domingo, 3 de febrero de 2019

Hammarby







Para Vicente Quevedo

En la casona grande de Hammarby, Lineo decoró su dormitorio con grabados de plantas. Algunas ilustraciones provienen de la colección Plantae selectae, publicada en Nuremberga, con imágenes de un renombrado ilustrador de apellido Ehret, que además, dibujaba exquisitas pornografías, eso decían sus enemigos, porque los tuvo, como todo el mundo, y en la especie humana, tan aficionada a los espejos y al miedo, los enemigos adornan con mentiras los escasos haberes de las personas. Hammarby: dormitorio empapelado con imágenes florales. Desquicio de la estricta pureza taxonómica. Las flores cuelgan viciosas, como si las corolas abiertas fueran pezones. Eyaculan semillas. Hammarby: lujo, calma, voluptuosidad. Los poetas flacos parisinos que no tenían para comprar opio de primera y compartían el láudano de los obreros, pensaban que el lujo, la calma y la voluptuosidad moraban en los trópicos. Se engañaban. Quizás no sabían que los trópicos, cundidos de miseria, eran lugares más malditos que ellos.
Pero qué dices. El empapelado de Hammarby también exhibía los escasos lujos florales del trópico, enhiestos, erguidos. No es inexplicable que siendo sueco y formado en los paisajes de invierno, donde  predominaban un color y dos líneas, a Lineo le diera por excitarse con imágenes de flores calientes. Él también había escuchado los relatos de los trópicos donde se producía azúcar y tabaco y pimienta y oro. Él si conocía las carnes de las lecheritas de Hammerby y, por antítesis, las carnes de las esclavas de campo de Brasil. Él sí había visto a los mozos enredados con gallinas rojas y vacas blancas. Él si sabía que ni las carnes animales, blancas rollizas ni las carnes negras macilentas podían superar el deseo de la flor púrpura, erizada, del banano, la crencha enhiesta de la piña, y al lado, como no ocurre en la naturaleza, esa flor de pétalos blancos y amarillos, como plumas de pájara. Cuando en invierno dejaba los bifocales sobre la mesa contigua a la chimenea, se acercaba al dormitorio donde no entraban los niños, ni siquiera la doncella, se quitaba las pantuflas, la bata de casa, la peluca que dejaba sobre la cabeza del maniquí, los pantalones de estar, y después de lavarse los genitales y afeitar los pelos púbicos de Teresa, su esposa, amante de juventud y de vejez, se metía debajo de los edredones, era esa la planta que le levantaba el ánimo y el asta.

Tampoco es extraño que Lineo conjugara la calentura constante de la cama donde hacía niños enfermizos con el ascetismo, ni que le diera por poner orden en el salvaje mundo de las plantas. Pero sí es curioso que para él la comunicación entre humanos fuera posible sin anclajes culturales. Que un úcar y un árbol de la geometría no sólo son un mismo árbol, sino que puedan reducirse a un solo nombre, y que ese nombre, para ser entendido por todos, debe imponerse a la planta (que no necesita el lenguaje humano para enredarse con lascivia) en una lengua que nadie habla.


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