber recibido ayer tu
tarjeta con el invaluable gesto de escribir a mano y enviar por correo tu
comentario sobre el manuscrito, me ha provocado una alegría y una conmoción
profundas. “
Muchos reciclajes fértiles podrían brotar del amor a
la obsolescencia. Y mucha fertilidad de pensamiento y corazón del género de la crónica.
Según un crítico, hay que insistir sobre la actualidad de la crónica “más que nunca…
sobre todo porque la Historia avanza como un tanque y cada presente reclama sus
testigos, sus intérpretes, sus cronistas.” Y cita el crítico a José Martí,
quien con su estilo de orfebre comparaba las crónicas con “pequeñas obras fúlgidas”.
Opina Jorge Carrión, que así se llama el crítico
citado, lo siguiente: “… el (cronista) observador debe mantener cierta
distancia respecto al otro. La identificación, que es parcial, debe ser
conscientemente parcial” (Mejor que
ficción: crónicas ejemplares,
Anagrama, 2012). No leo esa distancia en los escritos de Puerto islas: crónicas, crisis, amor (Editora Educación Emergente, 2018).
Porque en el fondo, o la superficie, la distancia entre el ojo y lo que el ojo observa
es una ilusión. La paridad equitativa de las visiones es otra. Al juego de la
vida cada quien llega con un papel asignado por la cultura, la economía, la
pobreza, la clase, el género, los privilegios, las imágenes, el lenguaje, las
luces y sonidos del lugar natal. La cronista de Puerto islas se sitúa muy cerca, es decir, como personaje que toma
partido mientras lee y escribe lo observado con intensidad, denunciando
arbitrariedades normalizadas.
Sobre la tendencia humana a normalizar lo atroz, a
propósito de otro contexto, el paradigmático de los campos de concentración
nazis, escribió Jean Améry: “La estructura de poder del estado se alzaba sobre
el prisionero de manera monstruosa e insuperable, una realidad de la que no
podía escapar, y que, por lo tanto, llegaba a parecerle razonable… En el
metálico esplendor de su totalidad, el estado se manifestaba como un estado en
el cual la idea iba convirtiéndose en la realidad.”
En las crónicas más eficaces se advierte una voluntad
de liberar la realidad de su metálica coraza de mentiras, piadosas o infames. Además, en
toda crónica subyace la cuestión de escala, o de cuán amplio, exótico o cotidiano se muestre el
encuadre de lo representado; cuán puntual o cuán abierta la lectura de ese
espacio. En Puerto islas hay una
invitación a limpiar la mirada, a deshumanizarse, soltando el lastre de
superioridad que la escala humana instala en su dominio sobre la tierra, los
seres y las cosas. Sus crónicas se mueven por pasadizos comunicantes; así, en
movimiento, la cronista se da la gracia de anotar, observar, dejar constancia
de la correspondencia de las partes con un todo a partir de un espacio minúsculo.
“A veces recorro las ínfimas calles de mi ínfima esquina de este ínfimo país en
este ínfimo planeta con la sensación de trasvasar caminos de memoria mineral.
Las geólogas que estudian los árboles nos explican datos del pasado remoto en
función de los aros –espirales– de los troncos. Cada uno de los trocitos del
tronco contiene las partículas de la vida y de la muerte en el planeta; cada
uno de los trocitos del tronco grita ecos milenarios; cada uno de los trocitos
del tronco, tan aparentemente duro y sólido, carga consigo el agua que todo lo
conecta. Así también es nuestra carne y cada superficie densa que palpita.
Habría que vivir cada presente con la pasión de esa conciencia. Y, en el
nuestro de crisis, habría que tener como imperativo la poesía del planeta para
la elaboración de cualquier plan estratégico”.
Larga duración, largo aliento
Aplicando al detalle cercano el lente descomunal de la historia geológica, la mirada se apoya en una fuerza
poderosa: la transformación del conocimiento en alimento de la imaginación. Y se afinca en eso que
la antropóloga y musicóloga Ana Ochoa Gautier ha llamado una red linfática: la
inmersión en una familiaridad donde todo se relaciona, y que a Occidente le ha
costado intentar recuperar en el pensamiento ecologista.
