Era ministro pentecostal y acababa
de casar a una pareja de vampiros; ni príncipes, ni mendigos, ni siquiera
humanos: vampiros. A este siervo de Dios nada le parecía más natural que el
contacto con criaturas diferentes, aunque se cuidaba de no revelar la amplitud
de sus afectos. Conocía los prejuicios humanos y por evitar el escándalo había
escogido la hora desierta de las cuatro de la madrugada para unir las
inmortalidades de Gerardo y Laurita. Una experiencia conmovedora la de casar a
un par de jóvenes elegantes: la niña se veía guapísima con sus colmillos
puntiagudos, un par de armas letales que en lugar de rebajarle la hermosura
advertían del peligro real que siempre, no importa la especie, supone arrimarse
a otro cuerpo; el muchacho cargaba un nido de ideas musicales en la esponja de
sus rizos.
La ascensión de la pareja dejó un
olor a tomates en el aire, un tufo a delicias podridas que Sebastián guardaría
junto al recuerdo de una alegría incomprensible. Dos de las madrinas suspiraron
un rato en la quietud nocturna antes de elevarse en direcciones opuestas,
acentuando el ritmo de sus brazos con carcajadas crepitantes de sal echada al
fuego. La tercera, que no sabía volar, lo besó en la mejilla antes de volver a
San Juan en el automóvil de la dama de honor. El reloj marcaba las cinco.
Faltaban minutos para la salida del sol según el almanaque Bristol. A las diez
de la mañana habría culto, llegarían los veinte hermanos, las veinte ovejitas
que se le habían acercado.
Se miró sin dureza en el espejo de la pared del fondo del local que
antes de convertirse en templo había sido una barbería: el bigote pintado, la
camisa blanca de mangas largas, la corbatita estrecha y corta, la panza
acumulada en años de amanecidas al volante, cuando añadía un par de cervezas al
desayuno, se acostaba con la ropa puesta en el sofá de la sala para no
despertar a Juana y a las pocas horas, mojado de pesadillas, adolorido y
barbudo, se sentaba a la mesa a devorar platos que repetían en sus lomas de
arroz con habichuelas la topografía de los cerros o el perfil dilatado de las
cosas.
Acarició el mantel de hilo donado
por los novios, uno más entre los pocos haberes de una iglesia que ya contaba
con varios tesoros, algunos tan inapreciables como las sillas plásticas, el
florero en forma de base de lámpara, un amplificador roto y un timbal sin
pedales. La negrura del mantel resaltaba en la claridad del espacio estrecho,
con ventanas de cristal y una alegría de ala de gaviota en las paredes que,
sazonando la lectura de algún versículo bíblico, le había sugerido el nombre de
la congregación: Iglesia Pentecostal Libre. A los hermanitos
atemorizados por el filo de la palabra libre les decía que él creía en
Dios y que Dios era libre, no tenía límites ni prejuicios, por algo creó
ángeles y pecadores. Pero los hermanitos no deseaban verdades, más bien se
congregaban para protegerse de ellas. Distraer a los demonios, navegar
horrorizado entre sueños, velar por la tranquilidad de sus hermanitos, de tales
peripecias se encargaba él.
La amistad de abundantes criaturas
monstruosas le parecía un regalo del destino. A esas horas, mientras el mundo
dormía el quinto sueño, cuando de la playa llegaba un olor a infancia pobre que
competía con la peste de la basura y las calles esperaban el viaje precario de
los perros callejeros, las criaturas olvidaban sus miedos y se daban una
vueltita por el barrio. Algunas eran dañinas, otras no, pero todas se le
acercaban. Habían acompañado a Sebastián por la vida y conocían su amor
sobrenatural al conocimiento.
No le gustaba estudiar en escuelas
con paredes. Al aire libre aprendió siempre, desde que a los muchachos de las
parcelas, unos terrenos que el gobierno había entresacado de una finca grande
para repartirlos entre antiguos peones de las haciendas de Santa Isabel, les
dio por reunirse alrededor de un tamarindo centenario, convocados por un tipo
raro: Ebenecer Pomales.
Decían que Ebenecer era afeminado,
aunque no residía en ello su rareza, sino en que sin pagarles ni sobornarlos
supo educar a los muchachos parceleros de una manera novedosa: haciéndoles
memorizar significados de palabras. Palabras carilargas (deber, consistencia,
prematuro); palabras dulces (bollo, pajuil, indeleble); palabras blandas (lelo,
limbo, flojo). Sebastián todavía se entretenía leyendo el diccionario y
memorizando significados de palabras, afición tan estéril como el hábito de
leer esquelas y hacer crucigramas.
