La primera constelación
podría titularse “yo soy la muerte”. Buena parte de los ensayos del libro tenen el aire de una mirada retrospectiva a un género desaparecido. Las líneas cantadas
de la muerte en el ensayo de Juan Carlos Quintero Herencia son cerradas, de
oscuridad profunda. Apenas hubo salseros del gran panteón que no pasaran
temporadas en la cárcel. En el encierro la máscara sonriente se revela tan
superficial como las caras pintadas de los minstrels.
El ensayo carga con el mencionado tema “Las tumbas”. La experiencia carcelaria
es solo muerte en vida, pero no menos espantoso se anticipa el horror de la
libertad en ese “dale pa la calle, títere”.
Quintero menciona un evento extraordinario. En
1974 Bobby Valentín grabó en el Oso Blanco su disco “Bobby Valentín va a la
cárcel”. Uno de los temas de ese disco abre con ominosos acordes de película de
terror de los años treinta, avasallados de inmediato por la ruidosa descarga triunfal
de las trompetas, como si cambiaran los usos de la muerte en la resurrección
del disco hecho mercancía. Quintero Herencia asegura que al sonero “no le
interesa investigar el futuro o el pasado de su identidad o su pertenencia
nacional”. Supongo que a Beethoven
tampoco le interesaba investigar el futuro o el pasado de la identidad renano
prusiana, y dicen que Borges escribió, o dijo: “Ser argentino es una fatalidad.
En el Corán no hay camellos porque el Corán es auténtico”. (Un curioso se ocupó
de contarlos y de proclamar que en el Corán se mencionan 19 camellos.) Sin
embargo, no es posible ocultar el contenido fervorosamente nacionalista, o de
orgullo boricua, de tantas letras de salsa que pasaron por los cuerpos de los soneros.
Hacia el
descenso en caída libre, en aterrador desmembramiento de cuerpo e identidad hacia
la muerte, se dirige el estudio de Christopher Washburne sobre salsa y narcotráfico.
En una relación histórica se explica la proliferación de clubes nocturnos que
doblaban como centros para la venta de drogas, y se afirma, de manera tajante, “el
papel de la narco economía en la producción de la salsa, su circulación y
consumo; sus efectos sobre las prácticas estéticas y el papel de sus
características transgresoras en las interacciones sociales de músicos y
bailarines”. Me llevo la impresión de una época buena para la difusión de una
variedad de grupos de diversa calidad y sonido, sellada por la traición de los
administradores de esos cuerpos, a quienes, como a los esclavos de las
plantaciones, se les extrajo plusvalía para descartarlos en las tumbas que
ningún adicto con recursos para limpiarse, reincidir y volver a limpiarse, conocerá jamás.
Otra
constelación de líneas podría llevar una larga etiqueta: “Entierros, panteones,
monumentos y genealogías”. Amortajar el cuerpo del maestro salsero marca el
principio de un compromiso pronunciado desde el lado de la vida: concebir
formas de duelo y transfiguración. Parto de una convocatoria de Jairo Moreno.
El crítico reconoce que “la muerte constituye recientemente un acontecimiento
fundamental en la historia de la salsa”. La muerte física de figuras fundadoras
y la evolución del gusto popular, sugieren la necesidad de una pausa para contar
y cantarles a los muertos: “… debemos tomar las riendas de una historia
detallada de la salsa -eso sí, una
historia tejida de muchas historias…en la actualidad la información que existe
se encuentra dispersa a través de un sinnúmero de esferas sin comunicación
entre ellas”. Moreno indica la necesidad
de archivos, estudios y entrevistas, no tanto para establecer una historia oficial
como para ir trazando genealogías.
Varios ensayos
del libro construyen líneas genealógicas potencialmente vitales, desde puntos
de partida que en una lógica binaria de exclusiones parecerían incompatibles.
Ángel Quintero Rivera ilustra cómo los géneros musicales, en la generosidad del
junte y la sociabilidad de la música, son portadores también de ciertas
protecciones de la tradición que no pasan por instituciones. Según Quintero, algunas
formas de música tradicional campesina, el aguinaldo y el seis, sobrevivieron
como piedritas engastadas en las improvisaciones de la salsa. Juan Flores
construyó otra línea genealógica, rastreable al mundo de las comunicaciones que
no ocurrieron entre espacios geográficos distantes sino en las calles de Nueva
York. Su ensayo hace hincapié en el momento de la transición a finales de los
años sesenta, hacia el sonido del bugalú: “ritmos y sonidos latinos adornados
con estilos afroamericanos… canciones de R/B, el funk y el soul, con toques de percusión
e instrumentación latina, más letras o inflexiones en español.” Juan Flores y
Ángel Quintero parecen situarse en las antípodas de la “cuestión nacional”,
pero para mí que comparten un acercamiento a la música como rastro sónico de
formaciones y transformaciones sociales.
(Continuará...)
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