En ese cuerpo del conocimiento devorado se va
construyendo una subjetividad que intenta alejarse del cinismo y la frivolidad
frecuentes en la crítica; de cierta inclinación a observar del cuello hacia
arriba, abriendo abismos insalvables entre letrados y gente “del montón”, tan
abismales como las brechas entre exploradores blancos y nativos. En Puerto islas la construcción de la voz de la cronista
es fluctuante y unitiva; conscientemente política. Pasa por el cuerpo que
escribe. Un libro de crónicas corazonadas, aunque no crónicas del corazón,
aunque también. Son crónicas de la precariedad; de una vida en la precariedad. Desde
luego, y por ahora, en nuestra precariedad, todavía queda la posibilidad de
publicar.
De regalos y hologramas
En las crónicas se narran intercambios diversos. El
regalo que se recibe del otro, de la otra suele ser pequeño e impulsivo; una pizca de sensibilidad con la cual, sin
embargo, la cronista construye montañas. El mecánico comprensivo. El vendedor
que no te cobra el IVU. Lugares utópicos de la cronista son el taller, el
campamento de universitarios y universitarias en huelga. Feminismo. Activismo
Queer. La revista digital Ahora La Turba.
Uno de los caminos para situar el cuerpo, que es el
instrumento de la cronista, parte de reconocerse en la continuidad de la vida. El
método de las utopías pasa por esa aspiración a lo unitivo. Hubo, hace casi
medio siglo, una corriente futurista ecléctica en Occidente, con presencia en
las ciencias duras y residuos de misticismo “New Age”: el llamado paradigma
holográfico. Pocas recordarán qué es un holograma y no hace falta. Cito dos
propuestas afines, a propósito de un territorio aún indescifrable: “El cerebro
es un holograma que interpreta un universo holográfico (Marilyn Ferguson). “La
fragmentariedad es una ilusión de la mente: el verdadero estado de las cosas es
una totalidad indivisible”. (David Bohm).
Dichas intuiciones, o propuestas, de un físico y una
poeta, tienen antecedentes mitológicos. En Puerto
islas la aspiración unitiva se relaciona muy directamente con la poesía y las
poéticas caribeñas, y tiene que ver con un lugar sin límites, con el mar y con
la luz y con una calidad indivisible, pero exenta de centros estables tanto
como de esas jerarquías imperialistas que a veces, en raras ocasiones, asombran, y que no dejan de ser fascinantes, como la regla que decidió que la
carta de Nelson Rivera pasara por el correo de Memphis antes de llegar a Cayey.
Ese lugar sin límites supone una relación con la luz. En
un ensayo de Beatriz sobre Edouard Glissant leo: “La posibilidad de pensar, de
imaginar y crear en los términos y escalas que son las nuestras (la pequeñez y
el archipiélago) se ve socavada, si no del todo entorpecida, a diario. De modo
que la lucha en pos de libertad y auto determinación en lo político, social y
económico tiene que librarse en el plano de nuestra imaginación conceptual si
es que pretende triunfar en el plano material”.
En otro ensayo, éste sobre el libro El sabueso de Tiepolo, de Derek Walcott, Beatriz se centró en la representación
de la luz, indispensable para que podamos ver, pero de suyo invisible. Y leyó,
en el poema de Walcott, un contraste entre la luz del hemisferio norte y la luz
cenital del trópico, donde los objetos y los ánimos se encienden. Y usó una
palabra feíta para hablar del lugar donde se coloca el cuerpo testimonial de la cronista. La palabra es
cronotopo, y se refiere o significa algo así como las representaciones verbales
del tiempo y el espacio en una unidad creada por la luz. La luz del
archipiélago Caribe, que difumina los bordes de las cosas, que por su calidad
misma diluye fronteras, que alumbra un mar que no debería explotarse, da pie
para una poética de la mirada otra. La mirada, el cuerpo de la cronista, que es
el instrumento sensible de rastreo, persigue rutas que escapan de las categorías
secas y excluyentes. Además, es un haz unificador, y es presente.
