domingo, 27 de enero de 2019

Sangre vieja (un capítulo de "Sobre mi cadáver")



Hablar de mi familia materna me entusiasma menos que a mis primas, pendientes del árbol genealógico hasta mediados del siglo 19, cuando el primer Tremols llegó a la isla con las manos vacías y una cruz de ruda al cuello. De ahí hacia atrás el linaje es de villanos sin nombre. Conviene que te enteres para que comprendas el extraño caso de Josefina. Y un poco más, que también te interesa. Te cuento, pues. O mejor te leo unos apuntes que escribí hace tiempo. Son cuatro párrafos sin descendientes.

La historia de Guayama –con sus casonas de largos balcones balaustrados y barriadas de brujos– se relaciona directamente con los Tremols, residentes en la región desde la llegada del muchacho de la ruda, hacia 1857; acaparadores de terrenos y hacendados cañeros en la década siguiente; dueños de caballos de paso fino, coleccionistas de arte y enemigos del sol. Mis parientes fueron, y son,  portadores de un mal gusto ineludible de indianos privados de los objetos hermosos, los rituales y las costumbres que a lo largo de los siglos prodigan barnices culturales. Cierta degradada justicia poética les impuso la maldición de ser prisioneros del privilegio. Su condición de blancos en una ciudad isleña con mayoría de negros les vedó un acercamiento público a la gente “de orilla”, los mismos artesanos descendientes de esclavos y de pardos libres de quienes dependía su ilusoria prepotencia. Esa, desde luego, era la fachada; sí hubo relaciones de concubinato y encuentros fugaces que sumaron al banco genético del país sus cromosomas de aldeanos venidos a más. 

Pero fueron incapaces, ante tantos vacíos y desarraigos, de fundar una tradición propia. Soñaban con regresar a la “península” forrados de dólares para comprar abolengos. Necios. A pesar de las relaciones del hermano mayor, el empresario franquista, cuando mis parientes pasaban temporadas en la “madre patria” hacían el ridículo. Nadie los había echado de menos. El dinero les compraba insignificantes títulos de nobleza. El mundo pintado con nostalgia por sus abuelos desaparecía en las Españas que anticipaban la muerte del dictador y una vocación democrática.  

Estudié Historia de la Medicina en Barcelona y Psiquiatría en Boston University School of Medicine.  Ese doble juego –que un colega exagerado describió como paranoide esquizofrénico– parece haber sido también la situación vital de Alberto, el hermano segundón de Josefina y de mamá. Recuerdo su porte erguido, su aliento a tabaco, alcohol y otras emanaciones. No se apeaba, con su gabán de dril blanco, los olores de un cuerpo sucio.

Otra era la imagen de una fotografía suya. Hasta hace poco me inspiraba cierto cariño. “Bertie en el patio de la Casa de América en Barcelona, Méndez Vigo, 1911”, se leía al dorso. Para que no hubiera duda alguna de quién era, una flecha dorada trazada con plumilla de punta oblicua apuntaba a la cabeza de “Bertie”, el apodo familiar de Alberto. Bertie se exhibía de perfil, la expresión desdeñosa, el pelo planchado con brillantina, el bigote de brocha abundante, las piernas abiertas, las manos sobre los muslos, las polainas blancas, sentado ante una mesa con botella de champagne, en compañía de un joven sonriente y de un hombre mayor, un vejete parecido a Mefistófeles.

Es un trueno este muchacho, decía mamá, con el humor escandalizado de las mujeres de su época, hermanas, esposas e hijas de truenos. Los vieron decaer y morir, apoyados en bastones de empuñaduras de plata, mientras ellas morían de viejas. Aquellas mujeres se hacían notar por la pisada fuerte y la voz vibrante, siempre con un grito, un chiste, una barbaridad a flor de labios. Sabían encarrilar a sus hombres desde los planos secundarios de una fotografía de costumbres.



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