Para Vicente Quevedo
En la casona grande de Hammarby, Lineo decoró su dormitorio con grabados
de plantas. Algunas ilustraciones provienen de la colección
Plantae selectae, publicada en Nuremberga, con imágenes de un renombrado
ilustrador de apellido Ehret, que además, dibujaba exquisitas pornografías, eso decían sus
enemigos, porque los tuvo, como todo el mundo, y en la especie humana, tan
aficionada a los espejos y al miedo, los enemigos adornan con mentiras los
escasos haberes de las personas. Hammarby: dormitorio empapelado con imágenes florales.
Desquicio de la estricta pureza taxonómica. Las flores cuelgan viciosas, como
si las corolas abiertas fueran pezones. Eyaculan semillas. Hammarby: lujo,
calma, voluptuosidad. Los poetas flacos parisinos que no tenían para comprar
opio de primera y compartían el láudano de los obreros, pensaban que el lujo,
la calma y la voluptuosidad moraban en los trópicos. Se engañaban. Quizás no
sabían que los trópicos, cundidos de miseria, eran lugares más malditos que
ellos.
Pero qué dices. El
empapelado de Hammarby también exhibía los escasos lujos florales del trópico,
enhiestos, erguidos. No es inexplicable que siendo sueco y formado en los
paisajes de invierno, donde predominaban
un color y dos líneas, a Lineo le diera por excitarse con imágenes de flores
calientes. Él también había escuchado los relatos de los trópicos donde se producía
azúcar y tabaco y pimienta y oro. Él si conocía las carnes de las lecheritas de
Hammerby y, por antítesis, las carnes de las esclavas de campo de Brasil. Él sí
había visto a los mozos enredados con gallinas rojas y vacas blancas. Él si
sabía que ni las carnes animales, blancas rollizas ni las carnes negras
macilentas podían superar el deseo de la flor púrpura, erizada, del banano, la
crencha enhiesta de la piña, y al lado, como no ocurre en la naturaleza, esa
flor de pétalos blancos y amarillos, como plumas de pájara. Cuando en invierno
dejaba los bifocales sobre la mesa contigua a la chimenea, se acercaba al
dormitorio donde no entraban los niños, ni siquiera la doncella, se quitaba las
pantuflas, la bata de casa, la peluca que dejaba sobre la cabeza del maniquí,
los pantalones de estar, y después de lavarse los genitales y afeitar los pelos
púbicos de Teresa, su esposa, amante de juventud y de vejez, se metía
debajo de los edredones, era esa la planta que le levantaba el ánimo y el asta.
Tampoco es extraño que Lineo conjugara la calentura constante de la cama donde hacía
niños enfermizos con el ascetismo, ni que le diera por poner orden en el
salvaje mundo de las plantas. Pero sí es curioso que para él la comunicación entre humanos fuera posible sin
anclajes culturales. Que un úcar y un árbol de la geometría no sólo son un
mismo árbol, sino que puedan reducirse a un solo nombre, y que ese nombre, para ser entendido por todos, debe imponerse a la
planta (que no necesita el lenguaje humano para enredarse con lascivia) en
una lengua que nadie habla.
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