Es primavera en Linderhof, y en el
invernadero del palacio los aprendices del maestro van transplantando los hijos del
tilo centenario que da su nombre al lugar, tenues en la luz lechosa filtrada
por los cristales y un insoportable olor a lirios. Carl Adalbert Binder,
el favorito del maestro, ha cumplido diecisiete años y es, a su vez,
maestro de aprendices. La mayoría de los jardineritos jamás se acercarán al
rey. Hans Carl no estaba predestinado, por ser algo así como un monstruo, a ver
al rey. Para un naturalista, un monstruo es alguien que se aleja del tipo, y
Hans Carl, con sus espaldas estrechas y palidez excesiva, se aleja del tipo
rubicundo y levemente estúpido de los aldeanos comedores de grasa de puerco.
Sin embargo, hay monstruos cuya existencia para los humanos se toma como un
presagio; son monstruos incorruptibles e intocables. Hans Carl recibió de los
labios resecos del rey Ludwig de Baviera la misión de encontrar la planta que
no puede describirse.
Fue un día de aquella primavera, en 1886, cuando Franz asperjaba los helechos del vivero. El rey entró solo,
todavía en bata de casa, con un pañuelo sobre la frente. Se levantaba tarde, de
noche no dormía, la noche era el infierno, morada del fascinante horror de la
música que escuchaba hasta que lograba lo que quería, que los músicos tocaran
dormidos y el oído impusiera un orden distinto. De día dormía con las ventanas
cerradas, reclinado en almohadones firmes, sobre sábanas que se dejaban en
remojo durante noches de luna creciente, muy lejos de la vista del señor, en un
claro del bosque.
Hans trató de mantener su postura de
siervo invisible. No tenía por qué sospechar que el rey le dirigiera más de una
pregunta. Podía ser:
–¿Por qué se deshojaron en el camino las margaritas que envié a mi prima Sissie?
Podía ser:
–Busco al maestro.
Hans Carl no pudo imaginar lo que saldría
de aquella boca que el rey se cubría con un pañuelo.
–Eres el sobrino de mi quinta cocinera, ¿verdad? Extraña fruta.
Ni pudo imaginar su propia respuesta.
–La más extraña y la más fiel, señor.
El rey escupió sangre y examinó al
muchacho con una mirada ausente. En ese momento entró sin darse mucha prisa,
con deseos de jugar, el edecán principal. El rey se sentó en el área común de
los jardineritos, ordenó la primera botella de champaña del día y le pidió a
Hans Carl que no se moviera del lugar donde estaba, entre bulbos de lirios y de
tulipanes.
El Rey abrió un abanico. En esas islas tan exploradas y
explotadas, pero a la vez cerradas por la autoridad de una reina muy fea,
seguramente hay una planta que no ha sido nombrada. El mundo se precipita
por los caminos del lucro y el comercio y el destrozo de la vida, y es por eso
que Ludwig, cuyos lujos cuestan vidas y guerras que aborrece, se intoxica de
champán y de opio.
Ludwig habla en tercera persona de sí
mismo. Es un privilegio real, o una tara real, porque el yo les está prohibido
a los reyes, que no son jamás átomos sino soles alrededor de los cuales rotan
sus súbditos.
Hans no ha levantado la vista de los
bulbos. A Ludwig lo siente por la voz
Y es por eso que ya no tiene
consuelo, porque el opio termina por ser un infierno. Pero Ludwig sabe, porque
lo ha leído en algún libro antiguo, o porque se lo dicen los espíritus del
lago, que en el nuevo mundo hay otra planta, una especie solidaria, que brinda
paz y alegría. Y es la planta que irás a buscar porque los tontos son buscadores
por excelencia. Eres puro, le dijo Ludwig, de tan feo que eres debes ser
virgen, y eso es indispensable. Serás mi emisario. No tienes pinta de héroe.
Nadie sospechará de ti. Pasarás desapercibido y despreciado. Hans ni admitió ni
negó si era virgen, porque en cierto sentido sí lo era, había derramado su
semilla entre el heno del establo y era abundante y gruesa como un escupitajo
de enfermo, lo que le sorprendió un poco, como le sorprendía que el Rey no se
diera cuenta de su propia fuerza de hombre corpulento.
Y esa planta, la última, la que todavía no
tiene nombre, la que encierra las oscuridades del sol y el fulgor de la sombra,
no se esconderá de ti, pequeño monstruo. Tu misión la escribo aquí:
Encontrar una planta de la felicidad que no haya sido manchada por la avaricia
de los conquistadores. El catalogo de plantas narcóticas y alucinógenas se está
agotando. Esa planta sembrará castillos en esta tierra. La compartiré con los
pobres culos que pasan la vida sentándose en bancos como este. Esa planta la
usarán los soldados para soltar las armas, las mujeres para dejar de parir
becerros, los campesinos para levantar la vista de la tierra. Rubrico y firmo
con el sello de este anillo.
(El anillo del rey rasgó el papel que el
maestro había olvidado sobre la mesa, uno de los papeles donde se colocaban los
bulbos arrancados, los papeles de disecar especímenes. El edecán lo recogió, no
sin antes mirar a Hans con una expresión equívoca: eres un privilegiado,
lárgate, no te demores más.)
–¿Por qué se deshojaron en el camino las margaritas que envié a mi prima Sissie?
Podía ser:
–Busco al maestro.
–Eres el sobrino de mi quinta cocinera, ¿verdad? Extraña fruta.
–La más extraña y la más fiel, señor.
Y es por eso que ya no tiene consuelo, porque el opio termina por ser un infierno. Pero Ludwig sabe, porque lo ha leído en algún libro antiguo, o porque se lo dicen los espíritus del lago, que en el nuevo mundo hay otra planta, una especie solidaria, que brinda paz y alegría. Y es la planta que irás a buscar porque los tontos son buscadores por excelencia. Eres puro, le dijo Ludwig, de tan feo que eres debes ser virgen, y eso es indispensable. Serás mi emisario. No tienes pinta de héroe. Nadie sospechará de ti. Pasarás desapercibido y despreciado. Hans ni admitió ni negó si era virgen, porque en cierto sentido sí lo era, había derramado su semilla entre el heno del establo y era abundante y gruesa como un escupitajo de enfermo, lo que le sorprendió un poco, como le sorprendía que el Rey no se diera cuenta de su propia fuerza de hombre corpulento.
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