Desde el título mismo del libro se pregona la visión de
pequeñez acogedora, de la naturaleza abierta de las islas, en contraste con las
fronteras políticas imponentes y excluyentes que las separan. Ese elogio de lo pequeño merece rescatarse
como discurso en poesía y en convivencia, ante el daño que han hecho a la
naturaleza los discursos de la isla continente y la falsa grandeza de sus
modelos económicos y de gobierno. Aunque las islas sean pródigas, nuestra
mirada no suele serlo porque no se educó para percibir el espacio que nos tocó
en suerte. La lujuriante naturaleza, que hubiera dicho una autora de otra época,
nos rebasa.
El fantasma de la crónica
Ya voy saliendo, es tanto, lo que habría que comentar
sobre el libro, y apenas escogí un rinconcito que ya se estira demasiado. Antes
de concluir comparto un pensamiento. Un fantasma
recorre las ondas digitales y llena páginas impresas: la crónica. Relatos del
momento, urgentes, escritos con difícil serenidad. Escenarios
apalabrados, procesos de liquidación, recuperaciones, voces, gestualidades,
genealogías.
Las crónicas de este libro se escribieron, ya se dijo,
a poca distancia. Los intercambios que describen ocurren entre próximos, por no
decir prójimos, pero el alcance de sus lecturas es amplio. Su referente podrá
ser un cuerpo textual, o un cuerpo distante –Insularismo, de Pedreira; el bardo de Juárez, el cantante Juan
Gabriel– pero igual comparten la difícil conjunción de rigor y familiaridad. El
cuerpo tiene un bagaje teórico comunicado, como por un tejido linfático, con la
vida diaria. El cuerpo escribe que es imposible excluir el pensamiento y el
sentido de justicia de la experiencia del dolor, y también de la inmersión
estética en la vida abyecta, así como de los respiros de solidaridad en gestos
mínimos: en el taller de mecánica, en la oficina de San Sebastián donde las
novias obtienen el certificado de matrimonio. Son "islitas" para un respiro, aunque
no todas son breves, e incluso en una de ellas cabe el guión de una obra
teatral. En la precariedad todo el espacio que ofrece el objeto llamado libro
se aprovecha, como se aprovechan todas las partes de algunos árboles, desde las
frutas y las semillas hasta las raíces y las hojas. Todo cabe en la mesa. Se
reta la hegemonía de los géneros excluyentes y de la gran Historia.
Batallas duras del día a día: en piquetes y escritos por
la universidad democrática y abierta, por la isla democrática y abierta, en una
densa congestión de transito, ante el cadáver de un animal atropellado, rodeada
de los imbéciles letreros edificantes de las agencias de gobierno. La cronista
no busca la objetividad que da por bueno y normal el estado del mundo. Se da a
la malabárica tarea de ir construyendo una forma de mirar contestataria sin
censurarse ni aislarse. Ocupa espacios sin abandonar el suyo, porque sabe que, solidaridad
aparte, no puede hablar por nadie que no sea ella. Se detiene, disminuye
velocidades, en contraste con la velocidad del tiempo del capitalismo. Es una
voz fuerte, en tensión con la voluntad de no ser dominante.
Puerto
islas: crónicas, crisis, amor,
un libro de Editorial Educación Emergente, editado por Lissette Rolón Collazo,
con ilustraciones de Zuleira Soto Román y diseño de Nelson Vargas Vega, se
presentó en Mayagüez, en el “vientre” de Taller Libertá. A su vez, Taller es
hija del libro, y se describe en sus páginas: “Los techos son altísimos y entra
mucha luz. Z me enseña bocetos de lo que sueñan hacer con cada rincón del
Taller. Hay espacio para todas las artes, todas las colaboraciones, todas las
gentes”.
Pueden
multiplicarse los espacios generosos, siempre que la ambición también sea
generosa, y el deseo de construir belleza y justicia esté a la altura del
momento. Recuerdo que después del temporal se apreciaba lo que mis viejas y viejos
llamaban algún cogollito, un brote por donde asoma la vida, entre hojas muertas.
Suelen encontrarse en los lugares más inesperado y duros, allí donde ya pasó el
fracaso de lo posible.
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