Para los demás la pasión de las palabras se limitó a una aventura de
verano, una experiencia breve, torrencial. Cinco jóvenes guardaron en sus
memorias el significado de mil palabras a razón de doscientas por cabeza. Como
el sentido de un evento tan desencajado del ambiente no hubiera podido
adjudicarse sin la formalidad de una ceremonia, organizaron un espectáculo para
lucirse ante los vecinos. Arrastraron las sillas de los comedores de sus casas
y las colocaron en el centro de la placita del barrio, además de improvisar una
tarima con cuartones y cajas de madera que, habiendo viajado desde Nueva
Escocia repletas de pencas de bacalao, parecían dispuestas, no obstante su
debilidad, a soportar el peso de los cuerpecitos demacrados. Ebenecer hizo una
reverencia solemne, parecida al gesto de un ilusionista que presenta una
función de papagayos parlantes. Solicitó a los asistentes que acudieran a los
diccionarios colocados al lado de la tarima para interrogar a los sabios. A
Sebastián le había tocado memorizar doscientas palabras arrumbadas entre las
entradas “majestuoso” y “neonatal”. Cuando le preguntaron los significados de
menorragia, musaraña y necear contestó sin vacilaciones. Cayó de boca en
“matorral”, porque no se acordó de deletrear la palabra antes de definirla.
El verano siguiente los papagayos se olvidaron de las letras para imitar
el comportamiento de los perros en celo y Ebenecer se quedó esperándolos con
sus diccionarios abiertos. Otra experiencia torrencial los convocaba. La loca
Beatriz se acostaba junto a los canales de riego del cañaveral, se alzaba la
falda, separaba las piernas. Los atrevidos se escurrían entre sus muslos de hierro;
los demás, pagaban por mirarla.
Él no era atrevido, pero tampoco tímido. Curioso sí. Se acercó a Beatriz
deslumbrado. Asombraba el tamaño de aquel animal de entrepiernas, la abultada
cresta peluda olorosa a sal penetrante, los labios arrugados color violeta que
elevaban una llama liberada del cuerpo de la hembra. Entonces sólo había visto
la de Emilia, una de sus primas, cuando los dos tenían cinco años. Emilia
desnuda y él con la mirada perdida en el cuerpo de la niña, en aquella forma
inolvidable, la leve rajadura que se repite entre las lomas diminutas y en la
concavidad del mar. Sebastián pensaba que aquella era una de las formas ocultas
más reales del mundo. Estaba seguro de que quien piense que conoce a una mujer
sin haberla visto desnuda se engaña, como se engañan siempre los hombres ante
unas verdades que ni el más bravo es capaz de enfrentar sin el beneficio de un
temple curado. Quien sea consciente de que cada vez que respira un niño muere
de hambre nunca respirará a sus anchas. Quien haya visto de una mujer solamente
lo que ella le enseña al mundo y crea conocerla jamás entenderá que la verdad
siempre se esconde.
No era un experto en mujeres, al contrario. Se consideraba un hombre
rústico, enamorado sin hastío del recuerdo pueril de Emilia, el amor de su infancia. Un hombre simple, capaz
de querer hasta la muerte a Juana, su esposa de más huesos que carne, mustia y
munificente. Un hombre transformado por el horror de cerrar los ojos del
cadáver de su mujer, que lo habían mirado confiados desde que ella era una niña
y él un niño, huérfano de padre y madre, criado por unos tíos indiferentes.
Las hermanas de ella no se opusieron cuando, como quien recoge un gatito
que sobra, él se llevó a Juana y su dote de dos pares de zapatos, ropa interior
y otras prendas que cabían en una bolsa plástica de supermercado.
La historia de Juana se le
impuso de pronto en su mediocre estrechez y lloró sin esfuerzo, con la
espontaneidad de quien sabe que ni las lágrimas ni las risas economizadas
generan riqueza. Juana sufrió al principio y al final de la vida. En los años
del medio, los que pasó con él, había tratado de darle un poco de felicidad,
aunque pensando en la vida de la pobre bajo la luz insoportable del sol que
salía concluyó que después de aquel enorme sufrimiento de su infancia no era
posible más que una mitigación ocasional de la tristeza.
(De mi libro Fúgate, 2005)
(De mi libro Fúgate, 2005)
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