Ni sangre, ni
corazón, dijo, y son horrendas. No hablo de los insectos. Hablo de ellas, dijo,
y con un gesto lánguido descorrió un cortinaje tras el cual estalló la gama del
verde, tantos tonos que no hacían falta más para sugerir un mundo completo.
Era una selva poblada de árboles con barbas y ramas largas que descansaban sobre
las ramas de otros árboles menos antiguos, y asfixiaban con sus sombras la
ambición de las plantas nuevas. Los sonidos de la noche y el sol morían y
reaparecían cada diez minutos. Es un diorama inspirado en una colección de
ilustraciones para un plan abortado, dijo. Parecía un huevo: cabeza
cónica, posaderas anchas, pies pequeños en zapatos anticuados. Solo algunas plantas
han recibido el homenaje del miedo, por su torcida vocación de violencia y
adicción a la carne. Las atrapamoscas, las rastreras capaces de asfixiar con
sus tentáculos, las fábricas de venenos, las pérfidas urticantes. Pausó para
recuperar el aliento, aunque hablaba despacio, con voz gangosa. Locas pasiones,
pensó el otro hombre. Son las plantas desviadas de la benevolencia,
dijo el huevo. Mediaron entre el renacuajo y el hombre, se quedaron atrás en el
salto hacia las criaturas sangrantes por un injusto accidente, añadió,
entregándose a un exceso reprochable en un científico, pensó el
otro, que sentía una incomodidad extraña ante aquella masa parlante. La mayoría
son insípidas, perfectas, agradecidas, resistentes. Las protege esa insipidez, siempre
que no interfieran con la especie moral. Entonces les decimos yerbas malas. Y
cerró la cortina.
El gabinete de Krause
no se distinguía de los demás laboratorios del Jardín Botánico. Era oscuro, blindado
por escaparates de libros de tapas flamantes, los volúmenes menos valiosos de
la biblioteca real encuadernados con vitela para adornar los cubículos de los
investigadores del edificio nuevo. Una insensatez, pretender, sin embargo, que
la utilería reciente de la ciencia, incluso los aparatos transparentes, las
probetas y las pesas y las pinzas, no cobraran la calidad gris de las miasmas
que exhalaba el científico, la forma ovoide que respondía al nombre de Juli Krause. Si los gabinetes de sus colegas, reflejaban
el predominio de la materia manufacturada, la total y absoluta victoria guerrerista
del año 1882, los objetos de Krause lucían apagados, como si no compartieran la
oleada de triunfalismo hermanado con la construcción del Jardín Botánico de
Berlín. Un hombre anticuado, parece un fósil de la edad de la melancolía,
anotaría luego en su diario de viajes el otro hombre. Y dibujaría una mesa de trabajo
con microscopios, instrumentos, y en dos pupitres, ante el desorden de
la mesa, dos hombres. Uno, él mismo: alto, de hombros anchos, y ojos
avellanados, muy claros, cara larga y pelos y barba de una rubicundez sin
matices. Los ojos enigmáticos de esa región que es el misterio de occidente,
los Balcanes. El otro, el hombre huevo, sin duda un enfermo. No es tanto mayor
que el de ojos claros, pero se le nota el peso de largas horas en el
laboratorio, doblado sobre el microscopio, comparando hojas muertas con otros seres
muertos y resecos, clasificándolas a partir de sus yertas semejanzas morfológicas,
aburrido la mayor parte del tiempo, porque el clasificador añora la diferencia;
el rasgo anómalo que le deje dar su apellido a una especie nueva. Afuera, al
otro lado de la cortina, sin embargo, una explosión de colores que el de ojos claros
asocia remotamente con la vegetación enmarañada- robles asfixiados bejucos y
enredaderas- del litoral del Mar Negro.
Así no lucirá el
Jardín Botánico de Berlín, son los bocetos que un artista le presentó al Rey. Fueron
rechazados. Pero yo los ejecuté, dice el hombre, tan grueso, que suda aunque la
temperatura baja del gabinete. El diorama es la visión del artista. El olor de su sudor le provoca náuseas al otro.
La posibilidad de esa beatitud idiota,
añade el huevo. Me refiero a la aventura minúscula. Aventuras de bacterias, los
primeros seres vivos. A fin de cuentas son gigantes si se las compara con todo lo
que no vemos con los microscopios más poderosos. Nosotros somos las bacterias de
Dios, no recuerdo dónde leí eso. Abrimos los portales del tiempo. Detrás seguirán
otros, anotando detalles que no podemos entender, hasta que llegue el próximo
vidente, ese del que no seremos dignos de amarrarla las zapatillas. La ese
final se convierte en un silbido asmático.
Me llamo Paul Sintenis,
habla, al fin, el hombre de ojos claros. Y vine aquí porque me lo requirió el
doctor Urban, y llegué aquí hasta este laboratorio, porque Ignaz Urban me dijo
que usted me daría instrucciones precisas. Tamborilea con los dedos de la mano
derecha el brazo de la silla, diseñada como un
pupitre de escolar, mientras con la otra, en movimientos cortantes, saca
el reloj cebolla. Eso hago, Sintenis, le doy instrucciones precisas. Tan
precisas como las venas de esa planta que tiene ahí, al lado suyo, seca y
abierta sobre el papel absorbente. Sintenis recordó el color rojo de la flor viva. La planta de Humboldt,
pensó. Como si le hubiera adivinado el pensamiento el otro dijo, lo que hacemos
no forma ya parte de las grandes visiones, eso murió con los viajes de
Humboldt. Aquí nos acercamos al universo de otra manera. Aquí partimos de que
el plan de Dios se encuentra en la más menina de sus criaturas. Aquí no
escribimos grandes novelas. Aquí hacemos una literatura menor. Pero no
entendemos nada. Hacemos listas. Nombramos cosas muertas. Como si los que pagan
nuestro salario fueran conquistadores, y
nombrando especies se apropiaran de ellas. Para sus usos. Para comprarles con
el producto de nuestro trabajo collares de esmeraldas a sus cortesanas. Un
chiste.
(Aclaración: Este es un fragmento del primer capítulo de una novela que escribe Marta Aponte Alsina. La autora dedica esta capítulo a Julio Ramos)
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